29 Apr Las pastillas de la felicidad
Por Sebastián A. Ríos
“Tomarlos es como una ayuda, algo psicológico. Es una manera de ir seguro a acostarse con una mujer”, dice Ariel Rodríguez, de 45 años, al referirse al sildenafil (popularmente conocido como Viagra) y a otros medicamentos que se usan para el tratamiento de la disfunción eréctil. Ariel asegura que no tiene ningún problema físico que demande el uso de estos fármacos, pero que comenzó a utilizarlos durante los últimos meses de su matrimonio.
“Estaba casado y la vida sexual era muy monótona -cuenta Ariel-. Por eso, cuando tenía relaciones tomaba alguna pastilla para tener erecciones con mayor facilidad. Después me separé, y desde entonces, cada tanto, cuando tengo relaciones, la tomo. Como la experiencia con estas pastillas fue buena, uno tiende a seguir usándolas, como para no fracasar. Es algo que da tranquilidad.”
Vale aclarar que Ariel nunca se automedicó. El uso de drogas para la disfunción eréctil surgió de un acuerdo con su médico. “Existen consultas de pacientes en las que uno se da cuenta de que no tienen disfunción, pero frente a exigencias que ellos se autoimponen o por inseguridad prefieren optar por un fármaco que les reasegure lo que no pueden reasegurar desde un punto de vista emocional”, señala el urólogo especialista en disfunciones sexuales Adolfo Casabé, director médico del Instituto Médico Especializado (IME).
Como Ariel, otros miles de argentinos acuden a sus médicos en busca de alguna pastilla que resuelva problemas que les son tan cotidianos como no poder dormir, estar estresado o ansioso, querer bajar de peso o tener buen sexo.
Después de muchos años de lidiar con el insomnio, Silvia Calabró, de 42 años, decidió capitular ante el diazepam, un tranquilizante popularmente conocido por uno de sus nombres comerciales: Valium. “Ya no podía soportar más pasar las noches en vela, me angustiaba mucho -explica Silvia, que halló en el medicamento una solución inmediata a un problema de larga data-. No lo tomo todos los días. Pero si a la hora de irme a dormir noto que todavía estoy muy acelerada y sé que al día siguiente me espera una jornada laboral complicada, no dudo en tomarlo para poder descansar.”
En casos como el de Silvia o Ariel, existen alternativas efectivas que no descansan en el uso de medicamentos. Pero no todos están dispuestos o son capaces de invertir tiempo y esfuerzo para solucionar el motivo que los ha llevado a la consulta médica, o necesitan contar con algo que les brinde la seguridad de que podrán superar ese trance.
Daniel Bogiaizian es doctor en psicología y recuerda un caso muy ilustrativo. “Hace 15 días me consultó una paciente por un problema de ansiedad social bien típico: en situaciones laborales y familiares se ponía muy nerviosa, pues tenía el temor de ser el centro de atención y ser evaluada negativamente. No era un caso severo y le sugerí que lo mejor era primero hacer una psicoterapia individual y luego entrar a un grupo de pacientes con ansiedad social.”
“Cuando le estaba sugiriendo esto, le conté que había una tercera opción, que era adicionar un psicofármaco. Le dije que no se lo sugería, porque me parecía que con la terapia era suficiente. Pero ella me lo pidió igual, porque no quería lidiar más con los síntomas, quería algo de afuera que le solucione lo que ella no estaba pudiendo resolver”, cuenta Bogiaizian, actual presidente de la Asociación Argentina de Trastornos de Ansiedad.
“Creo que tiene mucha importancia respetar la idea que tiene el paciente de lo que es mejor para él, siempre dentro del marco de lo que es la ética de ofrecer el mejor tratamiento posible -opina Bogiaizian-. En muchos casos es muy difícil negarle la alternativa de que acceda a un fármaco si realmente cree que eso es lo mejor para él. Incluso hay estudios que muestran que cuando las personas tienen la posibilidad de elegir la orientación de un tratamiento obtienen mejores resultados”, dice el psicólogo, al tiempo que contrapone una advertencia: “Hay cierta ilusión de que hay una pastilla para todo, y es verdad que muchas funcionan, pero otras no”.
En algunos casos, la medicación puede ser utilizada en virtud de su efecto placebo, pero a sabiendas de que ese efecto en algunas ocasiones puede no sólo no ser despreciable en el contexto del paciente, sino que incluso puede convertirse en una suerte de bastón en el que se apoyará el paciente para poder cumplir con un tratamiento que no le resulta sencillo. Dentro de este rubro pueden colocarse, por ejemplo, muchos de los actuales suplementos dietarios y nutracéuticos que se emplean para el descenso de peso.
“En estos suplementos el efecto es tan escaso (no más que un descenso anual del 2 al 3% del exceso de peso) que incluso muchas veces es difícil distinguir entre el efecto del suplemento dietario del efecto placebo”, comenta el doctor Edgardo Ridner, médico nutricionista, ex presidente de la Sociedad Argentina de Nutrición, que destaca que, justamente, el mayor valor de estos suplementos reside en su efecto placebo.
