El cazador de historias

El cazador de historias

Por Astrid Pikielny
“No es que siempre quiero irme, siempre quiero volver. Pero mi condición es estar lejos”, afirma Jon Lee Anderson al mismo tiempo que se desploma en el sillón de un hotel porteño y se disculpa por el cansancio. “Es que estoy agotado”, confiesa el cronista norteamericano de renombre internacional y cazador de historias a escala planetaria, mientras se aferra a una taza de café negrísimo, a modo de conjuro.
Ese cansancio, producto de una agenda imposible que combina viajes alrededor del mundo, reportajes en condiciones inverosímiles sobre territorios en disputa y la escritura de una crónica “difícil”, no empaña, sin embargo, el esmero en sus respuestas, en un castellano fluido que revela una larga y fecunda relación con el subcontinente latinoamericano.
El tema de la crónica que ahora lo tiene a maltraer es la gran guerra del Sudán, en África. Jon Lee Anderson se ha instalado dos meses en aquel lugar -detenido en el tiempo y sometido al olvido de la historia- y, a pesar de esa inmersión profunda, sostiene que es una crónica extremadamente difícil de estructurar. “A nadie en el mundo le importa Sudán. Es como la prehistoria: todavía no tienen plástico, nunca han tenido una carretera pavimentada, no conocen la electricidad, todavía hacen soga y cabuya de corteza de árbol, mientras entran misiles y caen bombas del cielo. Ése es mi mundo”, dirá con naturalidad el reportero de The New Yorker y autor de crónicas sobre Irak, Afganistán y la biografía más importante del Che Guevara.
Jon Lee Anderson practica su oficio como un orfebre que cincela su pieza con destreza y minuciosidad. ¿Qué es lo que define la calidad de una crónica? Además del enfoque y el perfil, para el reportero una “buena” crónica debe tener movimiento, avanzar a través del tiempo y tener varios instrumentos. “Es como una orquesta. No sirve si es un solo de batería. Hay que agregar voces y hay que crear un retrato tridimensional. Hay que buscar muchas fuentes y hay que tener un  sentido ético para establecer un equilibrio entre lo que es la percepción de uno y lo que aparentemente es la realidad de los otros. Hay que ser consecuente con los otros”, explica.
Hijo de una maestra y un funcionario del servicio extranjero de Estados Unidos, Anderson se crió en países tan distintos como Taiwán, Indonesia, Colombia y Honduras, y viajó por todos los países de América latina. “Viví en Colombia a los 4 años y luego me quedó una sensación de pertenencia y de vínculo con el mundo hispano. Quise desde un primer momento aprender el idioma y comunicarme en esa lengua. He vivido más de un año en Colombia, Perú, El Salvador, Honduras, Cuba, y también en España y en algunos de estos países, he vivido más de una vez”, relata. “Cuando no vengo a América latina por un tiempo, me siento árido, necesito venir”, y así lo hace, por caso, cuando su agenda le da un respiro y aterriza en Colombia, en donde dicta los talleres para periodistas de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), fundada por Gabriel García Márquez, con sede en Cartagena de Indias .
Alguna vez Walter Benjamin afirmó que los relatos nacen de dos tipos distintos de narradores: el que se queda en casa recogiendo recuerdos y transmitiéndolos y el que viaja lejos para encontrar hechos y relatos. Jon Lee Anderson encarna vivamente el tipo de narrador en permanente movimiento, en ejercicio de un periodismo marcado por el viaje y el rescate de historias periféricas, paralelas y marginales, que carecen de atractivo para buena parte de la prensa internacional. “Existe esta idea de que soy una especie de inspector Gadget de las guerras. Pero yo tengo mis trances reflexivos y quietos. Reportear en las condiciones en las que lo hago requiere una paciencia mayor y lo mismo, luego, para elaborar las crónicas, que son muy largas y complejas. Cada vez que empiezo con una historia es como comenzar un libro. Es un reto que asumo cada tres meses porque tengo que entenderlo todo, desglosarlo y organizarlo.”

-¿Por qué, entre los todos los oficios, eligió el periodismo?
-No sé si lo elegí, más bien nos topamos. Yo era un joven aventurero pero con ciertas inquietudes tanto sociales como creativas. Mi madre era escritora y quería que encontrara una forma de expresarme. Había “jugado” con la escritura desde joven y además estaba esta otra cosa de querer vivir la historia de mi tiempo. Eso me llevó al periodismo. Me crié con Vietnam, luego la Guerra Fría y todas las secuelas en América latina; entonces adquirí una conciencia joven y visceral del impacto de mi país en el mundo, y del impacto de estos conflictos, que pasaron de ser importantes, populares o estratégicos a que nadie se ocupara de ellos, aunque han dejado una huella importante. El mundo que llegué a percibir era un mundo convulsionado donde “mi sociedad” -la estadounidense- vive al margen de ello y sin embargo tiene un impacto preponderante en “aquello”. Y aunque desde muy chico viví en esos lugares de manera muy privilegiada, era al mismo tiempo muy consciente de la realidad, de los extremos y de la pobreza.

