30 May El carisma de Máxima, un arma que no está exenta de riesgos
A un mes de la asunción de Máxima como reina.
Por Inés Capdevila
No importa si es su primer día de reina o si Holanda entera la mira. En público, Máxima rompe el protocolo , recibe dibujos de chicos, les grita en holandés a sus hijas, hace caras, sonríe, se tropieza.
No importa si hace 12 horas que va de aparición en aparición o si apenas descansó. En la recepción oficial de la investidura, Máxima sorprende a todos al tratar de, al menos un rato, hablar con cada uno de los cientos de invitados.
Tal es, para los holandeses, el carisma de su nueva reina que, el fin de semana pasado, en la revista del diario Volkskrant, un ex funcionario la comparó con los Clinton; no con Bill ni con Hillary solos, si no con los dos juntos. Como el ex presidente norteamericano, Máxima es capaz de hablar con alguien y hacerlo sentir que es “la única persona que existe en ese momento”. Como la ex secretaria de Estado, es “cosmopolita”.
La popularidad de Máxima parece crecer aun cuando es muy alta, la mayor de la familia real. Sin embargo, a la reina tal vez no le convenga alimentarla mucho más: esa aprobación puede ser un arma de doble filo. Mientras más aumenta, más riesgo corre de opacar a Guillermo hasta el extremo de debilitarlo en su nuevo y heredado rol.
Otro peligro aguarda, además, a la ex princesa y a su marido: ser demasiado “cosmopolitas”. A los holandeses les gusta saberse austeros y “normales”.
A Máxima y a Guillermo les gusta tener algo de vida privada: viajar, visitar sus casas en varios lugares y estar con sus amigos, muchos de ellos millonarios. El riesgo es que, por un exceso de eso, en lugar de reyes de Holanda sean “reyes del jet set”.
La popularidad de Máxima no es ninguna novedad; desde el anuncio de su casamiento, en 2001, comenzó a ganarse a los holandeses a fuerza de espontaneidad, sonrisas, ubicación y un fluido manejo del idioma.
A lo largo de los años, contagió esa aura a Guillermo, que, un poco gracias a ella y otro poco a los límites y obligaciones impuestos por su madre, logró dejar atrás la imagen de príncipe más interesado en la diversión que en el trono.
El entonces príncipe creció y maduró, pero nunca recibió los niveles de aprobación o los elogios que sí le llovieron a Máxima. Así llegó a las puertas del reinado, este año, bajo la sombra de su mujer.
Sin embargo, una casa real que busca preservar su rol en medio del incierto futuro de la monarquía continental, mantener una popularidad de décadas y blindarse ante cualquier crítica no puede darse el lujo de tener un jefe eclipsado por su mujer. Semejante escenario la perjudicaría hasta a ella.
La ofensiva para dejar en claro quién sería el verdadero y único rey tuvo su mayor expresión en una entrevista que ambos dieron a la TV, dos semanas antes de la asunción. Una y otra vez dijeron que el monarca sería, claramente, él. La entrevista ayudó a que los holandeses incluso confiaran más en él, según señalaron varios sondeos el fin de semana pasado. El propio rey suele elogiar a su madre porque “nunca buscó la popularidad”.
La estrella de Máxima es más que sólo una inquietud de la casa real. “La popularidad puede ser un camino peligroso por tomar [para ella]”, opinó ayer el diario Trow en una nota sobre el desempeño de la nueva reina en la investidura titulada “Algo de Máxima quedó bajo tierra”.
La nota señaló que “la Máxima de ayer [por anteayer], la Máxima de la Iglesia y del Palacio es una Máxima nueva”. Y justificó su afirmación en la actitud de la nueva reina durante todo el día de las celebraciones: siempre detrás de su marido, en segundo plano. Ésa, probablemente, haya sido no sólo una necesidad de la casa real, sino también una decisión suya.
“Ella tiene cualidades de estrella, se mueve muy bien con la gente. Pero también es muy habilidosa en el uso de su popularidad, sabe ubicarse”, dijo a LA NACION Dorine Hermans, historiadora y biógrafa de los Orange.
Mucha de esa habilidad también podría tener que emplearla para limitar el impacto de lo que la familia real hace en su vida privada.
Entre otras cosas, Máxima es elogiada por ser una “buena madre” y ocuparse de la vida diaria de sus tres hijas: va a buscarlas al colegio, las alienta desde las tribunas en entrenamientos de hockey. Pero hay otros aspectos de esa vida que no causan tanta admiración.
“Una de las grandes debilidades de Guillermo y de su mujer es su propensión a juntarse con un grupo de personajes del jet set internacional. Hay muchos holandeses a los que esto no les gusta porque quieren que sus reyes al menos pretendan actuar «normalmente»”, dijo a LA NACION Max Westerman, un conocido periodista de TV que se opone a la monarquía.
Esa “sensación de normalidad” es uno de los pilares de la confianza y credibilidad de la que disfruta, desde hace décadas, la dinastía Orange.
Pero ellos no son tan “normales”. El año pasado, añadieron una mansión a su bienes al comprar una casa de vacaciones por 4,5 millones de euros en Kranidi, una zona de Grecia donde veranean también Sean Connery y Vladimir Putin. Además, según reportes de la prensa local, a Máxima y a Guillermo se los ve en discos en Rusia o de compras en Milán.
Un rey no es un príncipe; los privilegios son mayores, pero también lo son sus obligaciones, exigencias y responsabilidades, más cuando se trata de un monarca con un rol enteramente ceremonial cuya autoridad es más que todo moral.
A Máxima los holandeses la adoran, de eso no quedan dudas. Pero con esa misma intensidad rechazan, por ejemplo, a su padre, Jorge Zorreguieta, por haber sido funcionario de la dictadura argentina. Es decir que su afecto tiene algunos reparos o cierta memoria.
Ni a ella ni a Guillermo ni a la corona les gustaría -ni convendría- que la confianza de los holandeses en ellos empezara a tener sus reparos por ser más “reyes del jet set” que soberanos de Holanda.
LA NACION