Pessoa y Ofélia, una historia de amor

Pessoa y Ofélia, una historia de amor

Por Santiago Kovadloff
Acaba de aparecer en Lisboa, en edición conjunta, Cartas de amor de Fernando Pessoa e Ofélia Queiroz (Assírio e Alvim, 2012). De esas cartas se conocían hasta ahora dos recopilaciones independientes. La editorial Ática, también de Lisboa, había dado a conocer, en 1978, las que el poeta dirigió a Ofélia. A su vez, las de ella a él fueron publicadas por la casa Assírio e Alvim en 1996, cinco años después de la muerte de la autora.
En nuestro idioma se difundió una bella edición de las Cartas a Ophélia, bajo el sello barcelonés Libros del Zorro Rojo (2010). La traducción, en este caso, estuvo a cargo de Alejandro García; el prólogo lo realizó Antonio Tabucchi y las ilustraciones, Antonio Seguí.
La correspondencia de los grandes creadores siempre despierta interés. Y la amorosa en particular, una curiosidad irrefrenable entre sus celebrantes. Del campo de la filosofía proviene, al parecer, el intercambio de cartas de amor más antiguo que conocemos: el que mantuvieron Abelardo y Eloísa en el siglo XI. Hace unos años vieron la luz, dentro de ese mismo campo, las cartas intercambiadas por Hannah Arendt y Martin Heidegger. Pero es en el terreno literario propiamente dicho donde se encuentra uno de los cuerpos más nutridos y variados del epistolario amoroso. Lo enriquecen, entre otras, las páginas de Victor Hugo, Flaubert, George Sand, Dostoievsky, Kafka, Lugones, Virginia Woolf, Pavese, Borges, Sartre y Simone de Beauvoir. A ellas cabe sumar ahora las cartas de Fernando Pessoa en su correspondencia con Ofélia Queiroz. Esta edición conjunta, que tanto facilita el acceso a las emociones de ambos, todo se lo debe al paciente ordenamiento cronológico de las cartas y a las oportunas notas aclaratorias de Manuela Parreira da Silva. El volumen, inédito en nuestro idioma, será publicado por Emecé próximamente.

Un amor contrariado
Sorprende, en las Cartas, la abundancia de un léxico aniñado. En los momentos más intensos, Pessoa y Ofélia se tratan como chicos que están aprendiendo a hablar. ¿Un juego? Sin duda. Pero es en ese lenguaje infantil que expresan, constantemente, la ternura y aun el deseo que cada uno despierta en el otro. Ofélia a Fernando lo llama “filhinho” (hijito) o “bonequinho” (muñequito). Y le dice, arrebatada, que quisiera acunarlo en sus brazos. Él se dirige a ella llamándola “bebezinho” (bebito). Los besos que se envían, los que se dan y los que quisieran darse son “jinhos” (“sitos”) y “pombinhos” (palomitos) los pechos de Ofélia que Fernando quisiera acariciar.
El estilo epistolar de Ofélia es directo; escribe siempre con vivacidad, sin reservas. Todo lo que siente y le sucede, piensa y cree ingresa en tropel a sus cartas. Ellas recuerdan, por lo torrencial y espontáneo, a las páginas de un diario adolescente. No es así en el caso de Pessoa. Las suyas son cartas breves, medidas, sin arrebatos. El ingenio suple, a veces, la falta de espontaneidad y la notable pobreza informativa sobre su vida.
El libro que las agrupa contiene 51 cartas de Pessoa. Las de Ofélia suman 129, sin contar los telegramas que mutuamente se envían cuando ya no están en pareja. Organizada, como se señaló, por Manuela Parreira da Silva, la obra, que reúne por primera vez la correspondencia del poeta y su novia, comienza con el intercambio epistolar de 1920, precedido por una única carta de Ofélia, de 1919, año en que se inició la relación. A fines de 1920, Ofélia y Fernando dejan de verse y de escribirse. La segunda y última etapa de la correspondencia y del vínculo recomienza con fuerza en 1929 y se extiende, a los tumbos, hasta 1931.
