20 Mar ¿Por qué llega una persona a vivir en la calle?
Por Teresa Zolezzi
Días enteros sin bañarse, la ropa sucia o rota -que les queda grande o chica porque no las compraron para ellos-, el hambre, las adicciones, la exposición a la violencia y un denominador común: una mirada de dolor que a gritos pide ayuda. A simple vista, la calle parece igualar a los que viven y duermen en ella, pero detrás de cada uno se esconde una historia diferente, una razón que revela por qué la vida los dejó al desamparo, sin un techo que los proteja, y por qué se vuelve tan urgente trabajar para recuperar su dignidad.
Problemas económicos, contextos vulnerables, malas elecciones de vida, problemas de adicciones, peleas familiares, escapes por situaciones de abuso o maltrato y abandono son algunos de los motivos que llevan a una persona a vivir en la calle. Pero lo más determinante es el no contar con una red de contención afectiva que los rescate de cualquier traspié que estén atravesando.
“Generalmente no hay una única causa. Muy pocos llegan a la calle solamente por una cuestión económica. Siempre hay algo más que acompaña que hizo que el círculo social se haya ido cortando”, sostiene Manuel Lozano, coordinador de Fundación SI, que realiza recorridas diarias para asistir a la gente que vive en la calle.
Las cifras nunca son exactas porque estamos hablando de una población muy nómade. Pero según un estudio
reciente de la organización Médicos del Mundo (MDM) existen 16.353 personas en situación de calle en la ciudad de Buenos Aires. Esta cifra incluye a individuos en hogares o paradores de tránsito; a personas alojadas en albergues y hoteles por medio de subsidios habitacionales; a quienes se dedican al cartoneo como medio de subsistencia; a la población afectada por desalojos, y a la gente viviendo físicamente en la calle.
Através de su Programa Salud en Calle, MDM brinda atención primaria de salud y acompañamiento social a personas que sobreviven en estas condiciones. Carolina Karagueuzian, su responsable, asegura: “Prevalecen hombres mayores de 50 años, muchos con vínculos familiares rotos, sin trabajo, algunos con problemas psiquiátricos y otros que padecen ciertas adicciones. Son personas que sufren una gran falta de contención frente a una crisis y no tienen dónde apoyarse”.
Cada uno esconde heridas -que en algunos casos nunca cicatrizan- y son protagonistas de historias de vida que se van complicando cada día más, hasta llegar a un punto que parece sin retorno. Sin embargo, con la asistencia y el apoyo necesario, algunos encuentran el camino de regreso a la reinserción en la sociedad, y consiguen encauzar su vida.
Construir la esperanza
“Sabía que había personas en situación de calle, pero nunca imaginé que yo iba a vivir una cosa así”, confiesa Marcelo Castro a los 51 años en el Hogar de San José, ese lugar que le dio una segunda oportunidad para salir adelante. Habla tranquilo, sin prisa; mide 1,95 metros y luce un prolijo bigote, el cual esconde una porción de la gran sonrisa que, gracias a su voluntad y esfuerzo, logró recuperar.
Fue remisero y tuvo un quiosco hasta que un día lo perdió todo. “Me agarró el corralito y tal vez por falta de cabeza fría y macanas que me mandé en un estado límite, terminé en la calle”, cuenta. El primer tiempo se mudó a lo de unos primos en Córdoba. “Ellos tenían hijos chiquitos, una familia numerosa con seis pibes que alimentar…, muchos gastos. Me querían ayudar, pero yo me di cuenta de que era un estorbo para ellos, así que volví a Buenos Aires”, expresa mientras los recuerda con cariño.
Durante diez días durmió en plazas, estaciones de tren o donde lo encontraba la noche. Incluso dormía de día porque andaba tan cansado que se le cerraban los ojos.
Marcelo hacía malabares para sobrevivir y se las ingeniaba para encontrar algo con que alimentarse diariamente. Asegura que en la calle, a través del boca a boca, es posible conocer dónde desayunar, almorzar o conseguir ropa. En algunas ocasiones se pasaba horas en una iglesia esperando un pedazo de pan o una factura.
