“Te quiero… lejos”

“Te quiero… lejos”

Por Ulrich Beck y Elisabeth Beck-Gernscheim
El amor a distancia se caracteriza por la separación geográfica. Los amantes viven a muchos kilómetros de distancia, en distintos países o incluso en distintos continentes. Uno de los rasgos distintivos de la actual elección de pareja es que se ha ampliado enormemente el campo de posibilidades. El mundo de las barreras amorosas se ha convertido en el mundo de las posibilidades amorosas. En primer lugar, las barreras sociales se han permeabilizado y los controles sociales se han relajado. Antes era la unidad familiar la que regulaba y encarrilaba la elección de la pareja con arreglo a la propiedad y al status social. En nuestros días, la unidad familiar –cuando existe– ha perdido gran parte de su poder. Incluso la institución de la señora de compañía, la mujer a la que en su día se encomendaba la tarea de vigilar la observancia de los imperativos de la decencia y la posición social, ha desaparecido sin dejar rastro. También el encuentro de los amantes se ha liberado de las reglas relativas a la procedencia que imperaban en la así llamada “buena sociedad”: las listas de invitados de las clases altas ya no se pliegan estrictamente a la regla de la procedencia social. Han surgido campos de encuentro –el trabajo, las asociaciones, los gimnasios– enteramente mixtos desde el punto de vista social. Antes, la mayoría de las veces, la vida se desarrollaba en el marco de la vecindad en sentido amplio. En nuestros días, el medio vital, el mundo de la vida, abarca un espacio mucho mayor. Cursos de idiomas, viajes de trabajo, vacaciones: la movilidad de una localidad a otra, de un país a otro, hace ya tiempo que forma parte de la vida corriente. Como consecuencia, el espacio de posibles encuentros entre personas se ha ampliado enormemente, y con ello, el de potenciales parejas.
A esto se suma, como un nuevo espacio de encuentro que gana adeptos a gran velocidad, Internet. Los buscadores nos traen directamente a casa, mejor dicho, al ordenador portátil, una oferta mundial que se renueva cada minuto. Con Internet, las tentaciones se multiplican hasta el infinito. Se abre un mundo de posibilidades ilimitadas y también el horror de las posibilidades ilimitadas. Los buscadores son causa, instrumento y resultado de una búsqueda que camina hacia y trabaja en la ampliación de sí misma. El imperativo inmanente de esta búsqueda es la optimización. Cuanto más amplia sea la oferta, mayor será la tentación. Quizás el próximo clic me ofrezca al candidato ideal. Así que, ¡a seguir clicando! Hay que encontrar al mejor o a la mejor, pero nunca se encuentra. “No dejo de mirar qué nuevas mujeres o interlocutoras interesantes y guapas aparecen ahí. Puedes entrar todos los días. ¿Qué vida podrían depararme las de hoy?”, confiesa el romántico de la maximización y el realista de lo virtual.
¿Dónde se encuentran los que buscan amor? Sobre todo en el trabajo, luego en el círculo de amistades, después en Internet, que ocupa el tercer puesto, por encima del club, la discoteca, las vacaciones o el supermercado. Un estudio actual revela que, entre personas de entre treinta y cincuenta años, un tercio de los contactos que acaban en emparejamientos se establece a través de internet. Y es una tendencia creciente.
