Los hijos nos miran

Los hijos nos miran

Por Esteban Rey
La televisión no es muy bondadosa que digamos con los padres. Al menos, la programación dedicada a los niños. Es como una gran obra de teatro donde al padre le han reservado un papel decorativo, cargado de deshonra. A Coop, por ejemplo, el chico de la serie animada “Kid vs Kat”, su papá le da vergüenza. Claro, el padre no es un genio. Tampoco tiene superpoderes. Es apenas un pobre empleado en una oficina de empeño y los amigos de Coop, por todo esto y mucho más que representa su padre, le toman el pelo. No es el único que lo padece. El pequeño Kick Butowski, protagonista de la serie que lleva su nombre, es fanático de los deportes extremos, pero su papá quiere que practique piano. Mientras tanto, Kit sueña con tener un padre rockero o ninja, fiel a su estilo. Pero no hay caso. Los Butowski conviven como si tuvieran idiomas distintos y se observaran de lados diferentes de una pecera.
Continúe con la programación infantil y el dilema -y el pudor- es idéntico. La misma falta de estima por el hombre que los trajo al mundo y sale cada día a trabajar para mantener el hogar en marcha. El papá de Timmy, el de “Los padrinos mágicos”, lo obliga a jugar al dígalo con mímica para vencer a los vecinos, cosa que él detesta, pero su padre es un campeón en el rubro y no puede entender que a Timmy no le guste. Ni siquiera en el fondo del mar las cosas pintan bien para papá. En la serie animada “Pecezuelos”, el padre de Bea le pone un pijama y le lee cuentos en la cama. Ella se siente grande y que la trata como a una idiota. Tampoco en el reino de los malvados los padres tienen buena publicidad. El temible y errático doctor Doofersmith, en “Phineas y Ferb”, tiene una hija adolescente, Vanesa, que no lo escucha, ni lo obedece, ni lo respeta y, lo que es peor, cuando el laboratorio está por explotar huye en la única cápsula de escape, dejando a su padre, malévolo, desamparado y resignado, a un paso de la muerte.
Pero ¡uf!, a Dios gracias, no siempre la realidad supera a la ficción. Y a veces, ni siquiera se le parecen. Para demostrarlo, Cielos Argentinos convocó a los propios niños de todas las edades para que evalúen ellos mismos, y sin pelos en la lengua, en el mes de la paternidad, cómo se ocupan sus padres de ellos. ¿Hablan su mismo idioma? ¿Están ahí cuando ellos los necesitan? ¿Confían en ellos sus secretos? ¿Los tratan como si fueran bobos; o los respetan, aún fijando límites?
Ahí los tiene a Felipe y Joaquín Fernández, padre e hijo. Él, profesor de tenis. Joaquín, alumno entusiasta en la escuela de River Píate y con talento innato para el baile. Para él, de siete años, su papá no es como el de Coop, ni como el de Butowski, ni tampoco como el de Timmy de Los padrinos mágicos, para él, su papá es lo más parecido a Aladino y su lámpara. “Si me promete algo”, dice Joaquín, mechas rubias, la mirada chispeante, “lo cumple. ¡Y por suerte me promete mucho!” A pesar de que, desde hace años se separó de su mamá, el padre lo busca y lo lleva al colegio varios días a la semana, le da clases de tenis -según Joaquín, es el mejor de los profesores- y, sábado y domingo, se equipan con linternas y salen a cazar bichos por la noche. “Los ponemos en frascos con papá. Atrapamos grillos, sapos, bichitos de luz. Un día vimos una víbora”, Joaquín levanta los hombros, “pero estaba muerta. Ah, y somos fanáticos de la serie ‘El encanta¬dor de perros’, siempre que podemos la vemos juntos”. El mundo de los animales es una pasión compartida, que tiende un puente también sobre la infancia del papá. “Yo, de chico, también salía a atrapar bichos -hace memoria Felipe, instructor de tenis en Pilar-, pero me gustaba torturarlos. A mi hijo le enseño a capturarlos, estudiarlos y después dejarlos libres”. ¿La mayor debilidad de papá? Joaquín lo piensa un rato. “Papá es muy ansioso”, dice, será Superman hasta que el hijo sea adolescente. Si bien ha perdido autoridad en todo este tiempo, debe seguir teniendo firmeza sin apelar al miedo”, compara María Ester Mayor, director de la revista “Ser Padres Hoy”. “Eso sí: dos generaciones atrás, el papá ni tocaba a los chicos. Se hada cargo de la mantención de la casa, y punto. Los chicos de 20 que hoy tienen bebés, tuvieron padres que se hicieron cargo de la crianza y acortaron las distancias. Hoy, el papá está a la par de la mamá. Se levantan para darle la mamadera. Se turnan para bañarlos. No hay diferencia de roles. Ese es el padre al que apunta nuestra revista”.
