Los caminos de Tizón

Los caminos de Tizón

Por Martín Lojo
Por la ruta 9 que sube hasta Bolivia llegamos a Yala, uno de los últimos pueblos del valle jujeño antes de la aridez de la Puna. Deambulamos un trecho entre las casas bajas, ocultas bajo un tejido verde de hiedras y arbustos. La humedad cría musgo en la corteza de los árboles y acentúa el frío desierto de una mañana de fines de junio. Pedimos indicaciones a un vecino para llegar a la casa del “doctor Tizón, el viejito escritor”, como lo nombra con el respeto y la familiaridad afectiva que le profesan en el pueblo que eligió como suyo. El camino es el correcto, pero la casa a la que vamos está vacía.
Horas antes, en el trayecto desde el aeropuerto hasta su domicilio en el barrio Los Perales, de San Salvador de Jujuy, confirmamos por teléfono el temor que teníamos al viajar al norte para entrevistarlo por Memorial de la Puna (Alfaguara), su último libro. Tizón nos dice, con voz cansada pero lúcida, que no podrá recibirnos. Está en cama por prescripción médica y no sabe cuándo se encontrará mejor. Más tarde Flora, su mujer, nos informará que Héctor se encuentra muy enfermo y que ya no habrá posibilidades de entrevistarlo, aunque, con infinita amabilidad, nos permite conocer, a la mañana siguiente, su casa del valle, que Tizón no visitaba desde hacía un año. Quizá el recuerdo del paisaje de Yala pueda responder los interrogantes que despiertan los breves textos de Memorial.. ., un libro de fragmentos en los que las narraciones apenas se esbozan para dar paso a la reflexión, como si su autor intentara retomar los cabos sueltos de toda su obra y darles una conclusión transparente.
Quisiera haber podido preguntarle qué lo llevó a escribir la cruda confesión del epílogo del libro. Allí anuncia que deja de escribir porque no cree que su literatura pueda sobrevivir a los vaivenes editoriales. Luego del ” boom de la gran prosperidad”, “la industria cultural necesitaría de otra mercadería”, dice, y nadie dispone de tiempo suficiente para esperar “el cambio de modas o el regreso de las anteriores”. Es sorprendente esta honestidad, inusual en un escritor, con la que reconoce que nadie sobrevive sin daño a su propia época. Pero sobre todo desconciertan estas palabras en un autor que no sometió su larga búsqueda personal a las seducciones de la moda. Lejos del simple narrador regionalista que se empeña en rescatar del olvido los colores de su tierra local, la obra de Tizón asumió la naturaleza limítrofe de la Puna como un modo de explorar el mundo. Se apropió de esa tierra de riqueza mítica y verbal, cultivada por el tránsito de lenguas y culturas y la presencia del pasado como una influencia viva en las tradiciones; pero para hacer de ese paisaje una herramienta de indagación de la historia, de las pasiones y tragedias humanas, y, con el correr de sus libros, una épica de la degradación del espíritu en su huida al desierto.
