Compendio de atrocidades

Compendio de atrocidades

Por Ana María Vara
La otra cara de la historia: la historia de los conquistados y de su incesante rechazo a ser incorporados. Eso es lo que se propone contar Richard Gott, periodista de The Guardian, en El imperio británico. Resistencia, represión y rebeliones. El resultado es un compendio de luchas y atrocidades que los tres sustantivos del subtítulo condensan en una serie consecuente: al intento de dominación sigue la resistencia, que provoca una represión feroz, que anuncia nuevas rebeliones. No hay misión civilizatoria, no hay consideración por derechos ajenos, no hay piedad: la maquinaria de guerra avanza sobre los cuerpos de las poblaciones dominadas.
“La creación del Imperio británico tiñó grandes porciones del mapa mundial con un rojo intenso”, señala Gott en alusión al alcance de la expansión y al color del uniforme imperial. “Aunque no era el objetivo, este color resultó singularmente apropiado, pues el imperio de Gran Bretaña se estableció y se mantuvo por más de dos siglos mediante el derramamiento de sangre, la violencia, la brutalidad, la conquista y la guerra.” El período considerado es relativamente breve, entre 1750 y 1850, pero el ámbito geográfico es considerable, porque corresponde al momento de afianzamiento del proyecto imperial, en que afianza sus posesiones en América, en Asia, en África, en Australia. Gott registra meticulosamente los primeros incidentes, las batallas, las masacres, las reubicaciones de población, y los organiza en un esquema cronológico.
Aunque está formado como historiador, ha dedicado su vida profesional a la prensa. Su libro está dirigido al gran público antes que a los especialistas. El argumento central es explícito: contra las visiones celebratorias o negadoras, Gott sostiene que la violencia fue parte constitutiva y sistemática de la historia del imperio británico. ¿Es una novedad? No para los historiadores. De hecho, casi no trabaja con fuentes primarias y tampoco aporta un marco sofisticado: si bien establece conexiones entre los movimientos en distintos rincones del imperio -por ejemplo, cuando narra la creación de nuevos “gulags” en Australia, tras la independencia estadounidense- el esquema general del libro es más acumulativo que explicativo o progresivo.
Lo que cuenta, obviamente, tampoco es una novedad para los conquistados, que hoy celebran a líderes revolucionarios que fueron perseguidos en India, en Sri Lanka o en Sudáfrica. Como en el caso de Makana, el jefe xhosa que fue confinado de por vida en Robben Island, tras encabezar, en 1819, una avanzada con 10.000 guerreros contra la guarnición de Grahamstown; la misma pena recibiría su descendiente, Nelson Mandela.
¿Cuál es su aporte, entonces; el sentido de su trabajo? Gott pretende acumular suficiente evidencia como para influir en la opinión pública británica y modificar la percepción del pasado. Cree que, en algún momento, los líderes del imperio “serán considerados, junto a los dictadores del siglo XX, como los autores de crímenes contra la humanidad en una escala infame”. De las diez secciones del libro, que abarcan desde el avance de la frontera colonial en América del Norte en 1755 hasta un motín clave en la India en 1858, se destacan la cuarta y quinta, atravesadas por la gran historia mundial. Gott analiza la dinámica interacción entre Gran Bretaña y Francia como potencias coloniales tras la toma de la Bastilla. Como en todo el libro, su posición es nítidamente crítica: “Luchando contra el país que había escrito la Declaración de los Derechos del Hombre, los británicos comenzaron a construir un imperio que mantendría esos derechos fuera de la agenda. Concebido en una década de revolución, su ampliado imperio fue contrarrevolucionario desde el comienzo”.
Ahora bien, ¿cómo fue recibido El imperio británico en su país? El comentario de William Jackson, de la Universidad de Leeds, en el Journal Reviews in History es muy revelador. Hacia dentro de la academia y aunque reconoce su “partidismo”, destaca el carácter “pionero” y las líneas de trabajo que abre para futuras investigaciones. Hacia afuera, realza su valor “correctivo” y el hecho de que provea “amplios recursos para quien quiera entrar con discusión con Ferguson et al. “. Jackson alude a un núcleo de historiadores de alto perfil que se reconocen neoimperialistas, con el escocés que da letra a los ultraconservadores del Tea Party estadounidense a la cabeza.
La historia y cómo contarla constituye la identidad de una nación, esa “comunidad imaginada”, en la descripción de Benedict Anderson. Es decir, hace a su presente. La actitud del primer ministro David Cameron frente al tema Malvinas muestra la persistencia de los reflejos imperialistas en Gran Bretaña. Con coherencia sostenida, Gott integra el South Atlantic Council, un grupo de intelectuales creado en 1983 que promueve conversaciones entre las “tres partes” involucradas: los gobiernos de la Argentina y Gran Bretaña, además de los isleños.
“Si los británicos de hoy quieren construir un patriotismo abierto a todos, en algún momento van a tener que incorporar la maligna experiencia imperial en el retrato de su pasado nacional”, advierte Gott. En ese sentido, esta contrahistoria de iroqueses, aborígenes australianos, árabes, indonesios, indios, afganos, que apenas parece rozar la nuestra, en realidad es uno de los volúmenes que más puede hacer por la resolución de un conflicto anacrónico, que proyecta los fantasmas del siglo XVIII en el XXI.
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