-En los talleres de periodismo de la FNPI trabaja con periodistas jóvenes. ¿Cuáles son aquellas lecciones o herramientas que un maestro de periodismo puede transmitir a las nuevas generaciones?
-Yo no soy ningún gurú, pero más que técnica, que se aprende o no, y talento, que se tiene o no, lo que ofrezco tiene que ver con una manera de ver el mundo y una manera de vivir el mundo y la vida. Tiene que ver con agallas, curiosidad intelectual, sensibilidad humana, un conjunto de cosas que tienes o no tienes. Quizás un consejo que pueda dar es: “Sal y conoce el mundo. Deja tu bagaje social y ponte en el lugar del otro”. Es lo que he hecho toda mi vida, pero sé que este tipo de periodismo no es para todo el mundo. He sido guardia, carcelero, he trabajado con pico y pala. Ésa es la diferencia entre el periodismo que hago yo y el que quieren hacer otros, el periodismo de funcionario, de recibir un sueldo y de trabajar para medios subsidiados por el gobierno.

-¿Es necesario tener motivaciones éticas para ser buen periodista? ¿O se puede ser buen periodista y mala persona?
-Es difícil pero sí, hay buenos periodistas que son malas personas. Conozco unos cuantos. Es toda una conversación sobre definiciones: qué es un buen periodista, qué es una mala persona. ¿Cómo definiría a un buen periodista? Como alguien que trata de romper los moldes y los estereotipos, que busca historias que nos dicen algo nuevo, que rompe el molde de percepciones tradicionales, que no hace un periodismo reconfortante que llena las páginas sino un periodismo inquietante, y que nos abre los ojos en torno a nuestro mundo. Uno no lo logra siempre, pero eso es el buen periodismo. Son historias que nos enseñan algo en el momento y con las que nos sentimos más instruidos para el futuro.

-¿Cómo se narra la guerra, la pobreza, la muerte y el dolor?
-En lo posible, conviviendo. Si algo se vuelve cotidiano, nos olvidamos de los detalles, y los detalles son importantes. Hay que mantener intacta la capacidad de sorpresa. Además, es muy difícil mover conciencias y aprender únicamente de las víctimas. En el mundo violento he intentado buscar y sondear las psiquis del violento, de los victimarios, y no sólo las de las víctimas. Ha sido siempre una búsqueda personal, para que nos expliquen por qué lo hacen. Creo que ahí hay material para los que buscamos respuestas o soluciones.
A diferencia de aquellos periodistas que rechazan la idea de entrevistar a un genocida -un debate frecuente en el ámbito periodístico, actualizado por la entrevista de Ceferino Reato a Jorge Rafael Videla-, Jon Lee Anderson nunca dudó en buscar respuestas a las tragedias del mundo interrogando a los que perpetraron el horror. Así lo hizo en 1998 cuando viajó a Chile a entrevistar al general Augusto Pinochet, por entonces senador vitalicio y figura que aún despertaba tanta adhesión como rechazo en una sociedad chilena en plena transición democrática. Después de vencer las resistencias familiares y ganarse la confianza de Lucía Pinochet -hija del dictador y vocera familiar-, Anderson mantuvo cuatro encuentros con el ex comandante en jefe del ejército del país transandino, en Santiago de Chile.
La sesión fotográfica que debía ilustrar el reportaje, boicoteada por el entorno del dictador chileno, se realizó tiempo después en Londres, cuando Pinochet viajó a esa capital a realizarse chequeos médicos. Aquellas fotos que mostraban al hombre fuerte de la dictadura chilena paseando por las calles de la capital británica abrieron la puerta al pedido de detención y captura internacional. A los pocos días Pinochet fue detenido por Scotland Yard en una clínica de Londres. “La crónica tiene que plantear una incógnita, un interrogante y debe intentar resolverlo. Y con Pinochet yo tenía un interrogante. Pinochet había rehuido la prensa durante muchos años, la odiaba y era parte de la subversión internacional’. En 1998 él tenía un apoyo importante en la sociedad chilena, que ya era supuestamente democrática. Una buena parte de la sociedad lo adoraba, la otra parte lo detestaba y nadie era indiferente. Y yo me preguntaba quién era este hombre que había dividido tanto a su país, y cuál era su…verdad’. Ésa era mi inquietud y el problema que yo quería resolver.” El largo reportaje sobre Pinochet, en el que afirmó, entre otras cosas, que fue “sólo un aspirante a dictador”, fue publicado en la revista The New Yorker e integra el libro El dictador, los demonios y otras crónicas (Anagrama).

-Usted suele escribir sobre batallas ajenas, ¿cuáles son las batallas cotidianas que usted libra como reportero?
-Los principales desafíos tienen que ver con buscar la estructura de la pieza y la concentración. Para mí lo difícil es volver a mi casa y mi familia después de una experiencia larga, intensa y lejana, tratar de conectarme con la vida cotidiana y al mismo tiempo “romperme” y entrar en trance para poder escribir. Eso es difícil, me cuesta y es un esfuerzo cada vez que lo hago. Vuelvo a mi casa, físicamente, para irme de nuevo, pero al interior de mí.

LA NACION