18 Jul Andy Fogwill: “Ya no lucho más contra el sistema”
Por Violeta Gorodischer
Una fachada sobria (¿florería?, ¿salón de eventos?) disimula lo que se encuentra al cruzar la puerta de Landia, la productora donde Andy Fogwill (42) juega su rol de Don Draper vernáculo. Aunque es confeso enemigo de las series, todo, desde la estética impecable en la que él no dejó nada librado al azar, hasta las asistentes solícitas, la madera como elemento dominante, las oficinas “flotantes” y hasta su propio vestuario fashionista crean una atmósfera que parece una mezcla de Mad Men con American Psycho.
Hijo del reconocido sociólogo y escritor Rodolfo “Quique” Fogwill y de una madre que fue primero modelo y más tarde psicóloga, absorbió de la cultura de los 90 esa estética fugaz del videoclip que, dice, le creó cierta idea de la vida y la velocidad. Bajo su dirección estuvieron Gustavo Cerati y los Illya Kuryaki, entre otros. Luego llegaron las publicidades para las grandes marcas. Y Landia, con oficinas en Buenos Aires, Madrid, Brasil y Los Ángeles, logró posicionarse como una de las mejores productoras de publicidad de Iberoamérica. “Vivo moviéndome”, dispara Fogwill, por si fuera necesario. Acaba de llegar de un viaje de trabajo e inspiración: después de estar en Sudáfrica por la campaña de las Olimpíadas, siguió por Bélgica, Amberes, París, Madrid y Suecia. Pero antes que “publicidad”, asegura, prefiere definir lo que hace como “ecología de la imagen”.
-¿De dónde sale ese rótulo?
-El mundo está muy poluído, también en cuanto a la imagen. La publicidad ya no es lo que era, está muy ligada a la tecnología y los contenidos. Frente a eso, mi trabajo es producir un contrapeso. Somos productores de fantasías. Trato de producir belleza.
-¿Qué serías si no fueras publicista?
-Quería ser arquitecto, pero dibujo muy mal, empezaba con un arma menos. Este edificio estuvo pensado también por mí. El cine y mi trabajo tienen mucho que ver con el movimiento.
-¿Qué hacés en el tiempo libre?
– Leo. Soy muy ecléctico, pero me gusta lo contemporáneo, argentino y europeo. Soy muy curioso. Disfruto de la deriva de la calle: me gusta caminar, soy urbano. La “psicogeografía” de los situacionistas franceses me encanta: pasear, encontrar librerías, bares, la bohemia.
-¿Te cuidás? ¿Hacés dieta?
– Sí, me cuido porque así pienso mejor. Cuando como sano tengo un hambre permanente que me hace estar voraz con la vida.
-¿Y con los viajes cómo hacés?
-Yo 4 meses al año estoy afuera. La verdad es que cuando entrás en el lag del avión se te desarma todo. Pero tengo picos. Lo mejor de cuidarse es el cuidado sobre vos mismo: que no te gane la vulgaridad de la existencia. El trabajo del director es muy físico: dirigir es convencer a la gente de que haga lo que querés. En las escuelas de cine deberían enseñar retórica.
-¿Tenés Twitter?
– Empecé a ver qué pasaba con una personalidad de Twitter, pero me angustié porque no lo entendí. A esas cosas hay que dedicarles sensualidad. Facebook tuve, pero el día que murió mi viejo el muro se transformó en un templo y no pude volver a entrar nunca más.
-¿Cuánta influencia tuvo tu papá en tu profesión?
-Cero, mi papá era enemigo del cine. Decía que lo más interesante de su literatura era que era infilmable. Él tuvo una agencia de publicidad en los 80 y mi mamá era modelo. A partir de ese cruce llegué yo, que de hecho protagonicé un comercial de bebés, de Nestún . Pero sí me acuerdo que en casa se levantaba el volumen durante la publicidad.
-¡Entonces sí te marcó!
-Y sí (risas), un poco me marcó. Aparte su oficina era muy linda. Pero a la vez éste sería el camino más obvio… De alguna manera, la bohemia con la cual me juntó, Leonardo Favio, Caetano Veloso, Spinetta, otros escritores, me llevó a estudiar cine. Después terminé en esto y me encanta. Es muy seductor: estás rodeado de deseo, te produce una vida un poco más sexy.
-Alguna vez te definiste como una persona de izquierda…
– Sí, me considero un hombre de izquierda. Por el lado de mi mamá, mi abuelo fue secretario de Trotsky. Fui al secundario en plena apertura democrática, era imposible no militar. Yo agradezco el aprendizaje de la dialéctica, esa esgrima discursiva.
-Pero el discurso clásico de la izquierda es que la publicidad genera necesidades que no tenemos, es la panacea capitalista?
– Sí, pero eso yo lo desestimé de entrada. Es un discurso vetusto. Ya no lucho más contra el sistema, no pierdo el tiempo. Trato de aportar mi grano de belleza al sistema. Soy sexualmente de izquierda, éticamente de izquierda, afectivamente de izquierda. Soy una persona dada, abierta, escucho.
– ¿Te sentís exitoso?
– Me siento excitado, me excita lo que hago, estoy rodeado de intensidad. Yo trabajo para clientes muy importantes, pero mi cliente más importante soy yo. Y con ese, todavía, estoy en deuda: sé que mi gran trabajo todavía no lo he hecho, tengo deseos por cumplir. Y a la vez eso hace que pueda seguir.
– ¿Cómo es tu familia?
– Yo me he criado en la disfunción familiar. Mi padre nunca creyó en el concepto de familia. A los 60, tenía un hijo de cinco años. “La vida es dar vida”, decía. Hoy trato de construir una familia. Tengo una mujer, que es directora de arte, un hijo de dos años y me lo llevo al hombro donde voy, trato de que viajen conmigo, que mi hijo no tenga una familiaridad vulgar.
– ¿Ves series?
– Estoy en contra de las series, su artilugio narrativo me parece una falacia. Veo algunas, como Mad Men , porque hoy expresan los avances tecnológicos y artísticos y a veces me piden referencias. Pero las series son una anestesia. Además yo tardo 50 segundos en leer una página de un libro. ¿Te imaginás el tiempo perdido viendo series?
– Te obsesiona el tiempo, ¿no?
– Es que odio la pasividad, los minutos muertos. Yo puedo estar ocioso, sin hacer nada, pero quiero que eso sea productivo. Esta charla con vos, para mí, es productiva: ahora se produce una energía. Tenemos que aprovechar lo que tenemos.
– ¿Próximos proyectos?
– Tengo el proyecto de una película que dirigiría yo. Falta un momento de maduración; el guión lo tengo escrito. Y bueno, en algún momento terminaré de perder el tiempo con eso.
LA NACION