Para quien se encuentra en proceso de adoptar un plan alimentario acompañado de una rutina de actividad física, saber que cuenta con un medicamento que lo va a ayudar en algo, poco, pero algo al fin, puede ser la diferencia entre comprometerse o no con el tratamiento. “Es como un bastón en el que se apoya el paciente, como un empujoncito que puede hacer la diferencia en los momentos en los que el paciente que busca bajar de peso duda de si comer o no una porción más de lo que le permite su plan alimentario”, explica Ridner.
En todo caso el problema, señala la licenciada en nutrición Ana Chezzi, “es que a veces las fantasías que hay en torno de estos productos pueden jugar en contra, si es que la persona en vez de hacer lo que tiene que hacer para bajar de peso, sólo se centra en el mágico efecto de estas pastillas. Sólo su efecto placebo es útil, cuando estimula a los pacientes a que se aboquen más a cumplir la dieta y hacer ejercicio”.
Sólo saber que está ahí
Faltaban unos pocos días para emprender un periplo de siete vuelos en 25 días por Europa cuando Florencia Luis tuvo la mala idea de ver el film El vuelo . “Ya desde el comienzo de la película, un avión despega y se estrella -recuerda Florencia, de 23 años, asistente de cuentas de la consultora Identia-. A partir de entonces me empecé a maquinar con la idea, y a ese miedo se sumaron los nervios de que dos días antes de viajar tenía que rendir el último final de mi carrera.”
El esperable cóctel de nervios, miedo y ansiedad culminó una semana antes de subir al avión, cuando Florencia compartió sus inquietudes en un consultorio médico al que acudía por otros motivos. “Le dije al médico que tenía mucho miedo, mucha ansiedad, y ahí mismo me recetó Alplax [alprazolam]. Me dijo: «Si estás muy nerviosa al subir al avión, tomate un cuartito». En el primero de los vuelos no tomé nada y la pasé muy mal, en parte por la tormenta eléctrica que había al momento de despegar, pero me la banqué. Al segundo vuelo, que era en un avión muy chico e inestable, me dije: «Tomo; si no me muero».”
Era la primera vez que Florencia tomaba un ansiolítico, y también fue la última. “El medicamento me sacó la ansiedad y me sedó, viajé dormida -recuerda-. Pero en los vuelos restantes ya no sentí la necesidad de tomarlo. Lo llevaba encima, eso sí, por las dudas, y lo sigo llevando en la cartera siempre que viajo en ómnibus de larga distancia, en los que tampoco la paso bien si viajo de noche. Yo intento de todas las maneras posible no tomar el medicamento, y de hecho no lo hago, pero sé que si me agarra un ataque de ansiedad cuento con algo que me puede ayudar. Y eso me da tranquilidad.”
“El problema no es la medicación, sino cuál es su uso -afirma el médico psiquiatra Horacio Vommaro, jefe de psiquiatría y salud mental del Instituto de Neurociencias Buenos Aires (Ineba)-. Hay medicación que ayuda a resolver o paliar mucha sintomatología y muchos cuadros, lo que pasa es que frente a un pedido de un paciente siempre hay que asegurar la racionalidad de su uso.”
Para Vommaro, el principal peligro es el uso de este tipo de medicamentos cuando no son indicados por un médico. “Como resultado de una cultura de la rapidez y de la inmediatez, la medicación circula en la vida cotidiana -sostiene-. Hoy, una persona que habla con otra que no puede dormir no duda en decirle que tome algo que a ella le hizo bien.”
Marina Drake, neuropsicóloga coordinadora de Neuropsic, opina que se les ha perdido un poco el respeto a medicamentos como los psicofármacos. “Si por respeto se entiende temor o vergüenza por tomarlos, creo que se les ha perdido el respeto”, dice, y agrega que incluso en algunos casos es “bajo el registro de la necesidad de un control por parte del médico o de los efectos colaterales que pueda traer la medicación”.
En los casos en que la medicación se instala como un refuerzo positivo de la persona en trámite de superar algún problema que, efectivamente, responde en forma positiva a ese fármaco, es clave el criterio y el conocimiento del médico para determinar cuándo es tiempo de dejar esa muleta farmacológica, y cómo hacerlo. Si la medicación ha sido bien indicada, es esperable que su abandono transcurra sin mayores contratiempos.
“Cuando se ha recibido durante mucho tiempo la medicación es habitual que se haga una reducción paulatina de la misma, período en el que el paciente va viendo por sí mismo que puede desenvolverse sin problemas con cada vez menores dosis -explica Drake-. Esto genera una mayor confianza en las propias posibilidades de la persona de enfrentar la vida cotidiana sin requerir medicación.”
Así, para muchas personas el medicamento al que recurren para dar respuesta a un problema cotidiano puede convertirse en un acompañante ocasional, temporario o, en algunos casos, de por vida, aunque más no sea para saber que se cuenta con él para “situaciones de emergencia”. En todos los casos, la pregunta que debe hallar una respuesta es si el medicamento es realmente necesario.
“En lo que hace a la disfunción eréctil, muchas veces nos encontramos con pacientes en los cuales uno observa una cuestión muy importante de inseguridad o de autoexigencia desmedida, y en los que uno prescribe una medicación que podría no ser prescripta -concluye Casabé-. Pero también es importante tomar en cuenta que en general se trata de pacientes que vienen con una gran carga emocional, y a veces no les alcanza sólo con la palabra.”
LA NACION