En la casa colonial, rodeada de un jardín tupido aun en invierno, la casera nos franquea la entrada a la austera biblioteca de Yala, donde se conservan las lecturas que alimentaron sus relatos de distintas épocas. Sobre una de las cuatro estanterías que ocupan las paredes del salón hay un retrato de Ramón del Valle Inclán, el español que anticipó con su Tirano Banderas los temas y atmósferas con que los latinoamericanos reescribirían literariamente su historia. En los estantes se ven títulos de literatura estadounidense, de Mark Twain y Herman Melville a Paul Bowles y Norman Mailer, varias biografías de Hemingway. Franceses: Stendhal, Michel Butor, Edmond Jabès, Anatole France, Proust. Pocos argentinos: Lugones, Borges, Cortázar, Sarmiento, algún ensayo de Martínez Estrada. La más poblada es su biblioteca de otros latinoamericanos, de Juan Rulfo a Reinaldo Arenas, entre quienes José María Arguedas suma más volúmenes. Sus primeros libros, Fuego en Casabindo (1969), El cantar del profeta y el bandido (1972), Sota de bastos, caballo de espadas (1975), comparten temas con los autores del boom , pero no los trucos del realismo mágico, sino su versión más refinada, la que cruza y equilibra los mitos clásicos con los americanos y discute el pasado con una lengua que desoye la linealidad del tiempo y la frontera entre la vida y la muerte. Como se recuerda al leer “Frontera abajo”, de Memorial… , donde defiende las ciencias morales sobre las matemáticas, su concepción del mito no era el de un resabio antropológico de tiempos idos sino un modo vivo de interpretar la realidad. “El mito únicamente vive cuando es natural, cuando lo hemos hecho natural nosotros mismos. [?] El que oficia el rito no habla para los extraños: se dirige a su propio pueblo y éste lo entiende desde siempre”, según lo expresaba en el ensayo “Reflexiones y experiencias: sucinta historia de mis libros”.
Tras la complejidad narrativa de esas primeras novelas se perfilaba ya el camino que tomarían sus relatos posteriores. Fuego en Casabindo narra el levantamiento y la derrota de los arrendatarios indios de la Puna que reclamaban sus tierras al gobierno a fines del siglo XIX, pero también es la historia de dos destinos. Las distintas voces de la novela reconstruyen la contienda entre Doroteo y el mayor López, dos hermanos que pelean en bandos opuestos. López ha matado de un lanzazo en el ojo a Doroteo en la batalla de Quera, pero Doroteo, como lo señalan las creencias locales, continúa después de la muerte su travesía hacia Casabindo y arregla cuentas con el mayor durante las fiestas del carnaval. También en Sota de bastos, caballo de espadas , su larga novela sobre el éxodo jujeño, se cuenta el destino trágico del recaudador de impuestos Manuel de Urbata, que deja su hacienda, su mujer y sus hijos para iniciar una vida de vagabundo y poeta, errante por el desierto.
La huida, el abandono de la propia tierra y el viaje que configura un destino se transformarían paulatinamente en el centro de su escritura, acaso porque la búsqueda de sentido en el desarraigo le permitió recuperar la palabra que había perdido en el exilio europeo al que lo obligó la dictadura. Es el período que comienza con La casa y el viento , escrita en España en 1982 pero publicada en 1984, y finaliza con El hombre que llegó a un pueblo (1988). En esta novela breve, un asesino se refugia en un poblado luego de enterrar a su víctima. Los habitantes lo confunden con el sacerdote que esperan, y escuchan cada una de sus palabras como si fuera un sermón que deben interpretar. Pero la estrategia del hombre de seguirles el juego para protegerse comienza a apoderarse de él, a transformarlo en el profeta de ese paraje que comienza a extinguirse, esclavizado por los intereses de un ingenio minero. Ese relato de tono casi bíblico marca también un cambio de estilo. Su prosa se vuelve más despojada, atenta a mínimos virajes de la narración y a la contundencia de la frase, los espacios se vuelven menos definidos: “A lo largo de lo hecho y de lo vivido, me fui despojando, según creo, de lo particular, lo propio y lo local, y he tratado de decir lo que tenía que decir, menos pintorescamente y con más exactitud, aunque la exactitud sea enemiga del oficio de la narración”.
El desierto es desde entonces un lugar distinto. No es el terreno donde se reconstruye la totalidad mítica de un pueblo, sino el refugio final de personajes que huyen de los restos del mundo moderno en descomposición. Es la tierra a la que llegan Giovanni y Rossana en Luz de las crueles provincias (1995) o dónde Wilhem Strasser decide acabar con su pasado y con su vida ( La mujer de Strasser , 1997). En Memorial de la Puna ese peregrinaje está encarnado en el, acaso real, conde de Montseanou, un pianista belga que recaló en el norte como podría haberse quedado en otro extremo del mundo -“para ser coherente debería estar en el Congo, como alguno de mis primos”-, y se gana la vida entreteniendo a los clientes de un prostíbulo con música, cuando el alcohol se lo permite. Pero ese personaje entre cómico y triste también puede ser la vía para comprender el sentido profundo de todo viaje: “Aquello que nos lanza por los caminos es seguramente lo mismo por lo cual muchos ingresan a los claustros, o sea, el intenso, entrañable y ominoso deseo de encontrarse con uno mismo, negándose a aceptar que, en definitiva, todo se convierta en polvo, vanidad y cansancio”.
