23 Feb El último enigma de un poeta
Por Pedro B. Rey
Nunca se sabrá cómo fue Rimbaud. Es seguro que la inevitable instantánea que pueda hacerse de él cualquier lector por medio de sus palabras, de las impredecibles imágenes de sus poemas o de los relatos biográficos existentes se corresponda de manera apenas lábil con lo que debe de haber sido la realidad concreta de aquel muchacho surgido de una familia de origen campesino (nació en 1854 en Charleville, en las Ardenas, donde se crió, no lejos de la frontera con Bélgica) y que, apenas pasados sus quince años, revolucionó y escandalizó el París poético de su época con versos visionarios y eventualmente escatológicos.
Como ninguna otra, tal vez porque su perpetua fuga hacia adelante sigue teniendo algo memorablemente contemporáneo, la vida de Rimbaud pone en escena el pacto ficticio de toda biografía: las muchas que se le dedicaron (la clásica de la especialista inglesa Enid Starkie, la reciente, voluminosa de Jean-Jacques Lefrère, los originales trabajos de Alain Borer que buscan conciliar la obra escrita con la vida como obra) trazan siluetas de aristas siempre fluctuantes. No faltan los documentos que dejan constancia de sus actos y movimientos en su ciudad natal, en París, en Londres; no deja de haber rastros de sus vagabundeos por distintos lugares de Europa o de su estancia en el Cuerno de África, donde recaló, buscando convertirse en comerciante exitoso, los últimos diez años de su vida. Tampoco escasean los perfiles de primera mano (debidos a Paul Verlaine, a su profesor Georges Izambard, a su amigo Ernest Delahaye, a su propia hermana Isabelle, incluso a algunos colegas de sus últimos negocios mercantiles). Ninguno de ellos, sin embargo, logra jibarizarlo, reducirlo a la ilusión conformista de suponer cómo hubiera sido estrechar su mano de carne y hueso. Rimbaud es tan indecidible como su propia poesía, que en sus mejores momentos -sigue siendo una de sus características más indomeñables- transmite emociones de altísima intensidad sin que el lector alcance a tener la menor sospecha de aquello a lo que alude.
El enigma último, insoluble, consistiría en develar qué liga a ese individuo que, en sus treinta y siete años de vida sin pausa, parece haber excedido los modestos límites de una única personalidad. Sólo puede conjeturarse qué une al niño prodigio, casi beato, al que la madre auguraba un futuro de alto vuelo profesional, con el alumno triunfante en todo concurso nacional de poemas en latín que se le pusiera por delante. Y qué une a ese Rimbaud todavía niño con el adolescente autor de “El barco ebrio” y, casi inmediatamente después, amigo íntimo del poeta Verlaine, con quien mantuvo una relación tórrida que terminó en las páginas policiales de los diarios de Bruselas. ¿Acaso la figura ausente del padre, que abandonó a la familia cuando Arthur tenía nueve años? Y qué alquimia se produjo para que los delicados poemas que aspiraban a ser aceptados por la escuela parnasiana derivaran en las crípticas virulencias de “El corazón robado” (“Le coeur du pitre”, en el original francés) o en las “Cartas del vidente”, las misivas privadas en que llamaba a alcanzar lo desconocido por medio del desorden de los sentidos, por no hablar de las posteriores Una temporada en el infierno (obra en que renegaba de todas sus desmesuras, la única que el propio Arthur se encargó de publicar) o las Iluminaciones (que recolectaron y publicaron sus amigos a comienzos de los años noventa del siglo XIX, sin saber si seguía vivo o no). ¿Quizá la guerra franco-prusiana, en 1870, que postergó el inicio de las clases y convirtió al hasta entonces prolijo y obediente Rimbaud en un jactancioso vago pueblerino? ¿O fue, como a veces se sugiere, la agresión que habría sufrido en su supuesta visita a los cuarteles de la rue de Babylone, en una temprana y clandestina escapada a París? Y qué vincula a todos esos Rimbaud con el que se olvidó voluntariamente de la poesía y llevó una vida ascética, áspera en Abisinia con el fin -como aseguraba en la correspondencia con su familia- de hacer dinero y poder volver a Francia a vivir de rentas. ¿Tal vez que la poesía no fuera un fin, sino un medio de emancipación personal, la forma de escapar de una vida predecible, bajo el influjo de una madre férrea y demandante?
De Rimbaud existen escasas imágenes. Hay una que lo muestra de niño, con su hermano Frédéric, el día de su comunión. Está la foto que le tomó Etienne Carjat recién llegado a París, y también las tres, más bien borrosas, que el propio Rimbaud hizo de sí mismo en África. A ellas se sumó recientemente otra, encontrada casualmente en un mercado de pulgas parisino. Es de 1880. El ex poeta está instalado ante las escalinatas del hotel principal de Adén, el puerto del Mar Rojo, en compañía de otros colonos y exploradores franceses, no mucho antes de partir (es de sospechar) hacia Harar, el principal puesto que ocupó en lo que hoy es Etiopía. Está algo apartado y mira a cámara con aire de ligera estupefacción. La fotografía aparenta familiarizarnos con el poeta inalcanzable, pero en realidad constata la pobreza de nuestros conocimientos. Rimbaud se encuentra en una divisoria de aguas (el pasado se está volviendo pasado, una vida casi ajena; lo espera África hasta el final de sus días, cuando un tumor en la rodilla lo obliga a volver a Francia para morir), pero ignoramos de manera absoluta qué está pasando en ese momento por su mente.
En Rimbaud en Java. El viaje perdido, Jamie James explora otro de los agujeros negros de las aventuras rimbaldianas, quizás el más misterioso: el viaje que en 1876 hizo Arthur como mercenario holandés a la remota isla de Java, por entonces colonia del país europeo. Es posible que semejante acto (nada más improbable que ver a Rimbaud, que acababa de abandonar la poesía, como soldado a sueldo) fuera dictado por la curiosidad de conocer un lugar distante o por las promesas salariales. Lo cierto es que pocos días después de llegar a la isla indonesia, desertó y durante seis meses -hasta que reapareció en Charleville a fines de aquel año- su paradero fue, y sigue siendo, objeto de debate. James, neoyorquino que reside en Indonesia, sabe que retratar con veracidad a Rimbaud es una causa perdida de antemano. Somete los datos de que dispone a un ensayo tentativo de lo que podría haber experimentado el veinteañero “con suelas de viento” -como lo definió Verlaine- y acompaña a su fantasma en su hipotético itinerario javanés, al mismo tiempo que lo pone en conexión con el resto de su vida. No es lo único: en el mismo gesto, desglosa, de manera sintética, las capas geológicas de interpretaciones sobre el poeta y retrata -el gesto digresivo puede recordar a W. G. Sebald- la sensibilidad de una época y su vocación por el exotismo. Los movimientos de Rimbaud son tan variados y fascinantes -anota James en cierto lugar- que cada uno de esos pasos parece haber sido calculado para sus futuros biógrafos. A veces se olvida que su vida fue en realidad dura y sufrida. Quizás en ese malentendido, para el que tanto colabora su formidable poesía, se cifra el encantamiento que producen su figura y su obra. Tan elusivas son que, al evocarla o leerla, todos somos un poco Rimbaud.
LA NACION