En la calle también fue víctima de la inseguridad. El otoño comenzaba a asomarse y le robaron su campera y el calzado que traía puesto. “Son cosas menores, pero lo que pasa es que cuando estás en esas circunstancias y te sacan el único par de zapatillas que tenés, después no te queda más remedio que caminar descalzo hasta conseguir otras”, explica.
Un día se enteró de la existencia del Hogar de San José, en el barrio de Balvanera, que brinda a 60 hombres mayores de edad que se hallan en situación de calle o en extrema pobreza, la cobertura de las necesidades humanas elementales como la alimentación, la higiene, la vestimenta, la protección y el sentido de pertenencia. Marcelo vivió allí por un año y descubrió que su reinserción social era posible: mediante un taller de capacitación en la cooperativa del hogar aprendió valiosos conceptos de plomería, albañilería, electricidad y pintura, entre otros. “Yo tenía algunos conocimientos porque había cursado hasta segundo año de Ingeniería, pero me faltaba experiencia”, dice. El aprendizaje recibido le permitió encontrar nuevas fuentes de trabajo y pagar el alquiler de un hotel cerca del hogar. A su vez, su actitud comprometida y responsable lo convirtió en el presidente de esta cooperativa, que actualmente dirige con entusiasmo.
Hoy Marcelo, además de ser presidente de la cooperativa, colabora como voluntario del Hogar de San José realizando múltiples tareas como lavar platos o preparar la comida. Para lo que lo necesiten, él está. Su intención es devolverle a este lugar un poco de lo mucho que recibió ya que, como el mismo afirma, aquí le devolvieron la vida.
Una familia en la lucha
Gabriel Palesa y su familia estuvieron cuatro años en situación de calle, viajando de un lugar a otro, durmiendo en hospitales, comisarías, estaciones de tren y viviendo en hogares y paradores que ofrecen una cama a las personas sin techo. Junto a sus hijos, Francisco de 8, Guadalupe de 7 y Alejo de 6, se las arreglaban como podían para mantenerse unidos y vencer numerosos obstáculos que se presentaban a diario, desde qué comer hasta cómo educar a sus niños en un contexto donde la pobreza, la inseguridad y la violencia son moneda corriente.
“Yo era dueño de un departamento en Lugano que pude comprar gracias al trabajo que tenía en un supermercado. Después conocí a la mamá de los chicos y nos fuimos desprendiendo de algunas cosas hasta llegar a vender la propiedad. Queríamos llevar un estilo de vida más hippie”, cuenta sin tapujos. Este deseo los llevó a pasar por 14 provincias en un año. “En cada una visitábamos cinco o seis distritos, íbamos buscando un nuevo sueño con los chicos a cuestas. Mi mujer era muy nómade de espíritu y yo muy familiar”, agrega.
Ni bien llegaban a un nuevo destino pedían ayuda a quienes se cruzaran en su camino con la esperanza de que alguien les diera una mano. Gabriel dice que sus hijos siempre contaron con una buena alimentación que los hizo crecer sanos y fuertes. Como él es vegetariano, su prioridad se basaba en tratar de conseguir frutas y verduras.
Algunas personas los alojaban por poco tiempo y luego volvían a sentir la desesperación y tristeza provocadas por la falta de un hogar donde refugiarse. “Cuando vivís en la calle, el miedo es irte a dormir, despertarte y que te hayan robado a un nene. Siempre que me levantaba lo primero que pensaba era: por favor que estén los tres”, recuerda.
La incomodidad de tantos lugares los trajo de vuelta a la Capital. Durante la cuarta noche que llevaban durmiendo en el hospital Peña, alguien que los vio y que nunca conocieron llamó al 108, la línea gratuita del Programa BAP (Buenos Aires Presente) del gobierno de la ciudad que tiene como objetivo atender a personas y familias en condición de riesgo social, afectadas por situaciones de emergencia o con derechos vulnerados. Los asistentes sociales los escucharon, acompañaron y les ofrecieron alojarse en un parador familiar de Costanera Sur. La mujer de Gabriel permaneció allí por unos días y después lo abandonó, dejándolo solo al cuidado de sus hijos. Actualmente ella los visita cada dos semanas.
