Una revancha aérea y turística en territorio turco

Una revancha aérea y turística en territorio turco

Por Loreley Gaffoglio
Nada me cuesta más que madrugar. Más cuando ese martirio es en vacaciones y a la hora impúdica de las 4.45 AM. Pero como todo esfuerzo tiene -idealmente- su recompensa, le puse el cuerpo a la acción. Y no un día, sino dos, consecutivos y a la misma hora: mientras amanecía, cuando todavía aquí no hace calor, y los vientos y las térmicas suelen ser más dóciles para embarcarse en un globo aerostático. Eso buscaba: elevarme en el aire, volar y admirar el paisaje lunar que hilvanan las alucinantes formas geológicas de Cappadocia, en el corazón de Turquía.
Había recorrido unos 13.000 kilómetros para contemplar esa perspectiva: la de un terreno fantasmal, con sus montañas de toba calcárea erguidas como lanzas, y sus cuevas y cavernas horadadas en la fragilidad de esa roca. Una morfología inédita y remota que, vista en altura, sería algo para recordar.
Sólo después del madrugón del primer día, el vuelo en globo se canceló por los fuertes vientos. Pero no me di por vencida. Busqué un repechaje al siguiente y como en un dejá- vù repetí la rutina del día anterior: abrí con dificultad los ojos, me despabilé “transfundiéndome” café. Me abrigué como una cebolla y recorrí al alba esos 20 kilómetros inhóspitos desde Ürgüp hasta Göreme. Llegué con altas expectativas. Acomodé mi entusiasmo en la pista. Vi un ave gris girar súbitamente 180 grados y volar en dirección opuesta. Cuando ya estaba lista para elevarme en altura, ráfagas furiosas, que el ave ya había advertido, malograron el despegue. Esperamos un rato y las condiciones empeoraron hasta que el vuelo quedó definitivamente cancelado. Era mi último día en Cappadocia. Había llegado ahí, exclusivamente, para eso: viajar en globo por un lugar fantasmagórico. ¡Desde chica que soñaba con eso! Para diluir el sabor amargo, ensayé, ahí nomás, técnicas respiratorias. Me repetí a mí misma a modo de mantra: “Esto no es una frustración. Esto no es para nada una frustración?”. Se me ocurrió luego otra sentencia más optimista: “Un motivo para volver. Ahora tengo un motivo para volver”. Y enfilé, con algo de desazón, hacia mi siguiente destino: Pamukkale, sitio declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, en el sudoeste de Turquía.
¿El objetivo allí? Más vacaciones. Visitar sus termas, que brotan desde terrazas en la montaña y se abren paso en medio de travertinos blancos con agua a 45 grados. A metros, nomás, de una ciudadela romana que, como casi todas las ruinas en Turquía antes fue un bastión griego; luego bizantino y más tarde otomano. Pero fue el hedonismo de los romanos el que los empujó a fundar allí el “primer SPA” con aguas termales de la antigüedad. Hacia ese punto me dirigí, cuando, recortadas sobre las siluetas montañosas observo una danza de parapentes multicolores en el cielo. Desde una cima, uno tras otro se lanzan y sobrevuelan en tándem las ruinas romanas y las termas precipitadas en cascadas. No tengo siquiera que pensarlo: se me abre una oportunidad inmejorable de revancha.
Ya estoy ahí, en posición de largada, pegada a Hasan, mi instructor, pertrechada con arnés y casco. Lista para sumarme a esas experiencias. Esperamos en la cima de la montaña, con el parapente desplegado detrás, una racha de viento para poder inflarlo. Un precipicio verde y arbolado se despliega delante de mí.
Mi último vuelo en parapente había sido en Escobar. No logré terminar el curso que había iniciado. Pero alcancé a volar sola, con autonomía y a experimentar el placer del aire caliente y ascendente de las térmicas. Me fascinaba volar tanto como me atemorizaba. Temía enfrentar imponderables que no pudiera resolver. Lo medité bastante hasta que renuncié al riesgo y también al placer: dejé de volar. En tándem no siento ese resquemor. Un paso, dos, tres, y ya estoy en el aire, flotando junto a un profesional. No hay riesgo en eso. Los parapentes pueden alcanzar una velocidad de hasta 60 km/h. Aunque el mío es un vuelo plácido, sin vértigo; un paseo de domingo. Voy sentada a 700 m de altura contemplando el paisaje: veo como en miniaturas las copas de los árboles. Abajo todo parece una maqueta. Con un movimiento suave, Hasan desciende y gira a la izquierda y ahí sí vislumbro por primera vez un manchón blanco. Simula ser una superficie densa de nieve o de sal. No he visto nada igual. Es la piedra caliza de los travertinos, formados por la acumulación de bicarbonato y calcio que brota del agua llena de minerales terapéuticos de los manantiales. Descienden, en forma de cascadas por la ladera de la montaña, formando piletones de agua azul. Podría ser una catarata congelada. Pero el agua no es fría, sino humeante. Lo que veo bien al costado es alucinante. Un minuto más y ya no hay paisaje. Aterrizamos como pisando algodones. Vuelo fugaz y suave. La realidad es que no estoy saciada. Quiero un desquite aéreo. Sacarme todas las ganas. Sentir adrenalina auténtica. Se me ocurre que debo seguir ahora con aladelta. ¿Por qué no usar ese medio para conocer desde otros ángulos las ruinas romanas? Puede sonar estrafalario, pero aquí, en Pamukkale, no lo es. Volaré otra vez en tándem con Tugi, miembro del equipo turco de aladeltismo. Imposible hallar un mejor piloto.
Unos quince minutos para armar el aparejo, instrucciones exhaustivas y ya estamos listos para el despegue. Carreteamos a la par, con pasos amplios, sincronizados y rápidos. Unos metros de envión, velocidad en las piernas, el filo de la montaña que se termina y ya estamos en el aire. Extiendo mis brazos sin complejos y me siento un pájaro. Tugi es más radical. Sus giros son bien escarpados y por un momento me deja en potestad del manubrio. Si lo acerco a mi cintura, el ala toma velocidad. Se frena si la alejo. El vuelo con él es intenso. Por la suspensión del cuerpo, la sensación de libertad es absoluta. Como si se tratara de una exótica visita guiada, sobrevolamos Hiérapolis, la ciudadela romana. Recorremos las arcadas y las columnas tumbadas, la necrópolis y el ágora, la calle principal, el anfiteatro intacto y, por fin, los baños (el SPA) romanos. No lo había notado, pero mi frustración inicial buscaba revancha. Gracias a eso hurgué en un ámbito desde el ángulo menos pensado. Hoy celebro como nunca esa audacia.
LA NACION