Embriaguez temprana

Embriaguez temprana

Por Mercedes Estramil
Entre las innumerables escenas brillantes que Gustave Flaubert ideó en Madame Bovary (1857) está aquella en la que Emma cambia su condición emocional, por así decirlo, y mirándose al espejo se descubre ojos más negros, grandes y profundos que nunca mientras se repite: “¡Tengo un amante! ¡Tengo un amante!”, sintiéndose, por fin, una burguesa casada y con una hija, como uno de los personajes pasionales y románticos de las novelas que lee. Imposible no evocar esa declaración cuando se advierte una similar en El vino de la soledad , novela de la malograda Irène Némirovsky, salvo que aquí el párrafo pertenece a una niña que sospecha y confirma que su distante madre tiene un amante.
Némirovsky no ocultó su admiración por Flaubert, si bien se declaró más deudora de Tolstoi en cuya Guerra y Paz se inspiró para construir su obra más famosa, Suite francesa , escrita de corrido, en condiciones penosas y el contexto de inseguridad y miedo que nacía de la Francia ocupada por los alemanes en la Segunda Guerra Mundial. Comparada con esa novela inconclusa y publicada póstumamente, El vino de la soledad (1935) parece una pieza menor, centrada en el odio de una niña hacia su madre y en el ascenso y decadencia de una familia. En parte lo es, pero la precisión y entrega de la prosa de Némirovsky valen igual la diferencia.
Hay un dato biográfico que si no justifica ayuda a entender la persistencia de Némirovsky en retratar progenitoras desamoradas: la suya lo fue. Irène Némirovsky nació en la ciudad ucraniana de Kiev en 1903, hija de un solvente banquero judío y una mujer que apenas la atendían y que confiaron su aprendizaje a una institutriz francesa. Curiosamente, preparada para la vida en el terreno de la comunicación (dominaba francés, ruso, yiddish, polaco, inglés, vasco; tempranamente escribía novelas seductoras y con gancho), Némirovsky sufrió las consecuencias de la incomunicación familiar y colectiva. En plena Revolución Rusa su familia debió huir a Finlandia y en 1919 se trasladan a Francia, donde ella se licenciará en La Sorbona en 1926, el mismo año en que se casa con el banquero Michel Epstein.
Lo que comienza siendo un asentamiento tranquilizador, con un exitoso debut literario (la novela David Golder en 1929) y el nacimiento de dos hijas (Denise, en 1929, y Élisabeth, en 1937), toma visos de pesadilla hacia 1938 cuando le niegan la nacionalidad francesa, y pese a convertirse al catolicismo y a ser una escritora reconocida (incluso con la lucidez de no ser fanática de sus orígenes), se la siguen negando. La situación se vuelve calvario a partir de 1940, cuando las leyes antisemitas del gobierno de Vichy le prohíben publicar y desplazan a su esposo del negocio bancario. Pegarles en la ropa la “estrella amarilla” fue el corolario público de esa discriminación. El 17 de agosto de 1942 muere en Auschwitz, y tres meses después asesinan a su esposo. Las hijas consiguen huir y son rechazadas por la abuela materna, que vive cómodamente en Niza y les aconseja un hospicio. Una auténtica Doña Bárbara del primer mundo.
Serán esas niñas las que mucho después refloten la obra semioculta de Némirovsky, que luego de su brillante debut y de ser llevada al cine (Julien Duvivier adaptó David Golder en 1930), cayó en el olvido. Cinco años antes de El vino de la soledad había asombrado con El baile (1930), una nouvelle tan sencilla como bien lograda. Narraba las complicaciones de una pareja de nuevos ricos, madame Rosine Kampf y su esposo judío, a la hora de ofrecer un baile de presentación a la gran sociedad francesa. Lo novedoso era la visión subjetiva de la hija adolescente, Antoinette, que espera ser presentada en sociedad y comenzar a vivir al modo “novelesco”, pero choca de frente con una madre que la aniña para que no le robe protagonismo. Involuntariamente ayudada por una niñera que mira sus propios negocios sentimentales, Antoinette toma una curiosa venganza contra esa madre déspota y desgraciada, y la proyectada fiesta del baile termina siendo muy otra cosa. El humor de Némirovsky para describir a esa alta sociedad hecha de adúlteros, ex prostitutas, delincuentes de guante blanco y compradores de títulos nobiliarios es demoledor. El vino de la soledad será una novela con idéntica puja interna el enfrentamiento de madre e hija pero más agria y extensa.
Los Karol -padre, madre e hija- son una familia de judíos en apuros repentinamente enriquecidos cuando el hombre prospecta oro con éxito. Otra vez, el modelo de Flaubert se repite, aquí en el personaje de Bella Karol que declara sin vueltas: “Yo no he nacido para ser una burguesa tranquila y satisfecha, entre un marido y una hija”, mientras gasta el dinero de su esposo, se consigue de amante a un primo bastante más joven y martiriza a su hija Elena y a la desgraciada institutriz de ésta, una francesita solitaria. Némirovsky es idónea para dibujar personajes obsesivos que corren tras el dinero (Boris), la eterna juventud y el disfrute físico (Bella) o una venganza (Elena, queriendo quitarle el amante a su madre), y tampoco se para en delicadezas a la hora de arremeter contra su propia pertenencia judía, pintando las mezquindades de su colectividad con trazo grueso, sin atenuantes, rasgo que se le criticó, en ocasiones con un punto de mala fe, como si hubiera hecho esas críticas con vistas a ser “aceptada” por el antisemitismo reinante.
El paralelismo de la novela con su vida es notorio: en sus viajes su madre también solía alojarse en hoteles de lujo y a ella destinarla a oscuras pensiones, también Irène buscaba refugio en la figura paterna con suerte diversa (uno de los mejores fragmentos del libro es aquél en el que el padre lleva a Elena de paseo a Montecarlo pero se olvida de ella durante todo un día cuando ingresa al casino), y también el periplo de fuga de su familia fue similar al que plantea la novela.
Un sentimiento de desazón, impotencia y pérdida de valores humanos recorre El vino de la soledad . La propia Elena, bajo cuya óptica se desarrollan los acontecimientos, cae en esa vorágine a través de un plan de revancha que luego no ejecuta, salvando de algún modo un resto de integridad moral. La miseria ciudadana aparece explícita con pocos pero definitivos trazos en episodios como el de la desaparición de la institutriz y el extravío momentáneo de la niña.
Literariamente, Némirovsky aprovechó al máximo los pocos años de que dispuso para escribir. Se ciñó a un estilo realista y decimonónico, con un buen oído para el diálogo, concisión en la estructura y una veraz presentación de personajes entre estereotipados y complejos; todo eso manejando una prosa rica, fluida y visual. El final de esta novela, con la protagonista entrando en la mayoría de edad dispuesta a capitalizar los dramas de la vida como experiencias fortalecedoras, no deja de ser irónico si se tienen en cuenta los paralelismos con la vida de la autora. Así debió sentirse a las puertas de París la joven Irène en la década de 1920. Cuando publicó El vino de la soledad ya sabía, o por lo menos intuía con un buen grado de acierto, el regreso de los dramas y la sospecha de que una vez más el reloj de la historia traía horas peligrosas.
LA NACION