Amos o esclavos de la tecnología

Amos o esclavos de la tecnología

Por Guillermo Oliveto
¿Somos plenamente conscientes de la disrupción que está introduciendo en nuestras vidas la revolución digital? ¿Tenemos la capacidad de pensar hacia dónde estamos yendo mientras navegamos el vértigo de datos e imágenes que estimulan y seducen a nuestros cerebros? ¿Es posible que por estar atentos a todo corramos el riesgo de no comprender nada? ¿Estamos generando las habilidades que les permitirán a nuestras mentes permanecer lúcidas frente a una sobre-estimulación jamás experimentada por el hombre?
Mucho antes de que Internet fuera inventada, ya Marshall McLuhan, filósofo y pensador canadiense, famoso autor de La aldea global y de la mítica sentencia “el medio es el mensaje”, dijo: “Cuanta más información haya que evaluar, menos se sabrá. La especialización no puede existir a la velocidad de la luz”.
En Estética de la desaparición , Paul Virilio, arquitecto y urbanista francés, analiza profundamente la distorsión que la mecánica y la tecnología produjeron sobre la percepción humana y afirma con alarmante contundencia que “la velocidad destruye la verdad del mundo”. Vivimos en otro mundo, sentimos otro mundo. A mayor velocidad, mayor ilusión. No es lo mismo caminar que viajar a 130 kilómetros por hora. Sus reflexiones se remontan al invento del ferrocarril, del automóvil y del cine, y adquieren hoy renovada importancia.
Sobre el ya vertiginoso proceso de la hiperestimulación, se suman ahora, para dar forma a una versión “recargada” del mismo fenómeno, dos lógicas convergentes. Ambas provienen de esa dimensión que tanto estudió McLuhan: la comunicación. Se trata del rating “minuto a minuto” y de Twitter. Todo más rápido. Todo más corto.
La tecnología nos atrae, nos entretiene, ayuda, acompaña, conmueve, sorprende. Nos lleva a dimensiones impensadas. Es una plataforma fundamental para el progreso. Su potencia crece de manera exponencial. La capacidad de procesamiento de un chip se duplica cada año. Lo que podremos hacer con ella no parece tener límites. Hace unos años le preguntaron a Sergey Brin, uno de los creadores de Google, hacia dónde iba la tecnología. “No lo sé”, respondió. Y aclaró: “Si lo supiera, no te lo diría”. Seguramente, Brin sabe mucho más de lo que dice. Pero esto no le quita validez a su mensaje. En algún punto, el futuro de la tecnología es impredecible. Avanza tan rápido que no se puede saber con demasiada anticipación cuál será su próximo hito. Es en sus rasgos de identidad donde se reflejan como un espejo algunas de las características más salientes de este siglo: velocidad, conectividad e incerteza.
Sin embargo, no por alabar esa potencia que está modificando sustancialmente nuestras vidas podemos desconocer que, como todo poder creciente, el de la tecnología también tiene su lado oscuro. Así como por un lado nos libera, por el otro puede atraparnos. Así como nos conecta con todo y con todos, todo el tiempo, puede llegar a aislarnos, anularnos, asfixiarnos. Paradójicamente, la revolución tecnológica a la que estamos asistiendo tiene tanto la capacidad de generarnos sentimientos positivos como nuevas angustias y temores. Recientemente se comprobó, en un estudio realizado en el Reino Unido, que más del 50% de la población inglesa sufre de “nomofobia”. De acuerdo con Wikipedia, la nomofobia es “el miedo irracional a salir de casa sin el teléfono móvil”.
El primer domingo de agosto de 2010, la revista de La Nacion publicó una nota de tapa memorable. Se veía la cabeza de una persona gritando de manera desencajada. Podía imaginársela al borde de la locura o en un estallido de ira. También, en un desesperado pedido de auxilio. El título de la nota se resumía en una sola palabra: “Infoxicados”. Y aclaraba luego su significado: “Vivimos permanentemente conectados. Inmersos en un mar de datos y con poco tiempo para procesarlos. Estamos intoxicados de información”.
Asistimos a una lucha mucho más potente y gravitante que aquella de 1997, cuando la supercomputadora de IBM, Deep Blue, derrotara por primera vez a un gran maestro del ajedrez como Gary Kasparov. Hoy estamos frente a la pelea de fondo. Se trata de nuestras mentes y nuestras emociones peleando contra sí mismas. O mejor dicho, contra su versión distorsionada por el magma de estímulos que reciben sin límite.
Susan Greenfield, una prestigiosa científica británica de la Universidad de Oxford, especialista en fisiología del cerebro, se dedica a investigar y estudiar el mal de Parkinson y el Alzheimer. Es reconocida por su permanente difusión de la ciencia. Ha publicado varios libros y es consultada regularmente por los medios masivos de comunicación. En uno de sus artículos publicado en mayo de 2010, definió lo que dio en llamar el efecto pantalla. “La velocidad y la multiplicidad de mensajes en la pantalla han reducido nuestra capacidad de mantener la atención y de retener lo que vemos, leemos y oímos -sostenía-; nos han vuelto más sensibles a las apelaciones sensoriales y menos hábiles a la hora de abstraer. Corremos el riesgo de transformarnos en aspiradoras de irrelevancia.” Y concluía con una sentencia digna de atención: “Podemos volvernos sabios aparentes”.
