21 Jul El aura gloriosa de los perdedores de novela
Por Pieter Steinz
Últimamente he reflexionado mucho sobre la literatura neerlandesa. Y sobre lo que conozco de la literatura argentina, que no es mucho, puesto que, de la amplia oferta literaria del país, sólo he leído novelas de Julio Cortázar, de Manuel Puig y de Ernesto Sabato, además del poema Fausto de Estanislao del Campo (porque escribí un libro sobre la figura de Fausto a través de los siglos), los cuentos de Borges y mi favorito,Crónicas de Bustos Domecq.
Por supuesto, se podrían establecer muchísimas diferencias entre la literatura de la pequeña Holanda y la gran Argentina: la literatura del gaucho frente a la del pequeño comerciante; las epopeyas pampeanas frente a los libros para chicos, llenos de prados con acequias; el realismo mágico frente al ambiente del cuarto de estar holandés; la literatura de emigrantes que huyeron de las dictaduras de la Argentina frente a la literatura de inmigrantes que encontraron un refugio en Holanda. Sin embargo, hay al menos tres coincidencias que llaman la atención.
Primero: Jorge Luis Borges ejerce igual influencia en ambos países; en la década de 1970, en Holanda, hubo incluso una corriente -los denominados Academistas- que elevó el posmodernismo filosófico de Ficciones a la categoría de ejemplo edificante.
Segundo: la reina Máxima conoce ambas literaturas y según dice le gusta leerlas por igual.
Tercero: las dos grandes literaturas nunca han recibido el Premio Nobel de Literatura y miran con envidia a los países vecinos que sí han resultado agraciados… en ocasiones más de una vez.
Y no es que Holanda ande escasa de buenos autores. Al igual que la Argentina, siempre hay algún “eterno” candidato al premio Nobel al que cada año se le escapa la ansiada distinción de las manos. En los años cincuenta y sesenta del siglo XX fue Simon Vestdijk, un autor polifacético que, como sentenció un crítico, “escribía más rápido de lo que podía leer Dios” y que alternaba obras maestras autobiográficas con novelas históricas e incluso obras mágico-realistas. En la década de los años setenta le tocó el turno a Hella S. Haasse, que cosechó varios éxitos, sobre todo en los países del Mediterráneo y en Escandinavia, con complejas novelas históricas y obras de ensayo contemporáneo. En los años ochenta y noventa le tocó el turno a Harry Mulisch, conocido por El atentado y El descubrimiento del cielo , novelas de corte filosófico moral que se leían como si fueran libros de aventuras. Y en el siglo XXI tenemos a Cees Nooteboom que, a sus ochenta años, sigue viajando incansable alrededor del mundo y recogiendo premios aquí y allá por su vasta obra en la que la literatura de viajes y los ensayos filosófico-culturales compiten en importancia con sus melancólicas novelas y su inteligente poesía.
Trinidades de escritores
Vista la calidad de Vestdijk, Haasse y Nooteboom puede resultar extraño que no se los haya incluido entre los que son considerados los Tres Grandes de la literatura de la posguerra que, admitámoslo, fueron “aupados” un poco arbitrariamente. Ese honor se concedió sólo a Willem Frederik Hermans, Gerard Reve y Mulisch, el más joven de los tres. Los tres fueron innovadores, no sólo en el ámbito de la literatura sino también en el social. Experimentaron con estilos clásicos, como las novelas epistolares y el ensayo literario. Escribieron novelas incomparables que denunciaban sobre todo la tenue frontera entre buenos y malos durante la Segunda Guerra Mundial. Y no se mordían la lengua. Las novelas irónicas de Gerard Reve sobre el amor entre personas del mismo sexo constituyeron un factor importante en la emancipación de los homosexuales en la década de 1960. Los ensayos periodísticos de Mulisch juzgaban la mentalidad autoritaria de la Holanda pequeñoburguesa. La obra maestra existencialista de Hermans – Siempre tengo razón- provocó incluso un juicio (ordinario) por “agravios contra los católicos de Holanda”.
