26 Jun Valentino Rossi: el regreso del hijo pródigo
Por Daniel Meissner
No es sencillo pasar de rey a retador. Muchísimo menos cuando uno, a pesar de no ser el campeón en curso de la disciplina, continúa siendo considerado por sus pares y por la crítica en general como el mejor de todos. En tales circunstancias, ¿cómo se prepara mentalmente un piloto para el ataque a una corona que debería ser suya?
Valentino Rossi es un as indiscutido del deporte, ya que su popularidad y calidad lo ayudaron a trascender la fama del motociclismo. Ha ganado nueve títulos mundiales y sus hazañas dieron varias veces la vuelta al planeta para sorprender a propios y extraños. Múltiple campeón en cilindradas chicas, medias y mayores del MotoGP con Aprilia, Honda y Yamaha, nunca le tuvo miedo a los desafíos, convencido de un potencial que hoy, a sus 34 años, nadie se atreve a cuestionar. Pero esos desafíos, a veces endulzados económicamente por propuestas que se hacen difíciles de rechazar, lo llevaron a tomar más riesgos que los aconsejables en 2011.
Para entonces, el competidor más influyente y admirado del mundo en lo que a dos ruedas se refiere llevaba cuatro títulos conseguidos con la Yamaha YZR-M1 del equipo oficial de la firma de los tres diapasones. Su máquina era la más competitiva del parque, lo que había sido refrendado con el campeonato ganado por Jorge Lorenzo en 2010 (Rossi faltó entonces a tres GGPP y no pudo luchar por el título). Pero una oferta más que suculenta de Ducati y la pasión que le demostraban los italianos por verlo en una máquina de la nazionale hicieron que The Doctor se cambiara una vez más de vereda. Finalmente, y pese a un problema no resuelto en una mano, Rossi encaró un nuevo certamen con la seguridad de que haría caminar a la Desmosedici, que hasta entonces sólo había tenido buenos resultados algunos años antes en manos de Casey Stoner.
Lejos de la punta
Pero los resultados estuvieron muy lejos de ser los deseados. Condenado al segundo pelotón de principio a fin del ejercicio, apenas rescató un tercer puesto en Francia como resultado decoroso. Muy poco para sus pergaminos: desde que debutó en el Mundial, en los desaparecidos 125cc en 1996, Rossi siempre había ganado al menos una competencia. La pretemporada, entonces, fue la más dura que recuerde el piloto de Tavullia.
El equipo encabezado por el ingeniero Filippo Preziosi evitó las vacaciones para entregarle a su piloto estrella la mejor arma posible para desbancar a Stoner, Lorenzo y compañía. Un año de experiencia debía servir para no repetir errores, pero tampoco alcanzó.
El esperado feeling entre conductor y moto nunca terminó de aparecer. Los segundos puestos en Le Mans y San Marino se apoyaron más en deserciones ajenas que en un nivel competitivo aceptable.
Estaba claro: mientras Valentino siguiese en una escudería con casi nulas posibilidades de victoria, el MotoGP no podría gozar de buena salud y sus espectáculos quedarían supeditados a la pelea de otros (pocos) nombres, lo que -a esta altura- empezaba a deshilachar el negocio.
Mitad por conveniencia y mitad por necesidad mutua, esta temporada Rossi y Yamaha vuelven a encontrarse tras cerrar un acuerdo que si bien ya no es tan oneroso por la caída de acciones del múltiple monarca, devolverá emoción e interés a las carreras.
Sin embargo, el panorama es distinto ahora en Yamaha: él es el nuevo y Lorenzo el campeón, lo da vuelta la ecuación de cuando era el mallorquín quien llegaba a la factoría con ansias de aprender del intocable Vale.
Desde los primeros ensayos, Valentino demostró estar a la altura de sus viejos laureles, marcando tiempos de punta. Igual, este año, el rey volverá a ser el retador. Lo que no es sino un maravilloso atractivo extra que ofrece el Mundial de MotoGP, que el 7 de abril levantará el telón en Qatar.
LA NACION