Sabuesos del mundo agudizan el ingenio para mejorar la recaudación fiscal

Sabuesos del mundo agudizan el ingenio para mejorar la recaudación fiscal

Por Martín Burbridge
Será cierta la afirmación de Benjamin Franklin cuando dijo que “en esta vida nada es seguro, excepto la muerte y los impuestos”? En los países desarrollados es común que los contribuyentes paguen sus tasas e impuestos de manera regular, deber que sigue siendo considerado como uno de los pilares del funcionamiento del Estado y que sirve para redistribuir la riqueza de una manera más equitativa.
En países no tan desarrollados como el nuestro, esta certeza tiene menos adeptos y es bastante común que los sistemas tributarios hayan ido derivando hacia una menor equidad (con tal de mejorar la recaudación y sostener el creciente gasto público), por lo que los contribuyentes han aprendido a eludir (o evadir) cada vez más, generando al final una verdadera profecía autocumplida: se suben los impuestos (o se crean nuevos) para que no caiga la recaudación, pero al final ésta cae por la mayor evasión de los contribuyentes.
Sin embargo, cuando un país atraviesa una crisis (como la que comenzó en 2008 en EE.UU. y aún sigue en la Unión Europea), la equidad de su sistema tributario es seriamente puesta a prueba, ya que el gobierno de turno tiene que buscar nuevas (y más ingeniosas) alternativas para mejorar rápidamente la recaudación y evitar que el déficit fiscal se profundice.
A riesgo de crear tributos realmente extravagantes y de que su población busque maneras de eludir el pago o directamente salga a protestar. Una de ellas es el famoso “impuesto al cheque” argentino, aprobado en marzo de 2001 para solventar la urgencia fiscal, que aún sigue vigente y que ha provocado que nuestro país sea el menos bancarizado de América latina.
En esta galería de tributos extravagantes, nuestro impuesto al cheque parece poco llamativo en comparación con algunos que se aplican en el mundo desarrollado. Sobre todo si se toman casos como el impuesto a los inodoros que se cobra en el Estado de Maryland, en EE.UU. (30 dólares fijos anuales), al aire que se respira en Gran Bretaña (un proyecto en estudio que gravaría más a los habitantes en zona rural que a los de las ciudades, por estar menos contaminados), o a las flatulencias de animales de granja (13 centavos de euro en Irlanda y 80 centavos en Dinamarca, todavía en estudio) por el daño al medioambiente que provocan sus gases (las vacas y los cerdos liberan metano, fuente de recalentamiento climático). Por lo que el reciente anuncio de la AFIP de que a partir de ahora cobrará un tributo por la presunción de que una casa pueda llegar a tener una empleada doméstica (ya no hace falta demostrarlo, ahora directamente se “presume”), tampoco causa demasiada sorpresa, en comparación con otros tributos.
El sistema federal estadounidense, donde cada Estado o municipio puede definir parte de su esquema tributario (al igual que en la Argentina), permite que surjan impuestos absurdos como a los inodoros, a los tatuajes (en Arkansas, un 6% sobre el precio del servicio), a las mascotas (en Carolina del Norte, de 75 dólares, que varía si está o no castrado), a los bombones de alta gama que no se elaboren con harina de soja (en Illinois, un 5% adicional en el precio), a los pañales (en Connecticut), a las decoraciones navideñas (en Texas, pero sólo aquellas que se cuelgan de las paredes), e incluso llegó a existir hasta 2009 un impuesto a las drogas en Tennessee, que alcanzaba los 3 dólares en la compra de marihuana, 50 dólares por cocaína y 200 dólares por anfetaminas. ¿Cómo se cobraban? Quien compraba alguna sustancia ilegal, tenía que también adquirir una estampilla fiscal que debía ser pegada en el paquete. La recaudación se generaba a partir de las multas aplicadas a todos aquellos descubiertos en posesión de drogas no estampilladas.
Pero así como se desarrolla la creatividad de los legisladores o gobiernos para inventar nuevos impuestos y tasas cada vez más originales, también crece el ingenio de los contribuyentes a la hora de evitar su pago. En la Argentina, al igual que en Italia, por ejemplo, existe una cultura muy difundida de “engañar” al Estado y pagar menos de lo que corresponde, al considerar abusivo el cobro de impuestos a partir de cierto monto, pero también porque muchos no perciben que los ingresos fiscales se empleen de manera eficiente (para nuevas obras de infraestructura, mejores servicios públicos o planes sociales que no tengan un fin clientelístico). De todas formas, no se conocen aquí casos tan masivos como los que se están dando en China, donde de repente comenzó a crecer el número de divorcios luego de que se aprobara el cobro de un impuesto a las familias con una segunda vivienda. De esta forma, cada uno de los divorciados posee uno de los inmuebles, a pesar de que sigan viviendo bajo el mismo techo.
Del mismo modo, también surgen numerosas protestas a la hora de tener que pagar más impuestos. En Washington hubo hace un mes atrás una marcha de bigotudos y barbudos reclamando una deducción impositiva de 250 dólares anuales por “costo de mantenimiento capilar” (barbero, afeitadora, tinturas, etc.), que merece formar parte de la galería de extravagancias fiscales. Así como la protesta de un contribuyente indio, de profesión encantador de serpientes, que soltó varias de su colección de víboras venenosas en una oficina de cobro de impuestos, o la de un francés que, molesto porque sus impuestos habían aumentado, los pagó con 50 kilos de monedas de 1, 2 y 5 centavos de euro.
Sin embargo, a veces habría que darle la razón a Franklin, puesto que los impuestos pueden llegar a perseguir a una persona, incluso después de muerta. Ese es el caso de otro francés, fallecido en 1949, a quien todavía le reclaman el pago de… ¡13 euros! por impuestos inmobiliarios atrasados. O el de un habitante de la periferia de París, a quien le acaban de mandar una carta de parte de la AFIP francesa a su nuevo domicilio desde hace dos meses: “Tumba 19 -Cementerio de Autheuil – 61190 Autheuil”. En estos casos, sería mejor citar a Voltaire, cuando sostuvo que “Yo soy la muerte, no los impuestos. Yo sólo vengo una vez”.
EL CRONISTA