Maquiavelo y el Estado

Maquiavelo y el Estado

Por José Fernández Vega
En pocos meses cumplirá cinco siglos aquella carta de diciembre de 1513 donde Nicolás Maquiavelo anunció que acababa de concluir un “opúsculo” cuyo título el mundo conocería tras su muerte:El Príncipe. Cuando se publicó, una fuerte corriente de opinión europea lo señalaría como el máximo ejemplo de cinismo y maldad. La Iglesia, a la cual Maquiavelo responsabilizaba por la fragmentación política de Italia, lo censuró de inmediato en su Index.
Al momento de escribir su carta, Maquiavelo (1469-1527) se hallaba en el exilio interno luego de pasar por la cárcel y la tortura. Sumido en la pobreza, dedicaba sus tardes a la charla y los naipes en la taberna del pueblo donde estaba confinado y sus noches a una gran puesta en escena de grandes autores de la tradición grecorromana confrontados con las experiencias que su propio tiempo le había deparado.El Príncipe se volvió su libro más célebre, aunque él mismo prefirió definirse una vez como “historiador, cómico y trágico”.
Corrado Vivanti tuvo a su cargo una edición crítica de las obras de Maquiavelo para la casa italiana Einaudi. En Maquiavelo. Los tiempos de la política ofreció una muy accesible biografía donde relata el ascenso y caída de Maquiavelo como hombre público, pero ofrece también una aproximación a los principales textos de quien llegó a ser considerado el primer clásico del pensamiento político moderno.
Maquiavelo afirmó una resuelta autonomía de la esfera política respecto de la moral y la religión. Según Vivanti, y pese a su infame reputación, el antiguo secretario de la cancillería florentina fue un realista inclinado por el análisis concreto de las situaciones, anclado en una mirada histórica y ajeno a cualquier sistematización filosófica. Indiferente a las utopías, sus convicciones eran republicanas y luchó por la libertad de su ciudad. Para lograrla, creía necesario que el poder se fundara en buenas leyes y promoviera la satisfacción popular, pero sin descuidar la organización de una milicia civil (vale decir, no mercenaria) contra las múltiples amenazas que asolaban a los florentinos. La energía y la sagacidad del gobernante -su virtud- debían ser las claves que le permitieran aprovechar las ocasiones que la variable fortuna le presentara.
A Maquiavelo le desesperaba comprobar que Italia, el país más desarrollado de la época, se hallara dividida en particularismos, expuesta a incesantes guerras y acabara postrada tras la derrota de Pavía (1525) ante los españoles. En contraste, Francia poseía una autoridad central estable, económica y militarmente poderosa. Algo similar sólo podría lograrse en Italia si un príncipe se respaldaba en el pueblo, siempre dispuesto a obedecer, en lugar de hacerlo en los “poderosos”, puesto que éstos, que se creían sus iguales, en caso de adversidad jamás dejarían de confabularse para derribarlo. El pueblo -escribió- apenas desea que no lo opriman; los poderosos sólo pretenden oprimir.
Mantener el poder es el objetivo esencial de la política según Maquiavelo; en consecuencia, el gobernante que redimiera a Italia no debía vacilar. Para imponer respeto, podía llegar al asesinato, pero sin afectar los bienes de sus súbditos, puesto que “los hombres olvidan antes la muerte de su padre que la pérdida de su patrimonio”. Es fácil entender que declaraciones como ésta hayan abonado la estigmatización de su nombre. A cinco siglos de distancia, sumarse a viejos repudios resulta menos interesante que un examen frío de las limitaciones de un pensamiento.
Vivanti contribuye a ello con un apéndice donde se analiza el concepto de Estado que manejaba Maquiavelo. Muchos comentaristas subrayaron que es inútil buscar en su obra una definición. El anhelado príncipe no pasa de ser un aventurero decidido, a veces cruel, astuto siempre. Vivanti, casi sin proponérselo, deja testimonio de la precaria concepción de Estado, al menos si se la considera desde la posterior evolución de la institución clave de la modernidad.
Según explica, para Maquiavelo Estado equivale a “acción política”, o bien alude a una individualidad nacional, un dominio territorial, un régimen de gobierno (a menudo la república) o situación (algo afín a la etimología de la palabra:status). Aunque el propio Maquiavelo declaró que había consagrado muchos años a razonar sobre el Estado y no los pasó ni “durmiendo ni jugando”, lo cierto es que su visión resulta limitada. Carece de complejidad institucional, no llega a la esencia del asunto (aunque advierta que la violencia es uno de sus rasgos omnipresentes) y subestima la dimensión social. Las buenas armas y las buenas leyes son para él determinantes, pero esos factores los heredó de la sabiduría jurídica de la antigüedad. A su favor, cabe decir que Italia apenas logró un Estado nacional hace 150 años. Desde entonces, ese país nunca estuvo a salvo de recaer en lo que, despectivo, Tayllerand llamó en su momento “una mera denominación geográfica”.
LA NACION