13 Feb La política del sentido común
Por José Nun
Hace tiempo que no veía a mi amigo el novelista. Lo encontré de excelente humor y, mientras tomábamos un café, le pedí que me contara alguna de sus historias favoritas. Aceptó, aunque me previno que tenía poco y nada que ver con la política. He aquí la historia que me contó.
En la Polonia del siglo XVIII, un poderoso señor feudal, católico ferviente, aguardaba ansioso la visita de un gran cardenal francés, considerado el hombre más sabio de su tiempo. Mientras se preparaba para recibirlo se le ocurrió una idea, a fin de lucir el genio de su invitado ante todo el pueblo. Decidió organizar un torneo de preguntas y respuestas, le puso como contrincante a un miembro de la aldea judía que moraba en sus tierras y estipuló que el verdugo le cortaría la cabeza al primero que fallase. Envió entonces un emisario a esa aldea para ordenarles que designaran a su representante. Los campesinos judíos fueron presas del terror. Se reunió el consejo de ancianos y acordó que aceptar sería directamente un suicidio, por lo que se negaron. Al otro día, el emisario retornó para informarles que, si no obedecían, el señor los haría matar a todos. Desesperados, a los ancianos los invadió el pánico, pero entonces apareció Berel, el tonto de la aldea, para rogarles que lo dejasen ir a él. Nadie lo tomó en serio, pero insistió. Le explicaron que iba a una muerte segura, pero no hubo caso. Finalmente, resignados y entre lágrimas, lo nombraron su delegado.
Llegó el día del torneo. Había una multitud. En el centro del escenario se ubicó el dueño de casa, flanqueado por el verdugo con su espada. A la derecha, se sentó el cardenal y, a la izquierda, frente a él, Berel. El cardenal advirtió de inmediato que se trataba de un pobre muchacho y ofreció generosamente que fuera Berel quien hablase primero. Entonces Berel le preguntó: “¿Qué quiere decir ani lo iodea ?”. El cardenal respondió: “Yo no sé”. Ante el asombro de todos, el verdugo alzó en el acto la espada y le cortó la cabeza. Los judíos no lo podían creer y entre risas, sollozos y aplausos, llevaron en andas a Berel de regreso a su aldea. Festejaron durante tres días y tres noches. En medio de los bailes, uno de los ancianos llevó aparte a Berel y quiso saber por qué había estado tan seguro de que iba a ganar. Berel se lo explicó. Cuando era niño, el Gran Rabino de Cracovia había visitado su escuelita. En un momento dado, se acercó a la mesa donde él hacía sus deberes y le ofreció ayuda. Señalando su cuaderno, Berel se animó a preguntarle: “¿Qué quiere decir ani lo iodea ?”. “Yo no sé”, le contestó el religioso. “¿Se da cuenta, señor?” -concluyó Berel-. “Si el Gran Rabino de Cracovia no lo sabía, ¿cómo iba a saberlo el cardenal francés?”
Mi amigo agregó con una sonrisa: “Supongo que no hace falta que te aclare que, en hebreo, ani lo iodea significa «yo no sé?»”. Pedí agua, guardé silencio y me quedé pensativo. Me interrogó con la mirada. “Tu cuento tocó un nervio. Pensaba si acaso existe hoy un líder político que, cuando le preguntan por el futuro, sea capaz de decir ani lo iodea. ” “¿Por qué lo haría?” “Porque durante tres siglos Occidente estuvo dominado por la idea del progreso y era fácil imaginar que el porvenir resultaría siempre mejor que el presente. Pero hace tres o cuatro décadas que esto fue dejando de ser así y hoy ya nadie medianamente serio sabe bien qué puede pasar mañana.” Ahora fue el novelista quien me pidió que le contara yo mi historia.
Le anticipé que, a diferencia de la suya, en la mía se mezclaban constataciones y conjeturas. El hecho incuestionable es que el capitalismo ha ingresado, nada más y nada menos, que en su cuarta gran crisis. La primera fue la de 1890; la segunda, la de 1929/30; vino después la de los años 70, y estamos atravesando la que se inició en 2007/2008. Estas crisis, que definen épocas, tienden a suceder cada 40 años y las anteriores duraron alrededor de una década. Mi amigo quiso saber si eran parecidas entre sí. Sólo en parte. Las de 1890 y 1970 se originaron en fuertes caídas de las tasas de ganancia de las empresas. En cambio, simplificando, la de 1929/30 y la actual son el fruto de procesos salvajes de acumulación capitalista. (Por ejemplo, desde los años 70 hasta ahora, el capital de Goldman Sachs, una de las grandes corporaciones con fuerte responsabilidad en las dos crisis, aumentó más de 1400 veces.) Tanto que una de las soluciones principales que permitieron salir de la de 1929/30 fue una disminución considerable de la desigualdad, si bien con características muy distintas según el lugar. No hay que olvidarse, por ejemplo, que en Estados Unidos el presidente Roosevelt terminó aumentando los impuestos a los ricos en un 90 por ciento.
