Una desesperada búsqueda de silencio para fóbicos del ruido

Una desesperada búsqueda de silencio para fóbicos del ruido

Por Loreley Gaffoglio
“En un futuro la gente va a pagar por silencio”, me anunciaba con tono profético la psicóloga Pilar Sordo, mientras Buenos Aires trepaba al cuarto puesto mundial entre las urbes con mayor contaminación sonora del planeta. Nada de falsas modestias. Adelantados como somos, los porteños nos acomodamos detrás de Tokio, Nagasaki y Nueva York en la pole position del ruido.
No hay mediciones sobre los niveles de estrés auditivo, pero la propia experiencia asume a veces cierto “rigor científico”, suficiente para el autodiagnóstico: en los últimos meses, las 13 alertas sonoras de mi celular; el ping masterizado de la PC anunciando sus 700 mails diarios; los teléfonos gritando “¡atendeme, no ves que sueno!”; la TV parlante de la Redacción, con la Presidenta que gruñe, Moreno que aúlla, y el coro político esparciendo violencia y toxicidad. Hay más: el rugido de aceleradas y chirridos de frenadas camioneras por Madero; los bocinazos de los rehenes en eso atascos; el bombo y la pandereta del piquete en Alem frente al Ministerio de Trabajo; la conversación del de al lado y la mía propia (alta, me dicen, porque ya estoy sorda) convirtieron esa música laboral en una auténtica fobia. Hilar un pensamiento simple es una victoria. Escribirlo, una proeza.
El dilema del estrés es que luego deviene en irritabilidad. Y va in crescendo . ¿A quién le gusta sentirse King Kong en la jungla asfáltica cuando se puede ser mariposa? Hallar silencio, entonces, era la misión. Indagué: para poder experimentarlo debía primero silenciarme yo. El aislamiento eremita estaba descartado. En un radio más o menos próximo, la respuesta yacía en los retiros espirituales: el de los jesuitas en Casa Loyola, el del monasterio Trapense de Azul y el de un curso de tres días en Cañuelas, bautizado “El arte del silencio”.
El primero insumía siete días de mudez. En el segundo mi presencia estaba “vedada” por no integrar un matrimonio o no ser varón. El tercero, dictado por la fundación El Arte de Vivir, me exigía $ 1700, tres días de residencia bucólica y haber completado un curso anterior. Sin más información que ésa, me inscribí, pagué, y me abrí a la sorpresa. “A lo inesperado”, como me había aconsejado Carlos Páez Vilaró.
“Acá todo, todo se comparte”, me dijeron al arribar al predio de Smata y pedir mi habitación. Había finalmente llegado a Cañuelas -con dos frazadas, dos almohadones y ropa para tres días, según las instrucciones-, después de ¡cuatro horas!, sorteando un diluvio y el vuelco de un camión en la ruta 5.
Pero ¡acá estoy! A salvo del ruido y del estrés. Ávida por zambullirme en mi propio silencio y en la mudez colectiva. No estoy sola: otras 100 personas me acompañan, entre ellas, mis roommates : dos paraguayas, madre e hija, que hablan en guaraní y que soportaron 18 horas de ómnibus más otras cinco desde Retiro para llegar hasta aquí. Hay médicos, jubilados y universitarios, empresarios y amas de casa y hasta un líder gremial. Hay además una estrella: la española Beatriz Goyoaga, cuya voz guía escucharé sin tregua en un gran salón comunitario los tres días, entre maratones de respiración, meditación y satsangs . Ella es ocurrente, empática, eximia narradora oral, se nota que sabe sobre bienestar y espiritualidad y parece enamorada de Ravi Shankar. A pesar de que los videos del gurú que nos muestra tengan un implacable efecto narcótico y de que el silencio en la sala se invada de sonoros ronquidos.
