Celebrar con colores, como Krishna manda

Celebrar con colores, como Krishna manda

Por Delfina Krüsemann
Llevo un mes viajando por la India y ya me acostumbré a escenas como ésta: todo es caos y ruido; hay centenares de personas empujando para llegar primero, entrando por las ventanas y hasta por los techos para conseguir un asiento.
Es que faltan apenas días para el Holi, la festividad religiosa que le da la bienvenida a la primavera y es lo más parecido a un carnaval en este país. Lo que ocurre es que sólo se celebra en las provincias del norte; por eso, miles de personas que emigraron a la ciudad regresan por el fin de semana a sus pueblos natales, para festejar como Krishna manda. Yo tampoco quiero perdérmelo y por eso me voy de Mumbai a Mount Abu, un pueblo-oasis en la desértica provincia de Rajastán. Pero primero tengo que sobrevivir al viaje de 12 horas.
El guarda hace chillar su silbato, anunciando que vamos partir. Nadie sabe bien cuándo. La India funciona como un universo paralelo y el tiempo es una convención relativa. Mi tren no es la excepción: ya lleva 40 minutos de retraso. De repente, la locomotora ronronea. “Ahora te vas”, me anuncia Leela, la amiga que me hice desde que estoy acá. Me mira con sus insondables ojos negros y dice: “Nuestra vida es un lienzo en blanco. Dios nos pinta de todos los colores. Como en el Holi nosotros jugamos, a él también le gusta jugar”. La abrazo y me subo al vagón.
Estoy bastante conmovida. Para distraerme, releo lo que dice mi guía de viaje sobre el Holi. Como en toda fiesta popular, el descontrol toma las calles, pero en este caso la anarquía adquiere tonos multicolores, porque la gente se arroja agua y polvos teñidos de fucsias saturados, amarillos y naranjas brillantes, azules eléctricos, rojos intensos. Como extranjera, no me quiero perder esta experiencia, pero también sé que corro un poco de peligro: los locales pueden tomarme de punto, sobre todo siendo mujer y si los hombres están bajo los efectos del alcohol. “Mejor quedarse en el hotel o salir acompañada”, reza la Biblia de los viajeros. No va a ser la primera vez que yo desobedezca sus preceptos.
A la noche, durmiendo en mi litera, sueño con Ganesha, el dios-elefante. Me agarra y me zamarrea por los aires, mientras me tira bombuchas de pintura fluorescente.
Me despierto llegando a Mount Abu. Fiel a mi estilo improvisado, no reservé hospedaje; recién ahora me doy cuenta de mi error. ¡Todas las camas están reservadas desde hace meses! Estoy a punto de desesperar cuando una casa me llama la atención. Su cartel reza: Kiddie’s house . Me acerco a la recepción y me encuentro con un típico Swami (maestro) vestido de naranja con la cabeza rapada, tomando té junto a un indio que se presenta como Parmu. Cuando les pregunto si hay una cama, me explican que la casa es un albergue para chicos que vienen de zonas rurales a estudiar la primaria a Mount Abu. Creo que mi cara de angustia los enternece, porque me ofrecen un té chai que no puedo rechazar. Parmu me hace todo tipo de preguntas. Que cuántos años tengo, que por qué viajo sola, que dónde está mi marido, que cómo es la Argentina, si existe la tradición de los matrimonios arreglados…
Swami no habla, pero nos mira tan concentrado como ido. Su presencia me altera, pero también me calma.De repente, encontrar un cuarto de hotel me parece secundario. La vida es acá y ahora, contándoles sobre mi hogar, a 15.000 kilómetros.
La paranoia no mengua cuando ambos empiezan a hablar en hindi y es evidente que el tema soy yo. “Swami te va a llevar a su ashram. Desde que se separó de su comunidad, nunca lo abrió para nadie, pero hoy vas a poder dormir ahí para que mañana disfrutes del Holi”, me anuncia finalmente Parmu.
Ya sola en mi habitación sencillísima del ashram, me pregunto cómo llegué ahí. No es la primera vez que la India me muestra su cara mágica. Hace años que no rezo, pero me pongo de rodillas y repito una sola palabra: Gracias, gracias, gracias… En ese trance estoy cuando Swami me anuncia que el Holi ya empezó. ¡¿Cómo?! Sí, la luna llena se asoma y en el centro del pueblo encendieron la fogata que recuerda la muerte en la hoguera del demonio Holika. Es la primera vez que Swami me habla… ¡y hasta me sonríe! “Vaya señorita, acá la puerta queda abierta. Usted vuelve cuando quiere.”
Los tambores y la humareda me guían hasta el enorme fuego. Decenas de personas caminan alrededor, formando un círculo perfecto. Hay cantos, rezos, risas. Me da vergüenza entrar en la ronda porque soy la única extranjera. ¿Y si piensan que lo tomo como un mero entretenimiento? La realidad es que la devoción de los indios me emociona. Su religión los exulta y los eleva. “¡Happy Holi!”, me desea un viejito, al tiempo que me pinta la cara de polvo rosa. Lo dejo hacer, tal vez porque es el único que anda coloreando a todos. “Espéreme acá”, me pide. Enseguida regresa con una nena en brazos; tiene ocho meses y se llama Kushi. “Es mi nieta, ella también vive su primer Holi”, me cuenta, y me la entrega para que la alce. La sostengo en mis brazos. Los enormes ojos de Kushi miran todo con desconcierto, pero se divierte cuando saltamos y bailamos juntas. ¿Este es el Holi tan peligroso para extranjeros? “¡Nooo, eso es mañana, usted no salga bajo ningún punto de vista, señorita!”, me ruega el hombre.
Al día siguiente, camino las tres calles que separan al ashram del albergue de Parmu. Hay heridas de guerra en todas las fachadas y veredas, pero llego intacta a desayunar mi tan ansiado chai.
Entro con cautela. Parmu está en el patio trasero, rodeado de diez, quince, ¿veinte?, nenes y nenas. Me resultarían adorables si no fuese porque atacan a mi salvador con bombuchas tecnicolores. “Chicos, miren, ¡a ella!”, los alienta cuando saludo desde lejos. No tengo escapatoria. Me despido de mi camisa preferida y me entrego al juego. Cuando la pintura se acaba y me miro al espejo, teñida como un arcoiris, recuerdo las palabras de mi amiga Leela y sonrío.
De vuelta en el ashram, bajo la atenta mirada de Swami que ya no me intimida, friego y refriego mi camisa con agua y jabón, pero los colores impregnados en la tela no pierden su potencia. El sol del mediodía entra por la ventana y de repente me inunda una paz total. Nunca pensé que tendría una experiencia religiosa lavando ropa. Puedo escuchar los tambores a lo lejos. En el centro, los locales siguen festejando a su manera. Yo ya estoy en otro plano.
LA NACION