Polaridades en las políticas globales

Polaridades en las políticas globales

Por Fernando Iglesias
Si bien la historia de la humanidad es la historia de la globalización de la humanidad, los procesos globales constituyeron un fenómeno secundario durante el período de las Modernidades Nacionales, iniciado en 1648 con la Paz de Westfalia. El escenario mundial fue por siglos un escenario internacional resultante de la mera sumatoria de procesos ocurridos en los diferentes contenedores territoriales que componían el mundo. En cambio, asistimos hoy a una rápida inversión de la situación en la cual los asuntos globales determinan los nacionales, los procesos globales dejan de ser actores de reparto y se transforman en grandes estrellas y las polaridades globales invaden el terreno otrora monopólico y hermético de las políticas nacionales.
Hasta en el estado nacional más poderoso de la his¬toria, una unidad política bioceánica de dimensiones continentales cuyos habitantes son criticados por sus tendencias insulares y autorreferenciales, las campa¬ñas presidenciales se deciden discutiendo posiciones sobre Irak, la crisis financiera y el cam¬bio climático. Pero la irrupción de los asuntos globales en las políticas nacionales no es exclusividad de los Estados Unidos. También en Europa las victorias electorales de Schróeder y Chirac tuvieron relación directa con su rechazo a la participación de Alemania y Francia en Irak. Y poco después, la sorpresiva derrota electoral de Aznar en España fue causada por el ataque de una secta islamista que revirtió las tendencias electorales en escasos días y llevó a la victoria al PSOE de Rodríguez Zapatero, quien perdió el poder debido a una crisis que abarca a toda Europa. Aun en territorios en los cuales la conexión al mundo global es menos dinámica, como Sudamérica, ¿qué ha distinguido con mayor eficacia a las fuerzas políticas sudamericanas que sus posiciones respecto de la deuda externa, el rol del FMI y los capitales globales, la integración regional y el ALCA?
Diez años atrás, casi todos los líderes políticos del Primer Mundo alcanzaban un período de reelección, mientras que grandes crisis económico-sociales tum¬baban gobiernos en el Tercer Mundo. Hoy, cuando la economía global ha acabado las crisis en la periferia y la ha trasladado a los países centrales, casi todos los partidos y líderes gobernantes en el Norte pierden el poder mientras lo mantienen casi todos en los países emergentes. Y todo ello se produce por motivos que es¬capan ampliamente a las decisiones tomadas por los poderes nacionales y a sus ideologías, como demuestra el caso de un Europa cuyos gobernantes de izquierda dejan el gobierno en manos de los de derecha -y viceversa- en todas partes.
Un mundo progresivamente unificado supone que los asuntos de política “exterior” se hagan interiores, transformándose en un tema crucial para el éxito y el fracaso de toda administración; y que la tensión entre las perspectivas pro globales y universalistas, y las antiglobales y nacionalistas se transforme paulatina¬mente en el tópico central de las agendas políticas en todos los niveles.

Condición campesina y obrera
El pasaje de una era nacional-industrial a otra global-postindustrial ha hecho que el vínculo con la democracia y el progresismo de quienes constitu¬yeron el principal sujeto emancipatorio durante buena parte de la era industrial se haya vuelto frágil e incierto. Los asalariados de los países desarrollados, que por siglos fueron los sujetos sociales más vulnerables de sus respecti¬vas sociedades nacionales, se han convertido hoy en un sector privilegiado de la sociedad mundial. Consecuentemente, se han transformado hoy en una minoría reaccionaria.
Este creciente conservadurismo de los trabajado¬res de baja calificación de los países avanzados y su tendencia al populismo nacionalista coincide con el surgimiento de valores posmateriales y cosmopolitas en los sectores de la sociedad educativamente mejor preparados, con habilidades laborales superiores y me¬jores perspectivas de vida. El impacto de la presencia de inmigrantes en las periferias de las grandes ciuda¬des europeas y la generalización de las batallas entre pobres por el acceso a los trabajos menos calificados y a los beneficios menguantes del estado de bienestar refuerzan esta tendencia. Se trata de un hecho que no puede evadirse en nombre de la corrección política. Europa, donde casi todos los sindicatos piden reforzar el Apartheid continental que defiende las prerrogativas nacionales de sus afiliados, es el continente que mues¬tra más dramáticamente esta mutación de las clases trabajadoras avanzadas desde su condición de mayoría pobre y oprimida, pero socialmente progresista, a mi¬noría defensora de actitudes discriminatorias.
