Y al fin, el verano

Y al fin, el verano

Por Marilyn Contardi
Algunas veces lo imaginaba como una especie de dios o semidios de cuento, dotado de los más bellos atributos de esos seres fabulosos, otras como una inevitable consecuencia de las evoluciones de la Tierra cuando, obediente al trazado de su órbita, se acerca a la estrella; entre esos dos extremos viajaba la idea del verano. Por alguna razón que me gusta seguir llamando misteriosa, las más de las veces, la aguja invisible del deseo se inclinaba hacia su naturaleza fabulosa.
Del verano esperamos muchas cosas, demasiadas tal vez, nos dejamos invadir por confusos sueños, o deseos, o quién sabe por esa sensación de inminencia de algo inesperado que veces se presenta bajo los rasgos del estupor, ese “estar como pasmado”, igual que en la adolescencia, pero que en el mundo de los adultos, más racional, o más incrédulo, se sabe, o se pretende saber, que no ocurren jamás.
Aun los que nunca parecen pedirle nada, los que dan la impresión de haber olvidado para siempre que “había una vez”, así como en los cuentos, antes de que pasaran los años que pasaron, cuando la figura de sus cuerpos no había tomado las dimensiones de este “ahora”, que en aquellos cuerpos de entonces más magros, más resistentes, más “sufridos”, saltaron, chillaron, jugaron, dieron vueltas carnero, rodaron con placer sobre la tierra, el pasto, la arena, sobre cuanta superficie los acogiera, treparon a los árboles, a los techos, caminaron por las cornisas estrechas a lo largo de la casa, atraídos por el vibración de placer y terror que los recorría ante la boca abierta del vacío, corrían como centellas sobre patines, se bamboleaban encantados sobre altos zancos, pasaban horas, tardes enteras o mañanas, en los galpones, garajes, cuartos en penumbras, debajo de las copas de los árboles, todo lugar apartado donde pudieran dedicarse a devorar en revistas, libros, diarios, nuevos o viejos, completos o mutilados, esas letras impresas, solas o acompañadas por imágenes, azuzados por preguntas que salían de todas partes, siempre urgentes, gritadas por los vientos tempestuosos de la adolescencia que les mordía ya los talones, entonces…, y bien, aun en ellos que parecen no recordar nada, los llamados que sonaban claros y fuertes apenas se pisaba el umbral de las vacaciones, todavía ahora, más frágiles, es cierto, lejanos, casi irreconocibles como los rasgos de las caras en las viejas fotografías, tocan las cuerdas más profundas, donde una débil voz clama todavía por la fiesta del verano.

En el centro de los deseos
Le pedimos demasiado, pero en realidad, qué le pedimos, qué esperamos de este viajero que viene, quisiéramos decir, del cosmos, pero apenas, -¿osaremos pronunciar un “apenas” ante esta fuerza gigantesca?- acertamos a razonar con distracción luego, si surge de aquí o de allá, de la luz, del clima.
Pero… ¿no era que en su paseo por el espacio, su obligada carrera por el espacio y para no caer como los chicos de las cornisas, abandonada por la gravedad, en los abismos sin fondo, la Tierra se inclina y enfila, diestra como el torero frente al toro, veloz, precisa -aquí no hay lugar para hesitaciones, aquí o se corre y se acierta o se muere-, y allá va ella, tironeada por fuerzas colosales, pero sí, en pleno cosmos, eso es, el inconmensurable espacio que por todas partes se extiende, hacia el solsticio de verano? ¡Pero sí, eso es, eso tenía que ser!
Entonces, ¿por dónde estábamos?, ¡ah, el verano! En el centro de nuestros deseos, o al revés, él es el centro del cual se desprenden hacia todas las direcciones nuestros deseos, como los rayos del sol que dibujábamos en los cuadernos, magnífica metáfora -¡pero cómo íbamos a saber entonces que era una metáfora, y para qué querríamos saberlo!- que pintaba el sol de amarillo o de rojo furioso, y sacaba flamígeros rayos de las simples líneas trazadas a lápiz, -algún obsesivo los trazaba ¡con regla!-, metáfora tan encantadora como esa otra que dice: “estar al rayo del sol” que repetían incansables nuestras madres, sin pensar que sus destellos hermoseaban las más simples conversaciones.
Tenía también otro nombre: estío, que aunque no perdido del todo, quedó guardado entre pámpanos y espigas ya resecos, y que muy despacito, entre suaves crujidos que se parecen tanto a suspiros, van convirtiéndose en polvillo, como el ramito de flores de azahar, envuelto en papel de seda, que las novias de antaño guardaban en recuerdo de aquel lejano día de las bodas.

