Una vendetta que se conjuró en La Pampa

Una vendetta que se conjuró en La Pampa

Por Gladys Sago
Asombrados, los ojos de la infancia intentaban escudriñar las imágenes que dibujaba el relato que la abuela contaría después infinidad de veces, cuando se refería a su propia infancia. En la incipiente adolescencia de niña sin padres con hermanos dispersos, se dedicó a cuidar a dos pequeñas hijas de una familia italiana como su origen, que vivían en un campo en la zona de Ojeda, una población del Departamento Realicó que pertenece hoy el ejido de la localidad de Alta Italia, en ese norte pampeano donde los caminos llevan hacia los bonaerenses.
La inocencia tornaba risible el cuento con visos de realidad, porque hablaba de una mujer que nunca tuvo nombre en esas tardes llenas de curiosidad. Siempre la protagonista fue “la viuda Manteli”, una joven mujer que había sido modista fina en Italia y que cruzó un océano para forjar otra vida. Por el amor de un hombre que pulsaba el arado mancera con la certeza de la cosecha, fue capaz de meter sus manos en la tierra de una llanura que por aquellos primitivos años del siglo XX no tenia ni alambrados, mientras el viento en su fantasmal paso hacía mecer la espiga dorada del trigo o ayudaba a azular de lino el espacio; igual que ella, que con dulzura, acunaba a sus dos hijas.
Cosía y cuidaba la huerta para alimentar a los suyos y daba calor de hogar a ese páramo donde el itinerario cotidiano era ganarle a la aurora, cargar las herramientas y marcar el surco una y otra vez. Olía a leche recién ordeñada la mañana y en las noches un sambayón oscuro, de vino tinto, invitaba a mojar el pan como delicia que coronaba la cena.
Afuera, el malacate giraba al ritmo del paso cansino de un viejo caballo y sacaba lo imposible, agua.
Contaba la abuela que un día el hombre amaneció taciturno; se bebió el tazón de mate cocido y se fue al campo a trabajar. Acomodó los trastos; con esfuerzo repitió cada gesto, miró ese cielo que lo había cobijado en tantos días y en interminables vigilias, y retornó a la casa. Con serenidad, besó a su mujer, acarició la cabezas de las niñas y se fue. No muy lejos. Detrás de una parva de alfalfa que había atesorado para alimentar a los animales, con un tiro certero dio fin a su vida y a los sueños.
En el cementerio de Realicó, todavía hay una tumba donde están sus restos y se puede leer “Carlos Manteli 15-12-1914”, y una frase que condensa una historia trágica que pudo haber sido espléndida. “Su esposa e hijas le dedican este humilde recuerdo”.
En esa geografía huraña, el corazón del hombre cuya mujer cambio las sedas y la muselina por un sitio lejano donde pudieran cultivar el amor y la familia, nunca tuvo sosiego; cada latido marcaba los signos del honor que su conciencia rechazaba. El sol abrasador de la planicie le hizo creer muchas veces que a lo lejos un auto se acercaba.
Decían… que el espejismo se hizo realidad unos días después de su fatídica decisión. Decían…que justo cuando la mujer estaba otra vez embarazada. Decían… que los que llegaron a buscar al hombre muerto por mano propia, traían el mandato de encontrarlo y hacerle pagar su desobediencia, porque un joven Carlos Manteli se atrevió allá en su tierra a no cumplir la orden de matar a un hombre y escapó a América.
Sin embargo, no pudo zafar del destino. Pero se redimió porque le ganó de mano en medio de la nada; se anticipó a la “vendetta” y la conjuró en un lugar de La Pampa por entonces llamado Chanilao, donde décadas después otro joven que sería universal, Jorge Luis Borges -tal como lo recordaba supo pasar unos días en uno de los campos.
LA NACION