Después de décadas de outsourcing resulta incom¬prensible que sectores sindicales y políticos que fueron la vanguardia de la sociedad mundial no hayan enten¬dido aún que si los inmigrantes no pueden ir hacia los centros productivos los capitales se desplazarán hacia la periferia, de que la globalización del mercado supone la paulatina homologación del precio del trabajo y de que en una era global no hay estados de bienestar na¬cionales ni continentales que puedan subsistir.
El antiguo paradigma de las Modernidades Nacionales “Salarios de Primer Mundo para los trabajadores del Primer Mundo y salarios de Tercer Mundo para los del Tercero” está siendo abolido. En una Modernidad global, la alternativa es “Salarios de Primer Mundo para los trabajadores del Tercer Mundo o salarios de Tercer Mundo para los trabajadores del Primero”. Cuanto antes lo comprendan los trabajadores de Europa y Norteamérica, cuanto antes acepten que no será la indigna lucha por las prerrogativas nacionales la que decida el resultado de esta opción sino las relaciones de fuerza
entre política democrática y economía capitalista, mejor podrán defender sus derechos al bienestar y el progreso.
En cambio, los sindicatos nacionales que ilusionados con la artificial preservación de sus intereses inmedia¬tos continúen insistiendo en la cancelación de las cuo¬tas inmigratorias están condenados a una derrota de la que los últimos veinte años de retroceso constituyen solo la etapa inicial. Y esta es solo la más benigna de las posibilidades existentes, ya que la otra está constituida por una amenaza peor: el abrazo mortal del protofascismo nacionalista y populista sobre la masa creciente de los trabajadores manuales socialmente excluidos del Primer Mundo.
Coincidentemente con la deriva reaccionaria de los sindicatos europeos, también los granjeros del Primer Mundo reclaman contra la globalización con el objeto de preservar los subsidios de los que viven y las barreras territoriales que los protegen de la competencia de los productores de los países pobres. Los sectores campesinos protegidos por la Política Agrícola Común representan menos del 5% de la fuerza laboral de la Unión Europea pero son beneficiarios del 46% de su presupuesto. Se trata de 17.000 dólares anuales. Pero no es solo Europa. La suma asciende a 26.000 dólares per cápita en Japón y a 20.000 en los Estados Unidos, frente a un Producto Bruto Global per cápita de 5.170. La enfermedad de la vaca loca, la propagación de las epidemias de gripe aviar y porcina y el estancamiento de varios países de África en una economía de subsistencia tienen buena parte de su origen en la defensa de los intereses de corto plazo de los campesinos y granjeros del Primer Mundo.
El parasitismo creado por los subsidios y las prerrogativas nacionales acerca a los obreros y campesinos de Europa a las ideologías del chauvinismo del bienestar. El Apartheid externo de la UE coincide con el crecimiento interno del populismo derechista de Le Pen, Bossi, Haider y sus herederos. No parece casual, por otra parte, que las formas de labor manuales y repetitivas del pasado encierren en posiciones reaccionarias a sus trabajadores, en tanto las posiciones políticas más avanzadas y cosmopolitas provengan de los productores de factores KIDCIS. También en este campo las polaridades globales determinan las nacionales, haciendo que los proletariados y campesinados nacionales, antiguos sujetos reformistas y progresistas, desaparezcan como tales junto con la configuración industrial-nacional de las sociedades en que tuvo lugar su formación.
De la combinación de estas tendencias surgen nuevas tensiones y agrupamientos. Las polaridades políticas se redefinen hoy globalmente entre un progresismo cosmopolita que incluye a la socialdemocracia, el liberalismo y parte del socialcristianismo, y un populismo reaccionario, antimoderno, globalifóbico, nacionalista y oscurantista cuyos representantes se distribuyen por todo el arco político de manera aparentemente confusa. En países como la Venezuela del Coronel Chávez, que no han logrado completar el proyecto industrial-nacional y en los cuales el estado nacionalista-industrialista forma parte de un ilusorio futuro, aparecen como “de izquierda”. En los que -como los Estados Unidos de George W. Bush o la Italia de Silvio Berlusconi- han dejado atrás la etapa industrial-nacional y en los cuales el estado nacionalista-industrialista forma evidentemente parte del pasado, lo hacen como “de derecha”.