En el mismo sentido de alerta se ubica el cuestionado libro Superficiales. Qué está haciendo Internet con nuestras mentes , publicado el año pasado por Nicholas Carr, escritor norteamericano experto en medios digitales. El libro fue finalista del Premio Pulitzer en la categoría de no ficción, dando por entendido que su pregunta esencial (“¿Estamos sacrificando nuestra capacidad para leer y pensar con profundidad?”) merece por lo menos ser explorada y debatida. En sus propias palabras, al ser entrevistado por el diario español El País: “La ciencia habla claro en este sentido: la habilidad de concentrarse en una sola cosa es clave en la memoria a largo plazo, en el pensamiento crítico y conceptual, y en muchas formas de creatividad. Incluso las emociones y la empatía precisan de tiempo para ser procesadas. Si no invertimos ese tiempo, nos deshumanizamos cada vez más”.
Hace más de 2000 años, Lao Tsé, uno de los padres del pensamiento oriental, lo definió brevemente. Una enseñanza atemporal con un formato digno de Twitter, apenas 117 caracteres: “Para lograr el conocimiento, añade cosas todos los días. Para lograr la sabiduría, líbrate de cosas todos los días”.
En algunos restaurantes trendy de New York, al entrar te dan un phonekerchief , una especie de pañuelo o servilleta que está hecha de un material que bloquea la señal telefónica y que puede llevarse en cualquier bolsillo como un símbolo. Dice: ” My phone is off for you ” (Mi teléfono está apagado para vos). El nuevo mensaje manifiesta una contratendencia: “Mientras estoy acá, estoy acá. Punto. Y estoy desconectado de todos para estar conectado a este momento”. Lo opuesto a la conexión total 7x24x365 que gran parte de la población cultiva y pregona hoy en día. Ya comienza a hablarse de los lugares “agujero negro” como uno de los posibles lujos del futuro cercano. Son aquellos espacios que por motivos naturales o inducidos no tienen conexión a la Web o señal de celular.
De todos modos, no podemos ser ni ilusos ni utópicos. Por más que quisiéramos, no podríamos evitarlo. Lo que es, es. Si queremos circular por este mundo con algún grado de sociabilidad razonable, tendremos que aprender a “con-vivir” en una relación sana -por definición “no tóxica”- con la tecnología.
No se trata de menos tecnología -lo que resultaría casi imposible, además de poco práctico y un desperdicio de oportunidades-, sino de crear las capacidades para usarla adecuadamente.
Si, en términos de Max Weber, “poder significa la probabilidad de imponer la propia voluntad dentro de una relación social, aun contra toda resistencia”, coincidiremos en que el poder de la tecnología sobre nosotros se incrementa día tras día y, por cierto, nuestra resistencia es poca. Aceptamos gustosa y placenteramente cederle más y más espacio en nuestras conciencias y en nuestras vidas.
Es en esta instancia donde no podemos pasar por alto que pensar y entrar en conexión profunda con nosotros mismos y con los demás requiere de tiempo. Las ideas y los vínculos necesitan maduración. El rapto de lucidez mental sólo puede llegar a la mente apta para recibirlo. Y el conocimiento mutuo sólo se da a través de las experiencias compartidas.
Bien entendida, la tecnología no es ni buena ni mala. Es apenas una herramienta. Muy potente, muy útil y muy seductora. Pero no por eso deja de ser una herramienta. Un medio, y no un fin. Para poner todo su potencial a nuestro favor, necesitamos retirarnos con cierta regularidad. Preservar y oxigenar nuestra mente. Desintoxicar nuestra sensibilidad. En el tiempo que viene, deberemos aprender a desconectarnos de tanto en tanto con lo virtual, para poder conectarnos con lo real. Y manejar esa permanente “entrada y salida”. Lo virtual y lo real no son mundos opuestos, antagónicos o totalitarios. Representan, ya, dos caras de la misma moneda. Son dimensiones coexistentes. No es cierto que la realidad vaya a desaparecer y que todo quedará reducido a pantallas y bits. La gente se conecta a través de las redes sociales para terminar encontrándose, como siempre, en algún lugar físico. Y tampoco es cierto que el espacio de lo virtual tenga un impacto menor y anecdótico en la vida cotidiana. Por ejemplo, Facebook ha modificado para siempre el sentido de la intimidad y Google se consolida prácticamente como un “cerebro paralelo”.
Recuperando la concepción aristotélica, se trata de encontrar “el justo medio” entre uno y otro mundo. Cierto equilibrio vital acorde con esta nueva era. Tal vez sea ésta una de las habilidades más relevantes que tendremos que desarrollar y ejercitar. Quizá se vuelva la única manera de tolerar las altas dosis de conectividad, tan necesarias como inevitables para poder vivir en un mundo hipercomunicado, sin perder la orientación. O aprendemos a ser los amos de la tecnología o terminaremos siendo sus esclavos.
LA NACION