En el casi año y medio que residieron en el parador, tanto los chicos como Gabriel debieron aprender a relacionarse y convivir con otras personas que habían atravesado situaciones muy fuertes de violencia familiar, problemas psiquiátricos o de salud, adicciones, situación de cárcel, entre otras tantas. A pesar de esto, él disfrutaba de ver a sus hijos jugar en el patio de este lugar, y todos los días se tomaba dos colectivos para llevarlos la escuela. Orgulloso cuenta que Guadalupe salió elegida mejor alumna el año último.
Estando allí dentro, Gabriel aprovechó el tiempo libre para volver a dibujar, algo que siempre disfrutó. Sus creaciones artísticas así lo confirman y dejan al descubierto un talento innato que se convirtió en un emprendimiento propio. Ya lleva vendidos 70 dibujos, tiene un blog (http:/lavidaenlapiz.blogspot.com.ar) y sigue apostando a más. Hace un mes, gracias al subsidio habitacional que recibe de parte del gobierno de la ciudad pudo mudarse a un hotel y paso a paso esboza, como en sus obras, un futuro más alentador para él y su familia.
Del interior a Buenos Aires
Hace menos de un año, Nicolás Villanueva vivía en Bahía Blanca junto a su madre, su padrastro y su hermano menor. “No me llevaba bien con el marido de mi mamá y hubo algunas situaciones que no me gustaron y me hicieron querer irme de casa. Más de una vez él se puso violento y le quiso pegar a mi mamá y a mi hermano, y yo me metí en el medio. Creo que Dios estaba ahí y por eso terminó todo bien”, cuenta.
Escapando de una dura realidad se metió en otra, tal vez, mucho más difícil todavía. Llegó a la ciudad porteña con apenas unos pocos pesos en el bolsillo y se instaló en un hotel en Constitución. “Yo quería comprar mercadería para vender en el tren, pero una noche me asaltaron, me golpearon y me robaron lo poco que tenía. Y ahí quedé en situación de calle, me sacaron hasta las zapatillas. Como estaba todo lastimado, unos policías me dieron una moneda para ir hasta el hospital”, recuerda con precisión.
“La calle de Buenos Aires es jodida”, asegura Nicolás, y sin embargo a él no le quedó más opción que vivir allí por 8 meses. Este tiempo corto, pero intenso, lo marcó a fuego. “Me tuve que hacer más fuerte., bancarme dormir en el piso, sobre un cartón y con una frazada. Aprendí por dónde hay que caminar y por dónde es mejor no meterse, con quién es conveniente juntarse y con quién no, dónde están los comedores que te ayudan con comida y los lugares donde podés bañarte”, explica.
También tuvo que acostumbrarse a lidiar con compañeros borrachos o pasados de droga. Nunca recurrió a la violencia, ya que cree fervientemente que la palabra es la mejor arma para llegar a un acuerdo. Más de una vez lo trataron de convencer para que probara el paco pero él, viendo el efecto devastador que produce, siempre se negó.
Para preservar a su mamá del dolor y la preocupación de saber que está en la calle, prefirió callar. “Con ella hablo por teléfono y por Facebook. No le quiero contar mucho para no hacerla sufrir.”, dice con una risa que denota una dosis de cierta culpa.
Una de las cosas más lindas que le sucedió estando en la calle fue conocer a los voluntarios de la Fundación SI, quienes se acercaron para charlar con él, conocer su historia y acompañarlo a salir adelante. Ellos lo orientaron sobre las distintas opciones laborales, y hace tres meses pudo mudarse a un hotel gracias a un trabajo que consiguió dentro de una distribuidora.
Desafortunadamente, el empleo era temporario y hoy Nicolás vuelve a sentirse vulnerable frente a la posibilidad de regresar a la calle ya que el dinero no le alcanza para pagar el alquiler. Mientras tanto se las rebusca para conseguir algo de dinero, ocupándose los fines de semana de desarmar los 16 puestos de la feria de San Telmo. También hace poco se compró un limpiavidrios, un balde y un trapito que lo acompañarán hasta que pueda encontrar un trabajo más estable.
Todos los sábados asiste al grupo de autoayuda de la Fundación SI, que brinda asistencia psicológica a gente que está o estuvo en situación de calle. Se le nota: ganas y voluntad de mejorar le sobran. Sólo le falta una oportunidad y una puerta que se abra para demostrarle que la paciencia y perseverancia siempre llevan a buen puerto.
LA NACION