“Me gustaría que papá trabaje menos. Lo vemos muy poco. Aunque él sabe todos mis horarios, sabe con quién estoy y a qué hora y de dónde salgo. Es increíble”, se asombra Elena Sandrino, de 11 años, la mayor de cinco hermanos. “Como somos muchos, papá tiene todo anotado en una ficha en su maletín. Y no le erra nunca. Eso sí, me controla mucho, y a veces no me gusta. Pero cuando vamos de compras, me deja llevarme lo que sea. A mamá, no le saco un peso”.
Edgardo Sury, profesor de educación física, tiene mellizas: Valentina y Camila, de once, amantes del hockey, “Los Simpson” y la ropa teen de 47 Street. Su madre dice que ellas “lo pueden” y que cuando están con su papá, logran todo lo que buscan. Las chicas, mientras tanto, hablan maravillas de su padre, de cómo juega a la par con ellas a juegos electrónicos, en la pileta, en el mar, al tenis, andando en esquí, en la pista de bowling… Y cuando tienen problemas en matemáticas, Edgardo se sienta y las ayuda: es su fuerte. ¿El único problema? “No le gusta cuando dejamos desordenado el baño o el cuarto”, dice Valentina. “Y es fanático de la limpieza de su auto, casi insoportable”. “Sí”, se suma Camila. “Y a veces los fines de semana tiene muy mal humor. Ah, y no sabe bailar. ¡Y ni siquiera le interesa aprender!”.
“Si tuviera que cambiar algo de mi papá, le sacaría Internet”, se lamenta Diego Amadori, de 9, amante de la Nintendo Wii. “Está todo el día con la computadora. Con la excusa de que tiene que revisar los mails del trabajo, se queda enganchado y cuando me voy a dormir, sigue ahí. A veces, se lleva la comida y come mientras chatea con sus compañeros de oficina”.
En la universidad del MIT, Sherry Turkle es una de las mayores especialistas en el impacto de la tecnología sobre la vida familiar. A lo largo de cinco años, estudió 300 casos de familias y sus vínculos con dos eslabones fatales que encienden la mecha y las hacen detonar por los aires: la computadora y el celular. “Los niños plantean siempre que a veces se sienten heridos, y no lo pueden demostrar cuando sus padres se dedican a sus aparatos en lugar de prestarles atención”, explica Turkle. Es tal el apego que tienen los padres por la tecnología, que los niños muchas veces asumen el rol de adultos y quieren controlar su adicción a estar 24 hs. conectados. “He hablado con chicos que tratan de convencer a sus padres de que no manden mensajes mientras manejan, pero encontraban resistencia de parte de los adultos”, dice ella. “Hay algo muy absorbente que caracteriza la relación de la gente con la pantalla”.
Este, sin embargo, es un momento histórico para la familia. Una oportunidad única para ser padres. A pesar de la invasión de la tecnología, que todo lo contamina, nunca se sintieron tan cerca de sus hijos como hoy. Ni ellos los conocieron tan bien, faltas incluidas. Comparten gustos y hablan un mismo idioma, sincero, sin filtros. Los especialistas insisten en que el padre debe saber cuándo poner límites sin transmitir miedo, instalar la autoridad sin ser autoritario, ser comprensivo sin ser débil. Pues, en definitiva, cualquiera puede convertirse en superhéroe: basta con una capa y un antifaz. Pero para ser buen padre, no hay superpoder que valga.
REVISTA CIELOS ARGENTINOS