El nuevo mercado emergente de Brasil: el crack de cocaína

El nuevo mercado emergente de Brasil: el crack de cocaína

Por John Lyons
Conforme enfrentan mayores dificultades para vender drogas en Estados Unidos, los narcotraficantes están incursionando en otros mercados, como Brasil, que empieza a ver una epidemia de crack en sus ciudades.
En São Paulo, la mayor metrópolis de América del Sur, una de las cuestiones clave de cara a las elecciones locales de este año es qué hacer con los cientos de drogadictos que deambulan como zombis por las calles de una zona del centro conocida como Cracolândia.
En una señal del complicado y controvertido intento de acabar con el crack en el centro de São Paulo, varias unidades de la policía detuvieron el viernes a decenas de usuarios que regresaban a una desolada cuadra de la ciudad que había sido despejada en una redada previa. Entre los arrestos: un joven de 15 años con 1.500 rocas de crack, dinero en efectivo y celulares.
El alcalde de Rio anunció este mes la creación de una unidad especial de la policía para combatir el crack, que operará en las favelas más afectadas. En diciembre, la presidenta Dilma Rousseff dijo que dedicará en torno a US$2.500 millones de aquí a 2014 para combatir el flagelo en todo el país.
Brasil ilustra una tendencia global. Los traficantes de cocaína exploran con éxito nuevos mercados para compensar el precipitado declive del consumo en EE.UU. Si bien EE.UU. sigue siendo el mayor mercado de cocaína del mundo, su dominio se está debilitando como resultado de las campañas de prevención, la mayor persecución por parte de las autoridades y un cambio en los hábitos de consumo en favor de otras drogas, informan fuentes oficiales.
A medida que el negocio ilegal de la cocaína reacciona al progreso de EE.UU. en combatirlo, la producción se traslada desde Colombia, un estrecho aliado de EE.UU. en la lucha contra el narcotráfico, a Perú y Bolivia, donde los líderes populistas tienen menos interés en combatirlo. Hasta 80% de la cocaína que se consume en Brasil viene de Bolivia, asegura la policía brasileña. Ahora, la fuerza policial del país colabora con la Dirección Antinarcóticos de EE.UU. (DEA, por sus siglas en inglés) para desarrollar estrategias con el fin de reducir el flujo.
Los usuarios en EE.UU. consumieron unas 165 toneladas de cocaína en 2008, menos que las 267 toneladas de 1998. Los traficantes compensan estos declives principalmente expandiendo sus mercados en Europa Occidental y Central, donde el uso de la cocaína creció en 2008 a 126 toneladas, frente a las 63 de 1998.
Ahora, los narcotraficantes se están aventurando progresivamente a países emergentes más al sur, como Brasil, Argentina y Uruguay, donde el consumo experimenta un auge. Brasil también actúa como una ruta de tránsito a mercados de Europa, lo que incrementa las cantidades de cocaína que se mueven por el país.
Sus aproximadamente 900.000 consumidores de cocaína convierten a Brasil en uno de los mayores mercados del mundo de esta droga. Para los traficantes, los márgenes son más pequeños, pero el riesgo a ser procesados y encarcelados es mucho menor que en EE.UU., apuntan los expertos.
“Las organizaciones de tráfico de drogas buscan el camino de la menor resistencia, y Brasil se está convirtiendo en un mercado sustituto”, dijo Bo Mathiasen, un alto representante de la lucha contra el narcotráfico de Naciones Unidas en Brasilia.
Expertos de la ONU describen que la tendencia más reciente consiste en enviar cocaína al este, a una creciente población de usuarios en Sudáfrica, así como también al oeste, desde Bolivia, a través de Chile y llegando a mercados potenciales en Australia y Nueva Zelandia, explicó Mathiasen.
La popularidad del crack es un mal presagio. El crack, altamente adictivo y vendido en piedras pequeñas a usuarios que no pueden permitirse la cocaína en polvo, representa una seria amenaza para los sistemas públicos de salud y exacerba las ya elevadas tasas de criminalidad en las ciudades brasileñas, recalcan los expertos. En São Paulo, los robos cerca de Cracolândia están al alza.
Cabe aclarar que el crack lleva años en Brasil y que los destartalados edificios que rodean la estación de trenes victoriana de Luz, en São Paulo, el área que ahora se conoce como Cracolândia, no son nada nuevo. Sin embargo, tanto la población local de consumidores como el suministro de crack están viendo una explosión.
“Son gente que se está muriendo de pie, como zombis”, dice Angelo José Ondines, un mayorista de ropa interior en el área durante cuatro décadas y que no piensa en mudarse. “La clave está en abandonar este distrito antes de que se haga de noche”.
Una noche reciente, una muchedumbre de cuerpos esqueléticos deambulaba por las calles oscuras. Algunos llevaban cobijas sucias sobre los hombros en la llovizna fría. Cuando apareció un traficante, todos se apiñaron a su alrededor. En la oscuridad, podían verse las llamas de las pipas de crack. Patrullas de la policía pasaban lentamente pero sin intervenir.
La experiencia de Washington Pereira Ramos, un drogadicto de 40 años, pone en evidencia los efectos del crack.
Cuenta que normalmente pasa varios días despierto consumiendo la droga, parando sólo para pedir limosna hasta acumular los US$2 que necesita para una dosis. Cuando duerme, lo hace durante un día entero debajo de un puente de la autopista. Come de la basura y, de vez en cuando, acude a una iglesia donde toma una sopa. “El crack es como mi esposa y lo amo desde la primera vez que lo probé”, dice Ramos.
Pese a la campaña para despejar Cracolândia, sus detractores apuntan que Ramos y otros drogadictos simplemente se trasladan a otras partes de la ciudad. La razón es que simplemente no tienen alternativa: la mayoría de los centros de rehabilitación están llenos.
Grupos activistas critican la mayor presencia policial como inadecuada por lidiar con el problema sin considerar el tratamiento como parte de la respuesta. A su vez, las autoridades defienden su accionar como el principio de un esfuerzo por proveer seguridad a largo plazo.
Las fuerzas del orden apuntan que hay más centros de tratamiento en construcción y que la presencia policial tiene que formar parte de cualquier solución.
LA NACION