30 Mar La edad, un límite que no impidió grandes pontificados
Por Armando Tormo
En la homilía de la misa del Domingo de Ramos , el papa Francisco tal vez haya querido responderles a quienes antes o después del cónclave propiciaban una edad jubilatoria para los pontífices: “Debemos vivir la fe con un corazón joven , incluso a los 70 u 80 años. Con Cristo, el corazón nunca envejece”.
Es más, destacadas figuras de la Iglesia y protagonistas del debate teológico contemporáneo se han pronunciado recientemente -nos limitamos a recordar, entre tantos otros, a Timothy Dolan, arzobispo de Nueva York- sobre la posibilidad de introducir en la legislación eclesiástica un papado con término (regla que se aplica para los obispos y los cardenales electores).
Como sea, con elogios hacia el gesto de Benedicto XVI, se ha dicho y repetido que un sucesor de Pedro no debería seguir en su cargo hasta una edad muy avanzada.
¿Qué decir al respecto? En tiempos en los que la vejez se está transformando en un problema -la edad jubilatoria se posterga sin miramientos y la experiencia ya no es un bien preciado por los mercados-, también el mandato del papa corre el riesgo de ser vinculado a ésta o aquella razón temporal.
Pero un pontífice ofrece la variante del corazón “que con Cristo no envejece”. Además, hace más de 500 años, en su obra La Celestina , el escritor Fernando de Rojas repite una frase magistral que hay que tener presente: “Nadie es tan viejo que no pueda vivir un año más, ni tan mozo que hoy no pudiese morir”. Es cierto que se trata de una obra obscena y escabrosa, pero el autor conocía mejor que nadie las vueltas e ironías del destino.
Por otra parte, la historia del propio papado enseña que la edad cuenta poco y nada a la hora de dirigir uno de los más grandes poderes religiosos que ha conocido el mundo. Hubo numerosos pontífices jóvenes y otros tantos ancianos: las acciones que marcaron sus días no fueron positivas o negativas en función de sus respectivas edades, sino, como diría el papa Francisco, dependieron de sus corazones.
Bonifacio VI, por ejemplo, fue papa durante unos 15 días en el año 896 y, según algunas fuentes, ascendió al trono de Pedro a avanzada edad, tal vez incluso con más de 90 años. Su elección, según consigna el Diccionario Oxford de los papas , “fue impuesta por la plebe enardecida”. La conducta poco ejemplar lo hizo objeto de dos degradaciones de parte de Juan VIII: primero, al subdiaconado, y después de la rehabilitación, al sacerdocio. Y hasta su final fue algo misterioso: algunos hablan de gota, otros suponen que fue mandado a matar por el papa Esteban VII, su sucesor. Por el contrario, hubo un pontífice como León XIII, elegido en 1878 a los 68 años y con una salud particularmente mala, que llegó a gobernar la Iglesia durante 25 años más, y fue así como sus mejores obras las realizó después de cumplir los 80, como la encíclica Rerum Novarum (1891) y la censura del “americanismo” (1899). Este último documento, vale aclarar, no ha perdido nada de actualidad.
En otras palabras, la edad no hace a un papa. El pontífice más enfermo de la época moderna fue seguramente Inocencio XIII, elegido en 1721 a los 66 años. Todavía no era anciano, y ya sufría de cálculos crónicos, que le causaban fuertes dolores. Un testimonio del portugués De Novaes (recogido por Ludwig von Pastor en su monumental Historia de los p apas) recuerda el lamentable estado de su salud: “Como su cuerpo era extremadamente graso y después de la muerte de uno de sus ayudas de cámara no confiaba en ningún otro para que lo ayudase a contener sus vísceras, la grasa del cuerpo le causó hidropesía, y la herida, una inflamación interna, todo lo cual le producía alta fiebre”.
Y qué decir de Inocencio X. Habría pasado a la historia por el célebre retrato que le dedicó el genial Diego Velázquez, pero este pontífice elegido en 1644 a los 70 años, y que reinó hasta los 81, dio lo mejor de sí mismo antes de morir, al intervenir y condenar el jansenismo.
Más allá de su postura al respecto, no hay que olvidar que el desafío lo enfrentó con una doctrina defendida por filósofos como Antoine Arnauld y Blaise Pascal. Pero él, como se dice, tenía a los jesuitas, que en aquel entonces estaban en su apogeo.
Finalmente, se podría agregar que entre los más jóvenes están los papas que mejor olvidar. Dos ejemplos. El primero es Juan XII, llegado al trono en 955, cuando no había cumplido 20 años y nacido “alrededor del 937”, según el Diccionario Oxford de los papas . Se lo recuerda por su “conducta escandalosa” -el sínodo del año 962 lo amonestó, invitándolo a mejorar su estilo de vida- y por haber sido depuesto en 963, después de haberse fugado a Tívoli llevándose consigo todos los tesoros de la Iglesia.
Se eligió entonces a León VIII, que durante algunos meses sufrió la guerra de su predecesor y que también fue depuesto en 964, debiendo a su vez fugarse. La muerte alcanza a Juan XII en mayo de aquel 964, al parecer por un ataque de apoplejía causado por una aventura licenciosa. León se volverá papa en 965.
Y también está Benedicto IX, de quien Voltaire escribió en su Diccionario Filosófico que “compró y revendió el pontificado”.
Elegido por primera vez en 1032 -será luego, en otros dos períodos, el sucesor de Pedro- cuando se acercaba apenas a los 30 años, pasó, sin embargo, a la historia como “el niño papa”.
Recordado por las crónicas medievales con ciertas exageraciones, en cierto que llevó una vida disoluta. Pero menos que la de Alejandro VI, el papa Borgia, pontífice a los 61 años.
LA NACION