La idea de los Tres Grandes sigue siendo algo a tener en cuenta en el mundo literario holandés. Tras la muerte de Hermans (en 1995), Reve (2006) y Mulisch (2010), los diarios y las revistas de actualidad se lanzaron a la búsqueda de los nuevos Tres Grandes. Era evidente que Nooteboom debía ser uno de ellos. Pero sobre los otros dos se entablaron enconados debates. Hella Haasse, fallecida en 2011 a la edad de noventa y tres años, quedó descartada pronto. A. F. Th. van der Heijden se encontraba sin duda entre los candidatos al ser uno de principales estilistas modernos, creador de un admirable ciclo de novelas que comenzó con las revueltas durante la coronación de la reina Beatriz -hará treinta y tres años- y autor de una desgarradora “memoria” sobre la muerte de su único hijo. Y el número tres tenía que ser Arnon Grunberg, niño prodigio de la literatura neerlandesa actual, un novelista que aúna con elegancia una visión cínica de la vida con un sentido superior de la tragicomedia.
En una vida anterior, cuando era crítico para el suplemento de literatura del prestigioso diario holandés NRC Handelsblad, tuve que escribir un artículo sobre lo típico de la literatura holandesa: ¿Qué caracteriza a la prosa y a la poesía de nuestro país? Empecé mi artículo rememorando un gran trauma de nuestra historia contemporánea: la derrota de Holanda en la Copa del Mundo de Fútbol en 1974, símbolo de la obsesión holandesa con la derrota, su tendencia a deleitarse reafirmando su propia incapacidad. Quizá piensen ustedes que el pueblo holandés también está agobiado por la derrota en la final del Mundial de 1978 contra la selección argentina de Mario Kempes (y en efecto: yo todavía sueño a veces con el balón que lanzó nuestro delantero izquierdo Rensenbrink y que se estrelló contra el poste, justo antes del final del tiempo reglamentario). Sin embargo, el impacto de aquella derrota no fue nada comparado con la derrota anterior frente a Alemania Occidental en 1974, el anticlímax de un torneo en el que la Naranja Mecánica de Johan Cruyff había arrasado.
Casi cuarenta años después, los ánimos no se han apaciguado. “Múnich 1974” sigue apareciendo con regularidad en diarios, libros, películas y obras de teatro, y cada pocos años se vuelve a analizar el partido en documentales televisivos. Holanda sigue echándose sal en la herida con el mismo fanatismo con que el equipo perdedor fue recibido en 1974 como triunfador moral (diez mil personas se agolparon para recibir a los jugadores en el aeropuerto de Schiphol; luego éstos fueron condecorados e incluso bailaron una polonesa en los jardines de la residencia del presidente del gobierno). Por muy dolorosa que fuera la derrota, sigue siendo irresistiblemente heroica. Como dijo el columnista Jan Mulder en Brilliant Orange , el clásico de David Winner sobre “el arte, la fuerza y la vulnerabilidad del fútbol holandés”: “Seguimos hablando de aquel maravilloso equipo que perdió, precisamente porque perdió. Si hubiese ganado, sería menos interesante, menos romántico”.
En Brilliant Orange -un libro que relaciona, entre otras cosas, la espacialidad del fútbol holandés con los pólderes del ingeniero hidráulico Cornelis Lely y los sobrios cuadros de Pieter Saenredam-, Winner proclama el “undécimo mandamiento” para los holandeses: jugarás bonito, ganar es secundario. Puede que sea herencia del calvinismo o un resultado de la doctrina de la predestinación (que recalca la inmutabilidad del destino), pero la cultura holandesa siente simpatía por los perdedores. Son ellos quienes se llevan las palmas: siempre y cuando hayan muerto bellamente o, al menos, hayan perdido con estilo. Pues un vencedor es bueno, pero un perdedor es mejor: un perdedor fascina.