Qué podía ser
Qué era, o más bien cuál era la idea que lo abarcaba todo, aparte de las imágenes de campos susurrantes de espigas, ondulantes de mariposas, con nubes de flores celestes, o abierto sobre mares azules con fondos de palmeras, de anchas playas de arenas blancas y finas, ¿tenía cuerpo, existía como el espacio o el tiempo, que tiene, dicen, existencia real, aunque no se manifieste a nosotros tan real como el espacio? A menos que creamos que es el verdadero Tiempo, el mismo que apareció en el origen, lo que está apresado en nuestros relojes.
¿Era algo material, algo sensible que se da a conocer por el calor, por el brillo de la luz, por el canto ininterrumpido de las chicharras, por los miles de élitros estremeciéndose en un coro verdaderamente inmenso, de patio en patio, de camino en camino, de campo en campo hasta cubrir todo el espacio?
¿No era suficiente con el vuelo de las golondrinas al atardecer, figuritas oscuras, delicadas, enhebrando círculos, bucles en subidas y caídas prodigiosas, no era suficiente con el canto asombroso de la calandria en lo más alto del molino, sola, en la última luz de la tarde, cuando todo calla para dar entrada al atardecer que se acerca despacio, y ella canta como si tuviera conciencia de ser el personaje principal que todos esperan en medio del silencio?

¿Qué otra cosa podía ser?
O más bien era que, desparramándose en tantos escenarios, desplegando todas esas alas por allá, todos esos cantos por aquí, y más lejos, brillos y hojas pintadas de verdes intensos, de amarillos vivaces, y más alto, ya entre las nubes, desliéndose en soberbios reflejos de sedas escarlatas, de muselinas lilas, rosas, cremas, se nos escapaba y nos dejaba con las manos vacías. ¿Qué queríamos al fin que nos diera?, ¿qué transportes, qué éxtasis nos retaceaba a nosotros, que no podíamos alcanzar el vértigo en vuelos altos como las golondrinas, ni cantar en la cima de los árboles contra el esplendor del poniente como la calandria?
¡Ah! Sí, había tal vez un deseo inexpresado porque no existían las palabras para hacerlo, había un deseo inalcanzable porque no había por dónde alcanzarlo. Pero una inquietud, un pálpito, en el interior de cada uno se ponía a vibrar, despertaba resonancias.