El amor fue y sigue siendo amor imaginado. Tiene lugar en la cabeza, y lo sabemos. Lo peculiar del amor a través de Internet radica en que solo tiene lugar en la cabeza. Internet modifica la condición grupal del amor. Hace posible, en primer lugar, la no presencia de los implicados; en segundo lugar, el anonimato de su contacto. Con ello, en tercer lugar, libera la imaginación. Y, para terminar, puede imponer el imperativo de la optimización: “Antes de atarte para la eternidad, comprueba que no haya algo mejor”. La ausencia de corporalidad en el amor a distancia y el anonimato que garantiza Internet como punto de encuentro pueden incrementar el romanticismo de la búsqueda, pero también engendran desinhibición. Ya sabemos cómo se organiza y escenifica la búsqueda de pareja a través de Internet: hoy las agencias mediadoras ya no facilitan dos o tres parejas posibles a los que buscan, sino unos cuantos cientos de miles, unos cuantos millones. Se informa a los usuarios de que hay varios cientos de miles o millones de personas que están ahora conectadas y con las que se puede contactar ahora mismo, cuántos contactos por hora están teniendo lugar, cuántos miles de fotos se han colgado en internet durante la última hora. La búsqueda de pareja por internet se desvincula del espacio y del tiempo. Es posible más allá de la ciudad, a cualquier hora. La fluidificación del espacio, fenómeno que se observa en las ciudades, se traslada también al campo. Los excesos de la noche no caracterizan ya sólo a la vida nocturna. Las personas se encuentran con mayor número de personas, los rostros se suceden aún más deprisa. Internet implanta en todos la idea de “posibilidades ilimitadas”. Y también el que no busca pareja sexual o amorosa vive su mundo como el de Internet. Conoce las posibilidades. Sabe lo que hacen otros. Tiene imaginación.

Un amor “conventual”
No solo es novedosa la multiplicación hasta el infinito de las posibilidades de encuentro entre personas. Con el amor a distancia también cambia el ámbito en el que se despliega el anhelo amoroso, lo que el amor significa para el deseo, lo que puede y no puede, la sensualidad del amor, la relación entre amor, sexualidad, intimidad, la relación entre amor y vida cotidiana, amor y trabajo. Vivir la variante geográfica del amor a distancia significa creer en la posibilidad de una intimidad y afectividad intensas entre personas que durante largos períodos no pueden mantener relaciones sexuales. En el amor mediado por las tecnologías de la comunicación, en el amor por teléfono o Internet, debe renunciarse a muchas formas de sensualidad. Tiene que salir adelante sin contacto físico de las manos, la piel, los labios, sin un verdadero encuentro de las miradas, sin que los implicados puedan llevarse mutuamente al éxtasis del orgasmo. Queda la sensualidad de la voz y el lenguaje, del contar y escuchar, del ver y ser visto. El amor en proximidad puede ser o tornarse silencioso, en cambio el estímulo y sostén del amor a distancia en su variante geográfica radica única y exclusivamente en el lenguaje y la mirada. Funda por ello especiales oportunidades y, paralelamente, adolece de una especial fragilidad. La unidimensionalidad de sus recursos sensoriales puede significar: vida breve, muerte rápida. En una cultura como la occidental, en la que el encuentro físico inmediato y el contacto corporal desempeñan un papel esencial en el amor, el amor a distancia es difícilmente sostenible a largo plazo. El lugar “puro” del amor a distancia es la voz, el relato que tiene noticia de los paisajes de sentido interior del interlocutor y se adentra en ellos, con otras palabras, el que domina el arte de la intimidad: hacer perceptible la cercanía en la distancia. Aquí “arte” debe entenderse en el sentido literal de la palabra. La intimidad de la voz vive del intercambio del autorretrato narrado en el que el otro o la otra se hace presente.
Esto, justamente, es lo que quiere decir “modernidad reflexiva”: las consecuencias colaterales de la modernización radicalizada socavan los fundamentos y las dicotomías institucionales, legales, políticas, morales y sociales de la primera modernización estado-nacional como algo obvio y cotidiano. A las relaciones a distancia se les brinda por ello la oportunidad de romper el silencio sonoro de las relaciones cercanas. Y si ambos disponen de espacios para hablar con el otro enteramente reservados al intercambio y la comunicación mutua, el amor a distancia puede incluso articular un espesor y una intensidad particulares. El hecho de que otros sentidos no distraigan de la conversación, concentrarse enteramente en la fuerza del lenguaje y/o de la contemplación, hace posible que se aborden las principales preguntas relativas al “tú y yo”.
