07 Aug Las enfermedades y sus curiosas terapéuticas
Por Silvia Long-Ohni
El gauchaje -hombres, mujeres y descendencias- no contaba con demasiadas opciones a la hora de enfrentar y curar sus males del cuerpo. Sus ámbitos de vida, siempre alejados de los sitios en los que era factible el desarrollo de la medicina formal, sus precarios medios de subsistencia que, además, originaban regímenes de alimentación y de higiene insuficientes, y su adscripción a un medio cultural reacio al progreso de las prácticas científicas, afincaron su confianza en la eficacia de los curanderos, sanadores, “saludadores” y comadronas, a la hora de plantar diagnóstico y establecer terapias ante las más variadas enfermedades.
Una muy importante gama de hábitos caseros, respaldados por una tradición empírica considerada como autoridad, no sólo se mantuvo arraigada entre los gauchos y también entre los indios, sino que, asimismo, en muchos casos, terminó incorporándose a las costumbres de los inmigrantes y de la gente de campo en general. Así, ciertos aspectos de esa rudimentaria conciencia sanitaria, de esa medicina popular, han pervivido y perviven hasta nuestros días, tradición oral mediante, en las clases económica y culturalmente más indefensas.
Pocas son las fuentes documentales de las que cabe disponer a la hora de estudiar orígenes, razones y resultados de esta medicina, porque, además de la escasez de registros escritos, lo que se conserva ha pasado, de boca en boca y ostenta infinitas variantes. Pero por poco que sea, ahí lo tenemos a José Hernández, quien pone en boca de Martín Fierro una breve pero expresiva descripción del tratamiento para curar la viruela, por ejemplo, cuando dice: “Brama el indio de dolor / por los tormentos que pasa,/ y untándolo todo en grasa / lo ponen a hervir al sol.”
Entre los padecimientos más comunes a los que se enfrentaba esa medicina primitiva son bien conocidos el empacho, los pasmos, el mal de ojo, los aires, catarros, alergias, constipaciones y dolores reumáticos; los cuatro últimos habitualmente solían ser tratados con fricciones de grasa de gallina o “infundia”, rodajas de papa cruda aplicada en las sienes o con el uso de una franela gruesa, capaz de mantener el calor al ser aplicada en la zona afectada.
Pero, para ser más estrictos, eran los empachos los que constituían un verdadero quebradero de cabeza para las madres del campo. Nadie puede ignorar que, en estos casos, la ignorancia de ciertas nociones básicas de puericultura llevan, por lo general, a esas mujeres a optar por procedimientos de alimentación en nada benéficos para el recién nacido pues, en lugar de mantener un ritmo regular en la ingesta es frecuente aquello de poner el niño al pecho toda vez que llora lo que deriva en un proceso de alimentación completamente perturbado y en trastornos digestivos que, de manera genérica, caen bajo la denominación de empachos, dolencia que cualquier curandera avezada solucionará “tirando el cuerito”.
En cuanto a los pasmos -esas afecciones genéricas y clásicas-, sus etiologías suelen ser asombrosamente múltiples: se pasma quien sufre de una infección; se pasma la lastimadura que se moja con agua fría; se pasma el enfermo que sale al aire libre; se pasma la mujer que, en el ciclo menstrual, se baña; se pasma el hombre si toma agua fría cuando está transpirado o si toma vino después de comer sandía, de modo que las causas de los pasmos pueden extenderse al infinito.
Con todo, y aun considerando los errores a veces fatales de estos “médicos del campo”, sería injusto no recordar la palabra escrita -en franco alarde antropológico- por el ilustre doctor Haggard: “Yo quiero que mis hijos vean al hechicero/…/y le reconozcan como al que nos ha legado la base de casi todo lo que se ha llevado a cabo en la medicina moderna, /…/” (de El médico en la historia).
LA NACION