“Pero no es esto lo que está ocurriendo ahora en los países desarrollados”, me interrumpió mi amigo. Exactamente, le respondí. Peor aún: mediante los planes de ajuste que se vienen aplicando crecen la pobreza y la desigualdad en nombre de una supuesta “austeridad expansiva” que profundiza la crisis y malencubre el enorme poder que conservan los culpables del desastre. (Para seguir con el ejemplo, tanto los secretarios del Tesoro de Clinton y de Bush como los actuales primeros ministros de Grecia o de Italia han sido ejecutivos de Goldman Sachs.) Por eso el futuro se vuelve más impredecible que nunca y despierta tanta aprensión. “¡Allí sí que casi nadie esperaba este desenlace!” Con una salvedad, repuse. Hoy los “allí” y los “aquí” se han vuelto relativos porque fenómenos de esta envergadura sacuden al mundo entero. De hecho, la Argentina no pudo escapar a los efectos de las tres grandes crisis anteriores, cuando el planeta estaba mucho menos globalizado.
“¿Qué deberíamos hacer?” ” Ani lo iodea. ” “No, no vas a zafar tan fácil, tengo derecho a exigirle algo más a tu historia?” Le di la razón y le expliqué que por eso me había dejado tan pensativo la suya. Es que una de las ventajas de reconocer que enfrentamos situaciones inéditas y muy complejas sería procurar que nuestras apuestas fuesen lo más informadas posible. Sólo que, para esto, hay que tener claro cómo opera el proceso de toma de decisiones de los que mandan, especialmente en contextos como los actuales. Y que ellos mismos lo comprendan. Porque más allá de la soberbia y de los desplantes de ocasionales figuras fuertes, para tratar de entender la realidad y buscar alternativas se apela siempre, en última instancia, a razonamientos de sentido común. O sea que lo que se hace tiene mucho de intuitivo y las intuiciones se alimentan del pasado, no del futuro. Recurren a la asociación de ideas antes que al análisis.
“¿Por eso es tan habitual que la historia se repita?” “Por eso y porque, como lo están mostrando los países desarrollados, sus lecciones se aprenden mal o demasiado tarde.” El sentido común es básicamente conservador y moviliza aquellas recetas que ha naturalizado como válidas. Aunque aparente otra cosa, desconfía de las innovaciones y se recuesta en sus viejas certidumbres. Estas pueden ser hoy las del neoliberalismo en Europa o las del proteccionismo del primer peronismo entre nosotros.
“¿Desde cuándo estás en contra del proteccionismo?” “No lo estoy en absoluto. La trampa que hacen los defensores de la libre competencia es que ponen el foco en el mercado, pero no en las estructuras socioeconómicas que predeterminan a los actores y los obligan así a jugar con dados previamente cargados. Quiero decir que quienes rechazan el proteccionismo en nombre de la libertad de mercado lo hacen porque ya gozan de la protección que les brindan sus propias estructuras. Así que no me entiendas mal. El proteccionismo resulta indispensable, pero siempre que se lo adecue a los profundos cambios que han experimentado esas estructuras en el país, en la región y en el mundo. Una simple vuelta al pasado muy probablemente obtenga lo contrario de lo que se propone.”
A estas alturas, mi amigo quiso conocer mejor las conexiones entre su historia y la mía. Para mí, le dije, tu historia fue un disparador que actuó en el momento justo. Si nuestros dirigentes pudieran admitir que, en las circunstancias presentes, deben guiarse mucho más por su sentido común que por un supuesto saber, las consecuencias no serían menores. “Contame una”, me urgió. Abandonar el estrechísimo círculo en el cual tienden a recluirse para tomar decisiones precisamente cuando menos seguros están. Las prácticas de razonamiento de sentido común varían tanto como las experiencias y los conocimientos de cada uno, por lo cual conviene ser muy pluralista y ampliar las consultas y los diálogos para enriquecer el propio horizonte. Es tiempo de abrir el juego, no de cerrarlo. Finalmente, en estas cuestiones la verdad no pasa de ser una opinión y cuantas más opiniones se tomen en cuenta, mejor. Es casi literalmente lo que me dijo el general Perón en una larga entrevista que me concedió hace años en Madrid, cuando buscó definir el buen liderazgo, sobre todo en situaciones difíciles.
Al pagar, vi que el novelista se había quedado demasiado serio e intenté tranquilizarlo: “Ojo que, por suerte, si es bien conducida, la Argentina está en condiciones bastante más favorables que otros países para ir sorteando con éxito la crisis”. Se rió y mientras nos despedíamos, me dijo: “¿Conocés la historia de los dos amigos que se encuentran por la calle después de unos años? Uno le pregunta al otro: «¿Cómo está tu mujer?» Y el otro le contesta: «¿Comparada con quién?»”
LA NACION