El imaginario del pretérito
El verano, el estío. Todavía lejos, por el camino por donde viene avanzando despacio con su cortejo, se deja oír un acorde de tamborcitos, pífanos, flautas; de los velos flotantes escapan sonoridades, colores… todo eso parece formar parte de un imaginario que surge del pasado lejano… ¿Por qué no?, aquellas modestas, serviciales imágenes de los libros de lectura, de los libros de cuentos de ese pasado, se habían puesto en movimiento ni bien la mente había fijado el punto de mira en el verano -¿la mente de quién, si usted permite?, la de quien esto escribe ¡parbleu!- pescado en falta como un escolar, la respuesta altisonante, sirve apenas para sortear el escollo, y poder seguir.
Frescas, nítidas, envueltas en el delicioso olor de las páginas del libro recién abierto habían venido a ofrecer sus servicios, y quizá, al mismo tiempo, manifestar un acto de rebeldía contra la tendencia que parece querer mandar el pasado al rincón de los trastos, para instalar la idea de que sólo en el “hoy” más inmediato, en el presente más efímero se encuentran frescura, gracia, belleza.
¡Qué necios! si el presente no es más que la gota que cuelga y cae en el mar océano del tiempo, parecían querer decir esas imágenes -dejémoslas hablar, hagamos como que entendemos de qué hablan-
Pero… con tanto circunloquio, tal vez nadie haya advertido que una puerta, de la cual sólo ellas tienen la llave, se ha abierto, y que es por ahí donde se accede a otra dimensión.
Mientras tanto, el gato ha saltado sobre el tapial, se echa entre las hojas. Hace un ratito estuvo apuntando al colibrí que se había animado a acercarse a las tentadoras flores de la madreselva, a esos cálices alargados, llenas de néctar, ¡qué fabuloso convite!, pero esas diminutos seres alados, huyen ante la menor agitación. El gato, frustrado, olió varias veces las flores libadas para constatar que verdaderamente el colibrí había estado allí, y después, con ofendido orgullo de felino saltó sobre el tapial.

Los pequeños seres
Una ratona chistea desde el escondite de hojas en sombra, su voz se confunde con el estridor de las chicharras. Una endiablada prima del colibrí esa ratona. Si el colibrí fuese un emir de las mil y una noches, ataviado con sedas tornasoladas por el sol, la ratona sería la pariente pobre que lo acompaña fiel a todas partes, con su vestidito de percal de un solo color recortado primorosamente sobre su figura delicada, nerviosa y atentísima, como una dama de compañía de tan alto personaje debe serlo
La ratona, ahora muy cerca, pero invisible entre la sombra, lo mismo que las cigarras, no deja de chistear.
—Sí, sí, te oigo, bueno, deja de llamarme. ¿Me está viendo?
Hay un montón de pequeños seres que deambulan, o permanecen inmóviles entre las hojas, entre el pasto, entre los troncos de leña del asador. Ocultos, se hacen oír desde lo invisible. Cuerpos diminutos, dotados de alas, antenas, ojos, pueblan el universo en apariencia reducido del patio, del jardín. Están aquí para hacer algo, para hacerse oír. Las chicharras lo dicen de forma impertinente. Han aparecido hace muy poco. Pero desde que salieron nuevas, lustrosas y ávidas de aire de sus mudas no han parado de frotar los élitros.
Pero volvamos ya a la cuestión que nos tenía ocupados al comienzo: ¿qué es, qué era, lo que efectivamente pedíamos, tal vez con exceso, al verano?
Le pedimos que devuelva la llave de la casa donde quedó el mundo de nuestra infancia, que diga dónde está la puerta que abre hacia el otro lado, donde todo permanece intacto.
Le pedimos la fórmula mágica para entrar al ámbito siempre verde, al claro del bosque sagrado donde la luz no decrece, las flores están siempre frescas, los árboles siguen tendiéndonos las ramas.
Le pedimos que llene de sentido el día y nos invite a la consagración de la noche.
Le pedimos que nos devuelva la capacidad de asombro, porque el sol se está acercando de nuevo, y olvidamos las albricias para celebrar el reencuentro.
Esto es una epifanía y nadie parece haberse dado cuenta.
Pero, ¿qué sucede? Algo ocurre, ¿qué es lo que pasa?
Es que… de golpe, ¿no?, parece, una cosa rayana con el prodigio irrumpe, zamarrea la atención, la llama al orden, la obliga a estar despierta con los ojos y los oídos muy atentos, porque mientras divagaba por los ensueños, sin un roce, inmóvil, silencioso como el mar en calma, como el cielo estrellado, ha entrado, ¡ya está aquí!, imponente, excesivo, fabuloso y real: el verano.

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