El silencio es la presencia del ser, deduzco de lo que dice el gurú en la pantalla. Es más fuerte que las palabras. En él uno encuentra su verdad. Pero el desafío mayor no será apagar la propia voz, sino silenciar la mente. Cualquier lectura, interacción tecnológica y hasta el poder desahogar pensamientos en un papel están vedados. Vivo el exilio de los estímulos habituales. Cuando no estamos respirando o meditando, camino por el inmenso parque, escucho las competencias sinfónicas de garzas, calandrias y benteveos y leo cuanto cartel o etiqueta encuentro. La abstinencia de lectura me corroe. Me falta ese diálogo vital, al menos antes de dormir. Vulnero una de las reglas. Leo una y otra vez el título de tapa de uno de los tres libros que llevé: Los barcos se pierden en tierra .
En el comedor a nadie le cuesta coexistir delante de un otro a quien no se le va a hablar ni a mirar. Eso relaja; hay sintonía de auténtica comunión. Alcanzo el recogimiento y el estado contemplativo hacia adentro. Sólo percibo la complicidad de cien cubiertos golpeando la loza del plato, el glu glu glu del que toma agua y el rasqueteo metálico del cucharón en la olla para servir una sopa color mostaza. Por el gusto, intuyo que debe ser mezcla de papa y lentejas licuadas.
Llevo un día haciendo un silencio que disfruto y no me cuesta. Sin embargo, un pensamiento ubicuo me acecha: “Me quiero ir”. No lo digo para mofarme de Lorenzino. La comida me parece abominable y no por el menú vegetariano. En mi cuarto respiro frío y humedad y la convivencia me resulta incómoda al tener que ignorar pautas de limpieza. Lo peor de todo es tener que atornillarme cada día 10 horas a una silla baja, al ras del piso. Tengo el cuerpo entumecido. A pesar del yoga a las 6.30, de las escasas incursiones a un parque deslumbrante con árboles centenarios, y de las largas y bienvenidas sesiones de respiración y meditación. Son ellas la puerta de entrada para zambullirse en el ser, “eliminar la basura mental”, erradicar la violencia interior, y promover el voto existencial de concordia, buen trato, compromiso con el otro, ética, alegría y amor como ágape, según lo acuñaron los griegos. El propósito me parece encomiable. ¿Habrá algún K aquí?
Sobre mi deseo de huir, sé que soy la única en sentirlo. Lo sé por los mensajes que Beatriz lee a la noche. Además, ella hace imposición de manos sin prometer resultados a quienes nos duele la cabeza. “Es por la liberación de toxinas” con la respiración, explica. Pero hay algo más que dice que me resulta clave y produce en mí un cambio copernicano: “Hay que expandir el área de confort. Aprender a disfrutar de lo que hay, aquí y ahora”. Sospecho que muchas de mis quejas tejen el entramado de mi propia resistencia. ¿A qué? A lo que no me es familiar, al escepticismo con el que me ha doctorado mi profesión. Una habilidad convertida en eficaz arma de subsistencia. Hay un culto implícito a Shankar que yo rechazo, igual que su concepto de “desapasionamiento”. Ése de hacer a un lado el fuego interior al hacer cosas para poder moverse con serenidad, sin perder el centro. Pero sí le reconozco los efectos positivos de su método e ideario. Lo que se diga, en nombre de quien se diga, para erradicar las formas extendidas de la agresión, es siempre loable.
Es domingo, últimos ejercicios con compañeros al azar y comenzamos la cuenta regresiva para recuperar el habla. Nadie quiere hacerlo. Descubro mucha belleza en la interacción con los otros. El brillo que destila la “gente buena”, con pureza de corazón. Esa misma que hace años milita en El Arte de Vivir, comprometida -a fuerza de aprendizaje y evolución- con actos de servicio, con una ética sólida y con la generosidad en el dar sin retribución.
En eso pienso en mis últimos minutos de exilio del ruido: guardar silencio es poner un telescopio en el centro del ser. Es, al recuperar la calma, poder hundirse en el sosiego como si fuera el colchón de una nube. Es en el silencio, cuando es de calidad, donde uno también encuentra su verdad. El tipo de paz y de claridad que ninguna contaminación sonora podrían jamás boicotear.
LA NACION