26 Aug García Ferré, un creador que nos alegró la infancia
Por Pablo Sirvén
Los que tenemos de cincuenta y tantos años para arriba, todo s llevamos impregnadas en la memoria y en el corazón las amorosas marcas de Manuel García Ferré.
Con su partida, anteayer , se va una parte de nosotros mismos, pero nos queda el recuerdo y toda su vasta producción que nos hizo pasar tan buenos momentos. Sin duda, servirá de inspiración para quienes quieran seguir su camino, algo urgente ya que el dibujo animado argentino acaba de quedar huérfano.
Sus personajes amables, de trazos sencillos -una galería casi infinita encabezada por Anteojito, Hijitus, Petete, Trapito, Pantriste y muchos más-, cayeron como pétalos dulces sobre varias generaciones de argentinos que crecimos amándolos, viendo sus películas, leyendo sus revistas y deseando atesorar el merchandising infinito que generaron.
Anteojito.
¿Cómo olvidarse de sus muñequitos en miniatura dentro de los chocolates Jack o las distintas series de figuritas con sus queribles criaturas? ¿Cómo no enamorarnos del hada Patricia, cuando llegaba con su vestido de fiesta de 15 y su varita mágica para embelesarnos?
Manuel García Ferré fue uno de esos seres extraordinarios que venían en envase simple. No se hacía notar ni trataba de sobresalir y hablaba suave.
Anteojos, bigote, boina y una sonrisa delicada. Siempre alejado de lo estentóreo y sobrio a más no poder. Siempre con una libretita y lápiz en el bolsillo por si escuchaba o veía algo que después pudiera inmortalizar en algunos de esos queribles mundos paralelos que nos regaló.
En los Estados Unidos, con otros recursos técnicos y presupuestos más abultados, le hubiese podido competir de igual a igual al mismísimo Walt Disney, por prepotencia de trabajo, por la rica gama de personajes que nos legó y por la moderna versatilidad con que supo manejarlos con mano diestra.
Pero aun con las limitaciones de aquí, logró con Hijitus, el primer dibujo animado para la TV, imponerse a sus pares norteamericanos y a partir del hit musical de María Elena Walsh de la tortuga Manuelita, armó una versión animada para la pantalla grande que resultó ser una de las películas más taquilleras de la historia del cine argentino (casi con 2.400.000 espectadores). En 1999 les ganó a superproducciones como Tarzán y a La guerra de las galaxias.
Marcado por las angustias de la Guerra Civil Española, en un hogar republicano donde la comida no sobraba, Manuel García Ferré pudo ser feliz muy lejos de su Almería natal, en esta Buenos Aires que lo acaba de perder, pero sin abandonar nunca del todo un dejo de melancolía y profundo humanismo.
Aquellas limitaciones impuestas por la política de la sinrazón, donde media España odiaba y quería ver muerta a la otra mitad y la consecuente falta de un trabajo estable para su padre, le impuso desde chico algo que se le hizo carne casi como un deber hogareño: ser el gracioso de la familia, el que trataba de hacer reír a sus progenitores.
Esa chispa, por un lado, y los colores intensos del Mediterráneo, por el otro, fueron la fragua precisa para que empezara a cocinarse a fuego lento el gran artista del dibujo y de los personajes para chicos que empezó a asomar, a poco de llegado a la Argentina, en 1947, cuando el primer gobierno de Juan Domingo Perón llevaba unos pocos meses en el poder.
Se metió en arquitectura unos años, pero lo suyo estaba en otra parte. Trabajando para agencias de publicidad, pronto emergió la veta que le daría sentido a su vida: cortos animados muy simpáticos como los de la gallina de Fanacoa, la familia Mantecol, los gatitos de las lanas San Andrés y los quesitos Adler, cuyas formas, evidentemente, lo inspiraron para hacer las caras ovaladas de sus hijos predilectos, Anteojito e Hijitus.
Había en García Ferré una innata veta chaplinesca, refrendada por su admiración hacia el hombre del bastón y del bombín, que se vio reflejada en algunas características fundantes de sus creaciones más notables.
El origen modesto y la humildad son rasgos que se repiten como un leit motiv en sus principales personajes. Ya marca esa impronta Pi-Pío, que estrenó en Billiken, en 1952, el primero de todos, un pollito linyera que, como se le quedó atrancado el cascarón cuando nació, lo usó de vestimenta. Pero luego el linyerita se convierte en un sheriff justiciero. Algo parecido le pasa a Hijitus, un chico de la calle que vive en un caño, y en origen, personaje secundario de Pi-Pío, que luego se independiza, y García Ferré le da su propio entorno lleno de contrastantes personajes (una banda de malos y torpes comandada por el profesor Neurus e inútiles asistentes, como Pucho, Serrucho y, la gran estrella, Larguirucho, cuya dualidad -fluctuaba entre los buenos y los malos- le dio una vida extensa, que terminó con revista propia y hasta coprotagonizando con Soledad Pastorutti, el último gran trabajo en cine de García Ferré).
Hijitus, como Pi-Pío, también mantiene esa dualidad, de pobre, “pero con algo más”. Cuando alguien necesita de su ayuda, sale por arriba de su sombrero de lata convertido en un superhéroe que vuela.
Pi-Pío, Calculín (el niño que por cabellera lleva un libro abierto) e Hijitus carecen de padres, pero Anteojito, al menos, tiene un tío, Antifaz, que cuida de él. Ambos personajes contaron con sus respectivas revistas y tuvieron desarrollo multimediático con programa de TV y película.
Anteojito fue un fenómeno editorial que atravesó cuatro décadas y modernizó la propuesta infantil de Billiken, que hasta su aparición en 1964 reinaba en soledad. La revista seguía los planes escolares, pero también ofrecía juegos, historietas y los troquelados con que los chicos se divertían cortando y pegando. Con la revista Muy Interesante, el gran autor se anotó otro triunfo singular.
Se fue García Ferré, pero en el rincón de niño que todos conservamos, no importa la edad que tengamos, seguirán tintineando los “intríngulis-chíngulis”, el “sombrero, sombreritus”, el “bla más fuerte que no te escucho” y “el libro gordo te enseña, el libro gordo te enseña”, un candor que suaviza ciertas asperezas de la vida.
LA NACION