Ofélia, en sus cartas, se queja invariablemente de la inconstancia de Pessoa para escribirle. Su parquedad la enoja. Lo esporádico de su contacto la desespera. Una y otra vez le pregunta si la quiere. Fernando trata de explicarse: no le gusta escribir cartas. Menos aun, amorosas. Hacerlo, afirma, es reconocerse apartado de aquél con quien tanto se desea estar. Y eso es lo triste. Quisiera verla. Verla en serio, horas. Ella concluye entonces que si no le gusta escribirle, menos le gustará leer sus cartas, siempre extensas y demasiado frecuentes.
Los dos residen en Lisboa. Durante algún tiempo, comparten tareas en una misma oficina. Allí se conocieron en 1919, cuando él cursaba los 31 años y ella los 19. Fuera de ese escenario sin privacidad, se ven muy poco, casi a escondidas y siempre fugazmente. ¿Por qué? Pessoa se niega a formalizar el vínculo. Le parece ridículo pedir la mano de Ofélia. Ella no coincide. Las costumbres exigen blanquear la relación. Sólo así una muchacha decente puede dejarse ver en la calle acompañada por un hombre. Pessoa tiene, para mostrarse inflexible, otra razón además de la expuesta. Es más profunda que la primera. La situación económica del poeta lo convierte en un perdedor por anticipado. Está lejos de poder sostener un hogar. El señor Queiroz, padre de Ofélia, lo rechazará sin dudarlo. Y por esa humillación Pessoa no está dispuesto a pasar. En abril de 1920 le escribe a Ofélia al respecto.
Hijita: No veo nada claro el futuro. Quiero decir que no veo lo que va a suceder, qué va a ser de nosotros, dada tu manera de ceder, cada vez más, a todas las influencias de tu familia y de defender en todo una opinión contraria a la mía.
El 31 de julio de ese mismo año, da un paso más: “Cuando me dices que lo que más deseas es que me case contigo, es una pena que no me expliques que tengo al mismo tiempo que casarme con tu hermana, tu cuñado, tu sobrino y no sé cuántas clientas de tu hermana”.
Entre Ofélia y Fernando nunca hubo auténtica intimidad. Es seguro -ateniéndonos a las Cartas- que no tuvieron un solo encuentro sexual pleno. Sí escarceos, roces, caricias tan ardientes como apresuradas. Ambos aluden a ellas. Ofélia, por momentos, es muy directa al respecto. Pero no está dispuesta a dar el salto que Pessoa le reclama. Sufre, a la vez, porque quisiera verlo a diario, aunque sólo fuera unos minutos. Toda la correspondencia del año 20 abunda en planificaciones acerca de horarios y lugares donde encontrarse: esquinas, estaciones de ferrocarril, paradas de tranvía, plazas. Por la mañana, al atardecer, en algún instante del mediodía. Quince, veinte minutos. O el éxtasis inusual de media hora. Jamás por la noche. Ella lo sueña a Pessoa convertido en su marido. Él, en cambio, anhela un largo rato de intimidad:
¿No habrá, Ofelita, manera, lugar y hora de encontrarnos un día cualquiera de forma que podamos hablar un poco más que el cuarto de hora que lleva el camino de Corpo Santo hasta la casa de tu hermana? ¿Cuándo podremos encontrarnos a solas, en cualquier lugar, mi amor?
Ante su imposibilidad de hacerlo como Pessoa quisiera, Ofélia le ofrece otra proximidad. Vive para escribirle. Para escribirle y esperar, incansablemente, que él le responda. Que él acepte verla en los términos que le impone su temor a ser descubierta.
Ni las cartas de él ni su disposición a encontrarse con ella tienen, ya lo dije, la frecuencia que Ofélia reclama. Detrás de su silencio, y de sus excusas cuando lo rompe, Ofélia empieza a discernir, al verlo, al oírlo, al leerlo, que hay en su querido algo sombrío, inasible, inabordable para ella. Tardará mucho, sin embargo, en privarlo de su ternura. Lo quiere, lo espera, lo busca sin pausa. Se nombra “Ofélia Pessoa”. Él no alienta esa ilusión. Hacia septiembre de 1920, el repliegue de Pessoa se ahonda. Ella, inútilmente, le suplica que no la haga sufrir, que le aclare qué sucede. No hay respuesta. Finalmente, Ofélia se impacienta. Su tono cambia, su hartazgo aflora: “Hace tres días que no apareces. Antes eras más atento conmigo, más cariñoso. ¡Cómo cambiaste!”, le reprocha en octubre. El 27 de noviembre decide romper.
