13 Jun Simón Bolívar y el aro sospechoso
Por Daniel Balmaceda
El 16 de junio de 1822 fue día festivo en Quito. La ciudad abandonó su actividad cotidiana para recibir a Simón Bolívar.
Durante el desfile por las calles abarrotadas de vecinos, el libertador divisó a una dama de grandes caderas, senos llamativos, contextura gruesa, pelo oscuro y crespo, ojos pardos, boca pequeña y carnosa, que miraba la ceremonia desde un ventanal. Se clavaron las miradas. Ese día, las historias de Bolívar y Manuela Sáenz se entrelazaron.
Manuela tenía 26 años y llevaba cinco unida en matrimonio con el médico inglés Jaime Thorne, con quien no intimaba demasiado. Bolívar y la dama fueron presentados formalmente en el baile que se dio a la noche en honor del ilustre visitante. Él apeló a una de sus clásicas estrategias de conquista: le contó cómo se conocieron Romeo y Julieta. Funcionó. A partir de allí, la pasión los envolvería en mil historias de encuentros, desencuentros y reconciliaciones.
Una vez concluida la estancia en Quito, Bolívar salió hacia Guayaquil -donde tendría el histórico encuentro cumbre con San Martín- y Manuela se instaló en la hacienda El Garzal (no muy lejos de Guayaquil), desde donde le escribió a su galante libertador, el 27 de julio, instándolo a abandonar la ciudad y dedicarle más tiempo a ella en ese remanso, lejos de las miradas indiscretas. Pero el caraqueño estaba ocupado, contándole la historia de Romeo y Julieta a una joven de ojos claros, María Joaquina Garaycoa, a quien conoció la noche en que tuvo lugar la fiesta que se brindó al general San Martín.
Los libertadores se entrevistaron a solas el 26 de julio de 1822. Al día siguiente, el argentino regresó a Lima, ordenó sus cosas y regresó a Mendoza, vía Chile, donde inició su retiro. Bolívar debía hacerse cargo del ejército sanmartiniano. Por ese motivo arribó a Lima en septiembre de 1823. Manuela Sáenz lo hizo en octubre, acompañada de su madre, quien se había propuesto fiscalizar las actividades de su hija y, sobre todo, mantenerla lejos del galán caraqueño. Sin embargo, durante la última semana de octubre de 1823, Simón Bolívar y Manuela Sáenz se encontraron en Magdalena, en las afueras de Lima. Se trata de un lugar histórico. Fue residencia de los últimos virreyes del Perú y también albergó a San Martín. Allí se encontraba Bolívar cuando una tarde recibió la inesperada pero grata visita de su amante Manuela, a quien no veía hacía tiempo. Ella logró sortear la vigilancia materna, pero no disponía de mucho tiempo. Por eso, el reencuentro comenzó a celebrarse de inmediato y en la mayor intimidad. La joven quiteña corrió a la cama y al deslizarse dentro de la sábanas recibió un pequeño pinchazo: era el aro perdido de alguna dama. Manuela se lanzó sobre Bolívar y lo atacó con uñas y dientes. Se marchó furiosa, luego de dejarle notables marcas en la cara. Durante una semana, hasta que cerrara la cicatriz, el libertador se recluyó en su cuarto. Todas sus actividades se suspendieron, alegando que había enfermado en forma repentina. No se le ocurrió decir que lo había atacado un avispa.
LA NACION