Duelos verbales

Duelos verbales

Por Astrid Pikielny
Oriana Fallaci sabía de guerras y combates. No porque como periodista hubiera cubierto los conflictos bélicos más importantes de la segunda mitad del siglo XX, entre ellos Vietnam y Medio Oriente. Tampoco porque hubiera librado una guerra contra un cáncer de mama que nunca la intimidó y que, finalmente -y después de varios años-, terminó con su vida. Oriana Fallaci sabía de batallas porque, como nadie, practicó la entrevista periodística como una de las formas del duelo y la confrontación: torear y azuzar para incomodar, acorralar y develar.
Así lo hizo con los líderes mundiales que dominaron la historia de los años sesenta y setenta, y decidieron los destinos del mundo. Henry Kissinger, Golda Meir, Yasser Arafat, Hussein de Jordania, Indira Gandhi, Mohamed Reza Pahlevi y Nguyen Van Thieu, entre otros, integran la lista de veintiséis políticos a los que esta periodista florentina sentó frente a su grabadora después de una investigación pormenorizada del personaje y la historia.
Cada una de estas entrevistas es, todavía hoy, no sólo una pieza literaria, a caballo entre la historia y el periodismo, sino además un retrato del poder, que ella decía abominar. Sus preguntas, sin embargo, punzantes y teatrales, fueron también un modo de ejercerlo. Temible e indómita, Fallaci ejerció magistralmente la tiranía de la repregunta y dejó una marca indeleble en la historia del periodismo.
El retrato que precede cada una de las entrevistas acompaña y enriquece el reportaje periodístico con una semblanza del personaje. Ésta incluye no sólo los detalles y las circunstancias en las que se realizó el encuentro sino también el impacto que ese reportaje generó en su contexto histórico y político. De este modo, el lector se enterará de las condiciones insólitas que el todopoderoso Henry Kissinger le impuso a Fallaci, el subsiguiente duelo entre la periodista y el entrevistado, y el enojo del presidente Richard Nixon con algunas de las declaraciones de su secretario de Estado; del despliegue de los dispositivos de seguridad -e intimidación- en torno al encuentro con el líder palestino Yasser Arafat, que además brindó la entrevista con el fusil en la espalda; y del misterioso robo de las cintas que registraron las más de tres horas de conversación entre Fallaci y la estadista y primer ministro de Israel, Golda Meir. El hurto de esa entrevista generó un nuevo encuentro entre esas dos mujeres, y el resultado final de ese retrato íntimo y político de una mujer pública en un mundo de hombres es de una eficacia y una belleza conmovedoras.
“Se hace difícil reunir en una sola vida y en una mujer pequeña y poco robusta una colección tan monstruosa de experiencia, de cosas vistas, de encuentros con personalidades de las más diversas actividades, de tragedias, de muertes, de campos de batallas, de gente que ha hecho y deshecho la historia de la última mitad del siglo XX”, dijo sobre la italiana el escritor Furio Colombo.
El libro concluye con una entrevista al político y poeta griego Alejandro Panagulis, fundador y jefe de la resistencia griega, el movimiento que los coroneles nunca pudieron destruir. Luego, fue compañero de vida de la periodista hasta el 1 de mayo de 1976, “al morir él en un simulado accidente automovilístico que el poder se apresuró a calificar hipócritamente de desgracia fortuita”, escribirá Fallaci.
No es azaroso que esta entrevista esté ubicada al final: Panagulis es, en muchos sentidos, la contrafigura de los otros veinticinco entrevistados y encarna la lucha contra un poder siempre omnímodo y aberrante. En este caso, la temible Fallaci depone las armas del hostigamiento y se entrega, conmovida, a la historia de Panagulis: un himno a la libertad que ni los años de cárcel, espionaje y torturas pudieron acallar.
Todos estos reportajes realizados en los años setenta para L’Europeo , compilados para un libro por primera vez en 1974 y hoy reeditados nuevamente, han resistido estoicamente el paso del tiempo y se resignifican como un palimpsesto, en tiempos en los que algunos eligen las comodidades de un periodismo cortesano, vasallo y adulador.
LA NACION