Hace cuatro días que no apareces y ni siquiera te dignas a escribirme. Siempre la misma forma de proceder. Como no tienes ningún motivo para terminar conmigo, actúas entonces como lo haces. Pues bien, yo así no quiero que sigamos. Me doy cuenta de que no soy tu ideal, lo comprendo claramente.
Y a renglón seguido y drásticamente, toma distancia de él y deja de tutearlo: “Lo único que lamento es que usted haya necesitado un año para comprenderlo. Porque si yo le gustara, usted no procedería como lo hace, no tendría valor para hacerlo”. Se diría que recién entonces Fernando Pessoa resuelve escribirle a Ofélia con franqueza. Soslaya las excusas, olvida las expresiones infantiles, hace a un lado el humor con el que había buscado entretenerla. El 29 de noviembre de 1920 le confiesa que ya no la ama. Le cuenta a qué aspira, qué le importa en realidad. Es cierto que, en este último aspecto, no termina de ser claro y lo reconoce. Pero se justifica diciéndole que ella no solamente no sabe nada de su misión sino que tampoco tiene por qué saberlo.
Ofelita: Agradezco tu carta, me trajo pena y alivio a la vez. Pena, porque estas cosas siempre provocan pena; alivio, porque, en verdad, la única solución es ésa: no prolongar más una situación que no tiene ya la justificación del amor, ni de tu lado ni del mío. Del mío, al menos, queda una estima profunda, una amistad inalterable. ¿No me negarás la tuya, verdad, Ofelita? Ni tú ni yo tenemos culpa en todo esto. Solamente el Destino tendría culpa si el Destino fuese alguien a quien atribuirle culpas.
El tiempo que envejece las caras y los cabellos envejece también, pero más rápido todavía, los afectos violentos. La mayoría de la gente, que es estúpida, logra no darse cuenta y cree que aún ama porque contrajo el hábito de sentir que ama. Si así no fuese, no habría en el mundo gente feliz. Las criaturas superiores, en cambio, se ven privadas de la posibilidad de esa ilusión, porque no pueden creer que el amor dure, así como tampoco se engañan al sentirlo acabado, confundiéndolo con la estima o la gratitud que dejó.
No sé si quieres que te devuelva algo, cartas u otras cosas. Yo preferiría no devolverte nada y conservar tus cartitas como memoria viva de un pasado muerto, como todos los pasados; como algo que fue conmovedor en una vida como la mía en la que el progreso de los años va a la par del progreso en la infelicidad y la desilusión.
Te pido que no procedas como la gente vulgar, que es siempre despreciable; que no me vuelvas la cara cuando nos crucemos ni guardes de mí un recuerdo teñido por el rencor. Preservémonos uno en el otro como dos conocidos de infancia que se amaron un poco cuando niños y aun cuando, en la vida adulta, hayan conocido otros afectos y seguido otros caminos, conservan siempre, en un rinconcito del alma, la memoria profunda de su amor antiguo e inútil.
Esto de “otros afectos” y de “otros caminos” vale para ti, Ofelita, no para mí. Mi destino pertenece a otra Ley, cuya existencia ni siquiera sospechas, y que está subordinado cada vez más a la obediencia a Maestros que nada permiten ni perdonan.
No es necesario que comprendas esto. Basta con que me guardes con cariño en tu recuerdo, como yo, inalterablemente, te guardaré en el mío.