Otro personaje insospechado que recorre Memorial… es Josip Broz, el líder que gobernó la ex Yugoslavia con el nombre de mariscal Tito. Según el padre de Tizón, que trabajaba en el tendido del ferrocarril, el mariscal Tito vivió y trabajó en Yala en los años treinta, antes de participar en las Brigadas Internacionales de España. En “Recuerdos de un dinamitero”, el texto más acabado del libro, el mariscal rememora el pasado desde su vejez: el fracaso de la izquierda internacional en la Guerra Civil Española, sus conversaciones con Nasser, las palabras de Nehru o Chou En-lai. También reflexiona sobre la inutilidad de los políticos que “no hacen nada, defienden intereses esperando el momento de traicionarlos”, o sobre la pasión que hace a las ideologías más vitales y convincentes que cualquier idea abstracta. En su paso por Yala, del lado de la ficción, Tito forma parte de la cuadrilla de dinamiteros que acompañan a Strasser en la construcción de un puente para el ferrocarril. Pero el recuerdo que más lo conmueve es la visión de la Puna. En las palabras que pone en boca del mariscal, Tizón llegó a la síntesis más lograda de esa metáfora constante, “la experiencia del desierto”, un camino hacia la nada pero pleno de sentido:
La Puna, ese desierto que antes ni sospechaba que existiera, nos demuestra el escenario del mundo inmenso y plano, sólo flanqueado por altas montañas que conjeturamos numerosas, pero que si las observamos bien, no hay más que una; ésta es la visión lapidaria que llevó a ciertos anacoretas a discernir que hay una única montaña que unos y otros escalamos por distintos senderos con la esperanza de encontrarnos, unos, con lanzas en las manos, y otros, con sueños e ideas cada vez más profundas que aprendemos a pensar; al cabo, con lo que tengamos en las manos vacías y en el corazón, alcanzaremos la luz por encima de las nubes.
Antes del epílogo, hay un “Paralipómenos”, un agregado que bien podría ser el verdadero final del libro. Allí Tizón relata un viaje en ferrocarril desde Bolivia hasta el valle, donde monta a caballo rumbo a las lagunas de Yala. Es un texto casi místico, en el que la naturaleza se le revela como la verdadera forma de Dios y, en la consustanciación con ella, encuentra, a la vez, la juventud renovada y el destino buscado: “Aquí me quedaré, con estas piedras edificaré mi casa y no regresaré jamás a vivir en la ciudad, entre una multitud que no llegaré a conocer nunca. [?] Tampoco escribiré más, ahora me doy cuenta más claramente de que escribía porque la vida no me bastaba. Ahora sé también que no basta con escribir, hace falta un destino”.
Memorial de la Puna puede ser leído como la conclusión transitoria de un camino que, en realidad, nunca termina. Así pensaba Tizón la escritura. Las historias escuchadas desde siempre vuelven a ser contadas para que cada hombre pueda imprimirles su marca y aportar una nueva versión, un poco más perfecta que las anteriores. La lectura de su obra evidencia la búsqueda de acercarse a la voz anónima del relato popular, desde la invención imaginaria y compleja de la voz de un pueblo hasta la síntesis de la parábola. Ése es el secreto del despojo paciente de su escritura para llegar a decir sólo lo necesario: la persecución de una claridad radical, como la luz que se filtra entre las nubes sobre un cerro, en una mañana de Yala.
LA NACION