Con todo, el amor a distancia geográfica posee un carácter monacal, monjil, conventual. Permanece en lo abstracto, pues su lugar son los correos electrónicos, Facebook, los sms y Skype. El puro amor a distancia, el “solo” amor a distancia, es difícilmente practicable para los que no son monjes ni monjas. Para las personas normales tienen que darse regularmente oasis de sensualidad directa que involucren todos los sentidos, de “hartazgo de amor”. Y para los otros momentos necesitan rituales y símbolos que recuerden una y otra vez, redescubran, sostengan y afiancen lo común. Puede que el concepto de “intimidad a distancia” suene muy romántico, pero es una forma de romanticismo que se alimenta de las sobrias virtudes de la regularidad, la fiabilidad, la planificación.
La intimidad a distancia depende de acuerdos estables, del sostenimiento del vínculo interior (por ejemplo, hablar por Skype todas las tardes, verse cada seis meses). Y puede fracasar.

“Isla de los Bienaventurados”
Tanto el amor cercano como el lejano tienen sus propagandistas. Unos recomiendan el amor a distancia como terapia contra las decepciones del amor en proximidad, otros alaban las virtudes del amor en proximidad contra las decepciones del amor a distancia. Es incuestionable, sin embargo, que el amor a distancia tiene sus ventajas, especialmente cuando los miembros de la pareja lo adaptan a sus necesidades y deseos. Hay incluso quien afirma que la cercanía no es más que un mito. La proximidad amorosa que anhelan los amantes a distancia –aseguran– no queda asfixiada por la rutina de la vida diaria. Demasiada cercanía mata el amor. La lejanía lo mantiene vivo. Descarga a los amantes de las exigencias y sobreexigencias de tener que amarse siempre y explícitamente. Hace posible lo imposible, concilia los opuestos, cercanía y distancia, vida propia y común.
Tales diagnósticos encierran sin duda un núcleo de verdad: el amor a distancia no descansa únicamente en la separación entre amor y sexualidad, sino también entre amor y vida cotidiana. El amor a distancia es como el sexo sin tener que lavar después la ropa de cama, como comer sin fregar los platos, como un tour en bici sin sudor ni dolor de piernas. ¿Quién echaría ahí algo de menos?
Pero el amor a distancia no es la receta de la felicidad eterna, ni traslada a sus cultivadores a la Isla de los Bienaventurados mientras la mayoría de las parejas de nuestro entorno se enfanga en sus rutinas. No pueden pasarse por alto los peligros a los que lo expone quedar exonerado de la vida cotidiana. Por ejemplo, que el autorretrato no nos presente a nosotros mismos, sino una versión corregida de nuestra persona. O, a la inversa, el peligro de transfigurar al compañero, de elaborar una imagen idealizada de él que no aprobaría el test de la realidad. Desde este punto de vista, amar a distancia equivale a aprender a soñar. El amor a distancia es el amor de un yo festivo por un otro festivo, purificado de la banalidad de la vida cotidiana. Cuando uno no tiene que entenderse con su compañero en las normas relativas al orden doméstico o en las terribles dificultades asociadas a las visitas familiares se libera de numerosas obligaciones. Pero cuando solo se vive fragmentariamente al otro y muchos aspectos de su vida solo se conocen a través de sus narraciones –o lo que es lo mismo, cuando múltiples conflictos potenciales quedan ocultos– falta el aterrizaje. Y la fantasía puede llegar demasiado lejos. El amor a distancia puede ser engañoso. Uno idealiza a la pareja, porque no vemos muchas cosas que también forman parte de él. O uno lo minusvalora porque proyecta sus propias decepciones en él: si a mí me va mal, también a él debe irle mal, de lo contrario no me quiere. A menudo resulta especialmente difícil conectar con la evolución del otro. O uno mismo no está ahí donde se lo supone.
Cuando un día el gran sueño de los amantes separados se cumple, es decir, se reencuentran y se convierten en una pareja en cercanía, el test de la realidad se hace inminente. Uno se olvida de las despedidas y descubre algunas facetas antes desconocidas del otro que la distancia había ocultado piadosamente. Es muy posible que entonces el amor a distanciavuelva a parecernos un sueño, y que el “ojalá estuvieras aquí” de los amantes a distancia se convierta en un “ojalá estuvieras allí”.
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