La familia de Pessoa -su madre, sus tías, sus hermanas- nada supieron de la relación que Fernando mantuvo con Ofélia. Ofélia a su vez, y tal como Pessoa se lo insinúa, nunca accedió al significado profundo de la poesía en la vida del hombre que amó. No obstante, algo supo acerca del ingeniero Álvaro de Campos, uno de lo heterónimos de Pessoa. Era para ella un personaje inventado por su “Fernandito”. Su finalidad era importunarla, desalentar su interés en él. Algo así como un seudónimo destinado a interferir en la relación de ambos hablándole pestes de Pessoa e invitándola, sin vueltas, a apartarse de él. Ofélia lo detesta y así se lo hace saber al poeta. Pero también entra en el juego y llega incluso a escribirle directamente a Campos. Lo hace para manifestarle el desagrado que le inspira. A Pessoa le ruega que se libere del ingeniero. Le parece de muy mal gusto que le permita apoderarse de sus cartas. Pessoa se excusa. Le explica que no puede evitar sentirse avasallado por Campos. En un punto, no miente. Le ocurre con Campos y con los demás heterónimos. Pero nada de esto lo imagina Ofélia. Sí sabe, por cierto, que Fernando es un escritor. Ha leído algunos de sus poemas ortónimos (firmados con su propio nombre) que Pessoa, por lo demás, nunca le presenta como tales.
En el tramo final del vínculo, él hace referencia, si bien en términos generales, a su obra. A la necesidad de ordenarla y completarla. No hay, en las Cartas, ningún intercambio más sobre literatura. Nada se sabe, siquiera, acerca del efecto que, en Ofélia, pudo haber tenido, sobre todo a partir de los años 60, la trascendencia mundial gradualmente lograda por la poesía de Fernando Pessoa.
Se impone aquí una digresión. Las cartas de amor del poeta, como queda dicho, se editaron por primera vez en 1978. Precede el conjunto, aparecido en Lisboa, un testimonio extenso y por momentos vanidoso, de Ofélia Queiroz sobre su vínculo con Pessoa. A diferencia de lo que ocurre en el volumen conjunto de las Cartas, se alude varias veces, en esa invalorable introducción, a la obra literaria de Pessoa y a algunos de los escritores más cercanos al poeta. A todo ello se refiere Ofélia con familiaridad, aun cuando, como lo reconoce, no hubiese hablado nunca con Pessoa acerca de sus heterónimos Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Bernardo Soares; ni, cabe inferirlo, de la heteronomía como tal. Recuerda, sí, que en compañía de su sobrino Carlos, amigo de Pessoa y poeta también, solían reunirse los tres a conversar sobre temas literarios. Refiere asimismo Ofélia que Luís de Montalvor, muy cercano siempre a Pessoa y uno de los intelectuales portugueses que éste admiró, solía visitarlo en la oficina donde ella y él se vieron por primera vez. “Montalvor no le perdonaba a Fernando que nada hiciese para publicar su obra.” Por allí aparecían, además, “muchos jóvenes que venían a pedirle a Fernando colaboraciones para diarios y revistas. Y era algo a lo que él nunca se negaba”.
Cuenta Ofélia finalmente, en ese texto de la madurez, que una tarde de 1934 llamaron a la puerta de su casa. La mucama, pocos minutos después, se presentó ante ella y le entregó un libro. Se trataba de un ejemplar dedicado de Mensaje, el único libro que, habiendo recibido un premio del Estado, Pessoa pudo publicar.
Tras la separación ocurrida a fines de 1920, Ofélia y Fernando dejaron de verse durante más de ocho años. La relación se reanudó en septiembre de 1929. En ese largo distanciamiento, la obra ortónima y la heterónima lograron su plenitud. Cuando Pessoa vuelve a vincularse con Ofélia ya es, aunque no se lo hubiera reconocido así todavía, uno de los poetas más originales del siglo XX.
¿Cómo se produce el reencuentro con Ofélia? Pessoa tiene, en ese momento, 41 años; ella, 29. Por intermedio de Carlos Queiroz, sobrino de Ofélia, el poeta se entera de que ella desea recibir, al igual que Carlos, una copia de la foto en la que se lo ve bebiendo “en lo de Abel”, local al que el poeta concurre cada vez con mayor frecuencia. En el reverso de esa copia destinada a Ofélia, se lee: “Fernando Pessoa en flagrante delitro”. Ella, entonces, vuelve a escribirle. Su cariño es inocultable. Sigue invicta su emoción de mujer enamorada. Al responderle, él no es menos expresivo: “A mi exilio, que soy yo mismo, tu carta llegó como una alegría venida de casa. El agradecido soy yo, mi niñita”.
