25 Feb Un método peligroso
Por Diego Batlle
En principio, Un método peligroso -con su estructura clásica, su elegante puesta en escena, su ambientación en tiempos y terrenos de la burguesía victoriana, y su narración basada sobre todo en diálogos e intercambio de cartas- parecería una película más propia de James Ivory que de David Cronenberg. Sin embargo, las apariencias engañan, y bajo la superficie intelectual de las eminencias del psicoanálisis en la Europa de principios del siglo XX se esconde una provocadora exploración de la sexualidad, el poder, los celos, la culpa, la hipocresía social y la ética profesional.
La decisión del notable director canadiense -famoso por sus explícitas historias sobre el terror, las perversiones y la violencia- de reconstruir la compleja relación entre Carl Jung (el talentoso actor de moda Michael Fassbender) y su mentor, el mítico Sigmund Freud (un descomunal Viggo Mortensen), puede generar (ya los generó) diversos cuestionamientos tanto desde el lado de sus fans como desde el purismo psicoanalítico, en ambos casos con argumentos entendibles pero bastante parciales.
El film tiene en el vértice de su triángulo a Sabina Spielrein (Keira Knightley, la menos convincente del trío protagónico), una judía rusa que se acercó al consultorio de Jung en Zurich para someterse a un por entonces experimental tratamiento (“la cura hablada”) para su histeria sexual (había sido víctima de todo tipo de abusos por parte de su padre). Ese caso generará múltiples intercambios y crecientes recelos entre un atormentado e indeciso Jung y un Freud que se convierte en algo así como un fanático defensor de la “causa” más ortodoxa y temeroso de que los excesos e indiscreciones puedan desacreditar la disciplina. La historia tendrá múltiples implicancias y alcances, ya que Spielrein se convertirá primero en amante del suizo y luego en una prominente colega de ambos.
El film alcanza a transmitir con unos pocos elementos y subtramas los contrastes entre el clima de euforia y la moral represiva, entre la avidez de experimentación y el puritanismo, para exponer ese clima de época propio de los tiempos previos a la Primera Guerra Mundial. La relación entre Jung y su devota (y adinerada) esposa Emma (Sarah Gadon), el caso del psiquiatra Otto Gross (Vincent Cassel), capaz de manipular de forma brillante a su propio analista hasta convencerlo de arriesgarse a mantener relaciones sexuales con su atractiva paciente, sirven para exponer los matices y los dilemas, las contradicciones entre el brillante discurso y las miserias íntimas de aquellos pioneros, tan geniales y tan elementales a la vez.
Un método peligroso puede abrumar a algunos, incomodar a otros, pero también cautivar a unos cuantos, como Cronenberg ya lo había hecho con la exploración mental de Pacto de amor. En esta era de cine a propulsión de efectos visuales, el imperio del diálogo puede ser visto como algo old fashioned o incluso demodé, pero el poder de la palabra (cuando es inteligente, profundo e incisivo) también resulta una apuesta subversiva que, como en este caso, alcanza resultados fascinantes.
LA NACION