31 Mar Esa persistencia humana que llamamos fe
Por Carolina Arenes
Creer o no creer, finalmente ésa es la pregunta. Tal vez ésa fue siempre la pregunta, sólo que ahora la conmoción de un nombre, Francisco, aclamado en la Plaza San Pedro, despierta del letargo palabras dormidas. Veo el minué de la política, las estrategias interesadas de memoria y olvido, la exégesis codiciosa de quienes hoy se disputan a ese hombre súbitamente elevado a la cima del mundo. Las cuestiones del Vaticano siempre fueron para mí no más que eso, cuestiones de un Estado, disputas de poder apenas disimuladas en pasillos habituados al secretismo. Me cuesta encontrar en los rituales coronados de oro y de pompa vestigios de esa conmovedora persistencia humana que llamamos fe.
Tal vez por esa desconfianza y por el fervor mundialista que despertó la noticia, demoré un poco más en ver lo que también está frente a mis ojos: hombres y mujeres que se abrazan para reír y llorar, como si necesitaran cargar juntos con una emoción que les ha quedado demasiado grande. Gentes de todo el mundo a las que pareciera que un soplo de esperanza acaba de alegrarles la vida.
De pronto, vemos que están de regreso a antiguas palabras, pequeñas gemas de sonoridad y sentido vapuleadas por el uso. Espiritualidad, misericordia, prójimo, Dios, amor. Palabras abusadas por los hablantes, hasta que de pronto un suceso extraordinario las rescata, así como rescata del letargo preguntas dormidas, esas que uno cree ya haberse respondido en forma definitiva.
La fe, sin embargo, o la ausencia de fe, son siempre asuntos pendientes. Al menos en los mundos que habito. Hijos e hijas de la secularización, de la muerte de Dios, de la caída del padre. Huérfanos de un linaje que nos rescate de la sinrazón original de la existencia, remamos a la intemperie en busca de sentido, lo inventamos contra viento y marea, con la obstinación de quien se obliga a ver luces en la oscuridad porque le va en eso la vida.
Malraux decía que el mayor misterio no es que hayamos sido arrojados al azar entre la profusión de la materia y los astros, el misterio es que logremos extraer de nosotros mismos imágenes tan poderosas como para negar nuestra nada.
Y tal vez negar nuestra nada sea eso que hacemos todos los días. La conmovedora aventura del hombre, desde las cavernas hasta el último chip. Desde el santuario más antiguo del mundo esculpido en las rocas de Turquía, hasta los fieles que peregrinan a San Cayetano o las multitudes congregadas por el Ramadán. Desde el beso que les doy a mis hijos antes de dormir hasta el desayuno caliente a la mañana. Esa insensata confianza (¿esa ceguera?) en medio de la incertidumbre más absoluta.
Para eso sirven las rutinas, dicen, para aplacar la angustia. Para eso los ritos. El escritor alemán Bernhard Schlink sorprendió hace unos años al público por demás secular que lo escuchaba en la Feria del Libro de Buenos Aires cuando contó que iba muy seguido a la iglesia. Alguien le preguntó entonces si creía en Dios y él, inesperadamente, titubeó: no podía dar una buena respuesta al respecto. En cambio, sí creía, de alguna manera, en la iglesia, en la atmósfera de la oración, en ese espacio común de bella arquitectura donde el silencio es posible en medio de un mundo tan ruidoso y donde las personas se encuentran para hacer cosas tan simples y bellas como leer y cantar. Crean o no crean en Dios. Ésa es la novedad de Schlink: no se necesita tamaña certeza para permitirse el abrigo, aunque sea momentáneo, de una promesa de absoluto, de un sentimiento de comunión con los demás. De eso habla también un hermoso poema de Santiago Kovadloff, Hombre en la sinagoga: “[…]Un día estalló el último espejo/y mi vida fue un peso sin forma/y aquí volví en busca de Dios./Dios calló como siempre/y entonces descubrí la sinagoga:/sus sólidas paredes,/el gratísimo silencio/la fresca paz de este recinto en el verano/y ya no me fui más./Afuera la inclemencia empuja a la fe/y la fe al vacío./Aquí dentro la ausencia de Dios importa poco.”
“Preferiría que las misas fueran en latín”, me dijo una amiga. Lo decía en broma, pero en cierto modo también lo decía en serio. Y no es que propiciara un regreso a las formas más conservadoras del culto, nada de eso. Aunque es agnóstica, suele colarse de vez en cuando en una misa o sentarse sola en el banco de una iglesia para escuchar el silencio, para mirar la ciudad a través de la policromada antigüedad de los cristales. Pero muchas veces los comentarios políticos de un sacerdote o sus recomendaciones para la vida privada la malquistan en el desacuerdo y la distraen de lo fundamental. Por eso prefería el latín. Para dejarse arrullar por ese murmullo de inspiración sagrada sin pensar en otra cosa, como quien se entrega a un mantra.
Será que para un corazón agnóstico la fe es una quimera, a veces parecida al temible monstruo incendiario de la mitología griega y, otras veces, a una ilusión envidiable de la que se ha quedado irremediablemente afuera. La fiesta planetaria de hoy no hace más que recordárnoslo.
Tal vez por eso la impaciencia, cierta inquietud. Será cuestión de esperar. La plaza San Pedro se irá vaciando de a poco, la televisión llevará su ojo hacia otros mundos, Jorge Bergoglio empezará a habituarse a su nuevo oficio de papa y los hombres y mujeres de este mundo volverán a sus pequeñas vidas en movimiento, a su fe o a su falta de fe, a las preguntas sin respuesta.
LA NACION