01 Jun Wagner y Verdi, reconciliados
“Escuchamos a la noche el Réquiem de Verdi, una obra sobre la cual, ciertamente, lo mejor sería no decir nada.” Esto anotó Cósima Wagner en su diario el 2 de noviembre de 1875. El tiempo terminaría probando la independencia y la fortaleza de carácter de Cósima, pero esta vez la boca de ella articula las palabras de su marido Richard. Lo no dicho, aquello que se calla, resulta una censura mayor que cualquier cosa que podría decirse porque -parece dar a entender- no hace falta decir nada. Muchos años más tarde, en 1882 y ya en Venecia, la ciudad donde murió el alemán, consigna Cósima: “R. recordó una melodía de Verdi que escuchó cantada ayer como dueto en el Gran Canal; la canta para mí y se ríe a carcajadas con un arrebato semejante al de la rabia que se había permitido el día anterior”. Por debajo de la burla está el reconocimiento de la popularidad del aria verdiana, que cualquiera podía cantar o silbar en la calle, y acaso un punto de envidia por esa popularidad. Pero entre líneas resuena asimismo el eco de una disputa estética de proporciones colosales: la de cuál debía ser la condición del género lírico, una de las formas musicales por excelencia del siglo XIX.
Wagner
Los dos nacieron el mismo año, 1813, con una diferencia de algunos meses, y esa coincidencia cronológica propicia las comparaciones. Los wagnerianos -y especialmente una subespecie particular de ellos, los “bayreuthianos”- se sentían tal vez algo avergonzados frente a la condición arrebatadora de la melodía verdiana, que cualquier aficionado silbaba en la calle. Giuseppe Verdi fue siempre más tolerante e incluso admiró a Wagner hasta el punto de decir que el segundo acto de Tristán e Isolda era “la creación más sublime del espíritu humano”. Aun así, resistió hasta donde pudo la llegada de la música de Wagner a Italia. Juzgaba un error, como se verá más adelante, romper la tradición nacional. “Si nosotros, que procedemos de Palestrina, empezamos a imitar a Wagner, cometemos un crimen musical.” Habrá sido doloroso para Verdi que el director del tardío estreno italiano de Lohengrin , en Bolonia en 1871, fuera su amigo Angelo Mariani. El autor de Il Trovatore asistió de incógnito a esa función, partitura en mano, en cuyo margen anotó “loco”. Pero el hecho de que, en general, Verdi haya opuesto el buen humor a ese desprecio wagneriano no disimula que encontraron soluciones diferentes a los problemas de la ópera romántica, soluciones que por lo demás marcaron el destino de la ópera hasta la actualidad.
Verdi
Hubo una época en que la neutralidad parecía imposible: aun cuando Liszt vulneró esta norma (la circunstancia de estar vinculado familiarmente a Wagner y de compartir su poética no le impidió hacer maravillosas transcripciones para piano de la música verdiana), o se estaba en un bando o se estaba en el otro. Es cierto que ahora la mayoría de nosotros escuchamos una noche a Wagner y la siguiente a Verdi con la misma admiración, pero esto no implica que, entre los más radicales de ambos bandos, la disputa haya desaparecido. Por el contrario, el doble bicentenario volvió a ponerla en escena y existe un ejemplo muy reciente. Cuando, hace pocos meses, Daniel Barenboim decidió abrir la temporada 2013 del Teatro alla Scala de Milán con Lohengrin , se suscitó una áspera discusión. “La elección es un golpe al arte italiano, una bofetada al orgullo nacional en tiempos de crisis -se pudo leer en un indignado artículo del Corriere della Sera-. ¿Habrían los alemanes inaugurado el año Wagner con una ópera de Verdi?” Incluso hubo especulaciones, finalmente refutadas, de que la ausencia de Giorgio Napolitano, presidente de la República, en el exitosísimo estreno con Barenboim y Jonas Kaufmann era una protesta velada por semejante decisión.
¿Pero cuáles eran en el fondo las causas de la lejanía estética entre los músicos?
ENTRE DOS AGUAS
La frase de Verdi acerca de la tradición italiana tiene algo de verdad y podría extenderse a Wagner. En primera instancia, Wagner prolongó la línea de la ópera romántica alemana tal como la había encontrado en El cazador furtivo de Carl Maria von Weber; en segundo lugar, extrajo conclusiones imaginarias, aunque muy productivas e interesadas, de la Novena sinfonía de Beethoven, y además pretendió fundar, sin más, un nuevo género, el “drama musical”, en oposición a la tradición operística. Pensemos justamente en Lohengrin . Definida por Wagner como “ópera romántica”, Lohengrin encarna una paradoja que el musicólogo Carl Dahlhaus describe en su estudio Richard Wagners Musikdramen : un cuento fantástico trágico bajo la forma exterior de un drama histórico. La correlación de esas fuerzas iría cambiando. Acaso los dos hayan sentido que la ópera se encontraba, aun en sus tramas, en un momento de estancamiento. Ahí se dividen en principio las aguas: Wagner se hundió en el mito; Verdi, en la historia.
Afiches de distintas representaciones de las óperas de Wagner y de Verdi.
Sin embargo, el mito y la historia eran, de por sí, demasiado descarnados. Wagner y Verdi fueron además maestros del principio de individuación. Basta pensar en el Don Carlos verdiano. En el inicio del cuarto acto de la primera versión, Felipe II canta ” Elle ne m’aime pas! “, una de las arias más hermosas de toda la obra. La orquesta se pliega a las palabras: tras una breve introducción camarística de cuerdas, corno y fagot con el solo de chelo, se recorta sobre el trémolo de violines y violas el monólogo amargo de Felipe con el acompañamiento de la flauta. Se confiesa el monarca: “¡Ella no me ama! ¡No!/ Su corazón está cerrado para mí”. Y luego, como si recitara angustiado, en dúo con los chelos: “Si el rey duerme, la traición se trama/ ¡quieren robarle corona y esposa!” No podría imaginarse una definición musical y verbalmente más concentrada del asunto de la ópera entera: la indisolubilidad del drama político e íntimo, la continuidad entre el trono y la alcoba. Este vaivén entre lo público y lo privado, que está ya insinuado en el drama homónimo de Friedrich Schiller en el que se basó Verdi, se advierte quizá de manera más nítida en la versión francesa de la ópera que en la italiana. Como observa el ensayista Charles Osborne, biógrafo del compositor, Don Carlos , aunque trata en la superficie de los esfuerzos del marqués de Posa por salvar Flandes del gobierno despótico de España, es en verdad un drama de ideas abstractas, un drama sobre el determinismo y la libre voluntad, y, singularmente, sobre la pugna entre el liberalismo y el oscurantismo religioso, representado de modo estremecedor en la figura del Gran Inquisidor. Verdi consiguió conservar su entusiasmo revolucionario en la figura del marqués de Posa y su idealismo político. En este sentido, podrían recordarse también las palabras deSimon Boccanegra: “Que mi sepulcro sea el altar/ de la unificación italiana”. Nada más íntimo que la muerte, y nada más público que la persecución de semejante ideal político, vieja obsesión del propio Verdi.
LA NACION