21 Jun Cuando el optimismo es inteligencia
Por Miguel Espeche
Si usted va en auto por la avenida General Paz, al acercarse a su empalme con Lugones verá, sobre su izquierda, una pequeña planta, un yuyo en realidad, que asoma en el ángulo que se forma entre el asfalto y el paredón que separa la avenida de su mano contraria.
Si ese día usted está bajoneado, abrumado por las noticias o por algún percance de amor o de dineros, la sugerencia terapéutica es: mire esa plantita o, si su circuito es otro, busque una similar entre las que asoman en las calles y autopistas del país, obviamente sin descuidar el volante, no vaya a ser que ocurra un percance vial por causa de esta sugerencia. Al hacerlo, quizás descubra algo que le sirva, si es que se atreve a ver con ojos despiertos lo que, rutina mediante, tan sólo es un poco de yuyo que aparece allí, en medio de ese “no lugar” que es una autopista.
Ni el más frondoso jardín podría conmover más que ese yuyo indescifrable, que nació en el lugar más árido, nutrido por polvo, mugre y vaya a saber qué otras cosas a las que transformó en alimento a partir de unas raíces tercas que se aferran a la vida sin ponerse a pensar demasiado en estadísticas o pronósticos de viabilidad.
Si existe el optimismo en este mundo, podríamos adjudicárselo a esa planta del asfalto. Se arraiga a lo que hay, no a lo que falta, y apunta al sol, sin demasiado titubeo ni queja. Hace lo que puede, no lo que no puede, y cumple con su misión optimizando los recursos habientes, sin darse el lujo de protestar por no tener el destino de germinar en algún lugar lleno de humus generoso. Acepta su lugar, lo que no es lo mismo que resignarse a perder frente al ideal de lo que “podría haber sido”. Ese aceptar le permite el arraigo, y así crece cumpliendo su tarea.
Los científicos de la mente y los sabios saben que, a la hora de vérnoslas con los obstáculos de la vida, siempre es esencial tener en cuenta los recursos que tenemos frente a esos obstáculos, más que describir hasta el infinito las dificultades y los impedimentos, como si la descripción en sí misma fuese de alguna utilidad.
El optimismo es inteligencia, como nos enseña la plantita del caso. La vida siempre va buscando por dónde seguir su camino, sin dejarse arrasar por estadísticas o ideas corrosivas. Tampoco se rige por lo que “debería ser”, pero si abreva en lo que “es”? que no es poco.
El optimismo es tan optimista que hasta se anima a asumir los problemas, mirándolos a la cara, sin encubrirlos con negaciones miedosas. Los pesimistas, para salvaguardar su industria, tienden a decir que es optimista aquel que no ve la realidad, mientras ellos sí se animan a verla. Pues bien: se equivocan. Es que deben cuidar sus fuentes de trabajo. Se sabe: todo pesimista siempre tiene, en algún lugar, a algún optimista que trabaja para él, nutriéndolo de alguna manera. Es que el pesimismo es un lujo que no todos pueden darse, sobre todo si tienen, como las plantitas de nuestro relato, que aferrarse a la vida sin especulaciones y sin mucho margen para la queja acerca del propio destino. Recordemos, eso sí, que quejarse no significa solución alguna, sino, más bien, todo lo contrario.
El optimismo no se obtiene a fuerza de conseguir metas ni obtener resultados específicos, sino de, como decía Gómez Dávila, fijar rumbos y, agregamos, hacer lo que se puede hacer en esa dirección, no menos.
Con ojos para ver, quizá los viajes por la autopista no sean los mismos, ya que, en algún rincón del asfalto, podremos encontrar un espejo en el cual mirarnos. Es que, llegado el caso, todos somos capaces de florecer en las circunstancias menos esperables. El tema es darse cuenta de esa posibilidad, y afirmar las raíces en lo que somos, para así rumbear, con la fuerza del caso, hacia donde nuestro deseo nos indique.
LA NACION