Renace el vínculo. El júbilo desborda en la prosa rápida de Ofélia. Ella sueña otra vez. Lo quiere. Quiere verlo a su lado. Compartir los días, cada día. Pessoa no llega tan lejos. No lo hizo en el pasado, no lo hace tampoco ahora. El 29 de septiembre, algo más de dos semanas después de haberle enviado las líneas precedentes, Pessoa se muestra inequívoco:
Alcancé la edad en que se tiene dominio pleno de las propias aptitudes y en la que la inteligencia logró toda su fuerza y toda la destreza que puede tener. Es, pues, hora de realizar mi obra literaria, completando unas cosas, agrupando otras, escribiendo aquellas que falta escribir.
Ésa es su prioridad. No la pareja. El propósito de Pessoa es alejarse de Lisboa. Radicarse en Sintra, en Caxias, en Cascais. Donde fuere con tal de que se trate de un sitio tranquilo en el que ganarse el pan y concentrarse en su poesía. Ofélia se inquieta. No desea que él se aleje. O que, si se aleja, lo haga con ella. Promete no perturbarlo. Quiere servirlo, nada más. Estar a su lado, cuidarlo. Apartarlo del alcohol que lo envenena. Ofélia tampoco esconde lo que quiere. Insiste: deberían casarse. Pessoa, molesto, se encrespa otra vez. No está en sus planes casarse. No, al menos, mientras no dé por terminada su tarea. Los hechos ponen fin a la discusión. Pessoa no obtiene el empleo que busca. La paz añorada no será suya. Residirá en Lisboa hasta su último día. Y bebe cada vez más. El aguardiente lo inutiliza, desbarata sus planes de trabajo. En su viejo baúl se van acumulando en desorden las últimas páginas que escribe. El ruego de Ofélia se extiende, obstinado, a lo largo del año 30. Lo intensifican, además, las ausencias reiteradas del poeta a las citas que programan. Promete verla, no lo hace. No aparece donde dice que estará. Le escribe poco y nada. El alcohol ocupa en su vida el tiempo que no le dedica a ella. Cada tanto, una carta de Campos. Su crueldad, su sarcasmo. Su desprecio por Pessoa. Inesperadamente, unas líneas de Fernando. Le dice que está loco. Que deberían internarlo, tratarlo psiquiátricamente. A Ofélia le parece descabellado. Lo que él necesita, le asegura, es amor. Alguien que lo proteja. Una mujer. Y esa mujer es ella. Pessoa ya no le escribirá.
Del año 31 sólo hay cartas de ella. Pocas, sin esperanza. Del 32, una sola, de ella también, ya resignada al silencio de Pessoa. El 13 de junio de 1933, Ofélia le manda un telegrama. En él lo felicita por su cumpleaños: “felicitaciones cariños punto. -ofélia”. Reitera ese mismo saludo en el 34. Esta vez, él le responde. Lo hace el 14 de junio, día en que ella cumple años: “muchas gracias muchas felicidades cariños fernando”. Un año más tarde, el último de la vida de Pessoa y un 14 de junio otra vez, un nuevo telegrama de Pessoa. Allí asoma un indicio de ternura: “muchas gracias y yo también extrañándote fernando”. Ella le ha escrito, es evidente, el día anterior. El 29 de noviembre, Pessoa es hospitalizado. Muere el 30, a los 47 años. Ella no integra el cortejo que acompaña sus restos al Cemitério dos Prazeres. Tres años más tarde, en 1938, Ofélia Queiroz se casa. Su marido fue Augusto Soares, hombre del ambiente teatral. Viuda desde los años 50, la conocí en 1985. Recuerdo sus ojos. Desmentían su edad. En ellos vi, intactas, la vivacidad y la dulzura que cautivaron a Pessoa.
LA NACION

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