El gallo degollado

El gallo degollado

Por Daniel Balmaceda
Navarro, el 13 de diciembre de 1828, Manuel Dorrego supo que minutos después enfrentaría un pelotón de fusilamiento que obedecía las órdenes de Juan Lavalle. El condenado se apuró a escribir unas líneas a su mujer, Ángela Baudrix:
“Mi querida Angelita:
En este momento me intiman que dentro de una hora debo morir; ignoro por qué; más la Providencia divina, en la cual confío en este momento crítico, así lo ha querido. Perdono a todos mis enemigos y suplico a mis amigos que no den paso alguno en desagravio de lo recibido por mí.
“Mi vida: educa a esas amables criaturas: sé feliz, ya que no lo has podido ser en compañía del desgraciado Manuel Dorrego.”
También envió esquelas a las dos amables criaturas, sus pequeñas hijas:
“Mi querida Angelita: te acompaño esa sortija para memoria de tu desgraciado padre.”
“Mi querida Isabel: te devuelvo los tiradores que hiciste a tu infortunado padre.
“Sed católicas y virtuosas que esa religión es lo que me consuela en este momento.”
Garabateó otro par de cartas apresuradas y se dispuso a morir. Las notas, los tiradores, la sortija y otras pertenencias llegaron a Buenos Aires, a la casa de los Dorrego al día siguiente, cuando el comisario Pedro Casarino, acompañado de un sacerdote, dio la terrible noticia a las tres mujeres. La viuda y sus hijas pasaron tiempos de apremio. A pesar de que se realizaban homenajes constantes a Dorrego, ellas tardaron 16 años en recibir una pensión. Aprovecharon sus conocimientos y paliaron el mal tiempo trabajando de costureras.
Isabel, la mayor de las hijas, sobrevivió a su madre y a su hermana. Vivió por años en Chile 785, entre Chacabuco y Piedras. La llamaban la Solitaria porque nunca se la veía más que con un negrito que la acompañaba a misa, las pocas veces que salía. Nunca formó familia y siempre vistió luto. De todas maneras, la numerosa descendencia de Angelita más otros parientes y amigos solían visitarla una vez al año: los 13 de diciembre, cuando se evocaba un nuevo aniversario de la muerte de su padre. Por ser vísperas del verano, un criado servía refrescos. Doña Isabel se ubicaba en un antiguo sillón y a su alrededor se acomodaban los más pequeños. Una mediana cruz de oro era el único accesorio en su vestido negro.
En un momento de la reunión, la anciana llamaba con una campana al criado que servía los refrescos y en secreto le daba una orden. El moreno salía presuroso para regresar con una bandeja de plata. Encima, un plato de loza blanco portaba la cabeza de un gallo recién degollado. Entonces, Isabel Dorrego decía: “Es la cabeza de Lavalle”. Y todos guardaban silencio.
Esta costumbre se mantuvo por años, alrededor de 50. En aquella casona de la calle Chile con techo a dos aguas se criaban gallos. Uno era elegido para cumplir el papel de verdugo de Dorrego cada 13 de diciembre.
LA NACION