En el campo holandés canta el rey perdedor, “con el cielo encapotado y el sol sofocado en vapores grises multicolores”, escribió Hendrik Marsman en el poema más famoso de la literatura neerlandesa. Lo que importa en Holanda no es llegar al final, sino la gracia que se pone en el intento, ya sea en la vida cotidiana, en la cultura popular y, por excelencia, en la literatura. Así, en la elección, hace quince años, del Poema Favorito de Holanda, los más votados fueron los versos sobre la inutilidad y sobre perdedores heroicos. El poeta más popular (con siete poemas entre los cien principales) fue J. C. Bloem. Textos como “Todo es mucho para alguien que no esperaba gran cosa” y “Podría haber sido muchísimo peor” lo convierten en el precursor del ” blues del pólder”. Muy significativas son también las buenas notas alcanzadas por “El jardinero de la muerte”, de P. N. de Eyck (un criado que intenta con valentía, pero en vano, escapar a caballo de su destino).
Y luego la prosa. Mientras que el estilo de la novela holandesa media se caracteriza por la contemplación y el miedo al lenguaje coloquial, el argumento suele girar en torno a un protagonista que fracasa. El canon de la literatura moderna -desde el pionero del siglo XIX, Multatuli- es un desfile de heroicos fracasados e idealizados perdedores, partiendo del idealista Max Havelaar de la novela homónima de Multatuli a las figuras centrales en la obra de Thomas Rosenboom. Y eso que no incluimos la obra del holandés honorífico, Willem Elsschot, el escritor flamenco creador de personajes que se esfuerzan en vano. Su famosa novela Queso es holandesa a más no poder, no sólo por su título sino también por su protagonista, que lo tiene todo para convertirse en un comerciante de peso y que, a pesar de ello, fracasa.
Pequeños titanes
“Ser un gran poeta y luego caer” es el lamento recurrente en “Pequeño poeta” de Nescio, una de las historias más holandesas del pasado siglo. No se trata de llegar a ser un gran poeta y seguir siéndolo. No. Para Nescio, y para sus lectores, basta con que alguien con talento lo intente. Para los protagonistas de sus historias, el éxito es tan secundario como para la selección holandesa, pues lo que cuenta es el “carácter”, como el título de una famosa novela de Ferdinand Bordewijk. El pequeño poeta acaba volviéndose loco y muere, pero aun así es un héroe, como los pequeños titanes de otra famosa novela corta de Nescio, admirados por generaciones de lectores porque sucumbían heroicamente frente a la burguesía.
Esta línea puede prolongarse. En su novela nihilista Las noches (1947), Gerard Reve, un admirador de Nescio, dio vida a un “pequeño titán” de posguerra que era grande a la hora de proclamar su innata cualidad de perdedor. Willem Frederik Hermans consagró las más bellas novelas de la literatura de posguerra – El cuarto oscuro de Damocles y No dormir nunca más – a dos perdedores sin remedio: un geólogo embarrancado y un héroe de la resistencia, a la par que colaboracionista. Arnon Grunberg, Herman Koch, Gerbrand Bakker y Jan van Mersbergen (todos estuvieron presentes en el pabellón holandés de la última Feria del Libro porteña) crearon una obra basada en las formas tragicómicas de estos arquetipos.
Por supuesto, la glorificación del perdedor no es lo único que caracteriza a la literatura neerlandesa moderna. También podría haber hablado del “realismo de cuarto de estar” que, como herencia de los grandes pintores, dominó la novela neerlandesa durante mucho tiempo. Podría haberme explayado sobre la tremenda influencia que tuvo la Segunda Guerra Mundial en la generación de los Tres Grandes, e incluso después. Podría haber prestado atención al papel que desempeñaron las Indias Neerlandesas en nuestras letras, al ser la primera representación importante de la literatura de inmigrantes. También podría haber abordado los ataques contra la religión, “la fe de nuestros padres” de toda una generación de escritores de los años sesenta y setenta, entre ellos Jan Wolkers (el autor de la recientemente traducida Delicias turcas ). Podría haber disertado sobre el surgimiento del ensayo literario en los últimos veinte años, o sobre la competencia con la floreciente literatura neerlandesa en Flandes en la última década. O sobre el hecho de que la enorme variedad de los libros escritos en los últimos años en Holanda equivale a un todo vale literario que ha demostrado ser muy fructífero.
LA NACION