Quien más temprana y claramente percibió este proceso fue el italiano Altiero Spinelli, padre fundador de la Unión Europea, quien ya en 1941, desde el confina¬miento que le había impuesto el fascismo escribió en su célebre Manifiesto por una Europa Libre y Unida: “La línea divisoria entre progresistas y reaccionarios no coincide ya con las divisiones que separan a quienes desean un mayor o menor grado de socialismo en sus países. La división recae hoy en una nueva línea que divide a aquéllos que conciben el propósito y objetivo central de la lucha política en términos de la antigua división -es decir: la conquista del poder político nacional (quienes involuntariamente le harán el juego a las fuerzas reaccionarias permitiendo que la lava incandescente de las pasiones populares se forje nuevamente en los moldes del nacionalismo)- y aquellos que buscan alcanzar la unidad internacional”.

Conflictos del mundo petropolítico
En 1980, Alvin Toffler afirmó que el conflicto entre capitalismo y comunismo era una disputa transitoria al interno de una civilización industrial y profetizó que sería superada por la verdadera lucha política del futuro: un megaconflicto de dimensiones planetarias entre los defensores de la “segunda ola industrial” y los partidarios de la naciente “tercera ola”. Esta profecía merece, sin embargo, una corrección: no han sido los actores industriales quienes han liderado la defensa del statu-quo sino la rama más obsoleta del modelo económico industrialista, un modelo que no solo está basado en el trabajo físico sino también en la energía barata y contaminante. Ha sido la rama energética, que a más de un siglo del boom de la segunda revolución industrial aún provee energía mediante la obsoleta matriz de los comienzos heroicos, el centro de la reacción contra la Modernidad global.
Las formas en que los seres humanos producimos, vivimos y nos comunicamos son hoy completamente diferentes de las de hace un siglo. Sin embargo, las fuentes energéticas del mundo moderno continúan siendo su majestad el petróleo y su cohorte de vasallos fósiles, como el gas y el carbón. Casi el mismo combustible que impulsaba el Ford T mueve los futuristas automóviles, barcos y aviones de esta época robotizada y cibernética. Y hasta la electricidad, de la que depende la hípermoderna internet, nos llega de la misma fuente que movía las alquitranosas factorías de la primera revolución industrial: los combustibles fósiles.
Agotamiento de los recursos no renovables, dependencia de líderes autoritarios, terrorismo global, lucha armada por los territorios con recursos energéticos, recalentamiento climático… las peores amenazas al naciente mundo posindustrial y global provienen de un modo de producción decrépito, el petropolítico, en el cual la principal fuente de producción de riqueza no es el hombre sino el territorio, por lo que tiende intrínsecamente al nacionalismo, el militarismo y el autoritarismo, necesarios para garantizar su control. Los resultados de la convivencia asincrónica entre este primer modo de producción -el extractivo- adoptado por la raza humana en su etapa tribal, hace millones de años, y el cuarto y último de ellos, arquetípico de la sociedad global del conocimiento, la información y la comunicación, son terribles. La enorme distancia evolutiva que separa sus formas de organización social se expresa en conflictos potencialmente mucho más graves y de consecuencias más destructivas que los experimentados por la humanidad en el pasaje desde el segundo modo de producción, agrario, al tercero, industrial.
Los productos de la economía de la información son condivisibles: pueden ser copiados sin perder sus capacidades y hasta incrementan su valor si nuevos usuarios los utilizan, ya que amplían el número de aplicaciones compatibles y de personas con las cuales intercambiar información. La producción de KIDCIS exige también una alta capacidad de cooperación y una buena educa-ción de sus recursos humanos, y requiere un alto nivel de bienestar general para vender sus productos, ya que el mercado del software se desarrolla mal en contextos con necesidades básicas insatisfechas. La riqueza que crea la economía de la información y la comunicación tiende pues a crecer junto con el nivel educativo y la riqueza general, sin que importe demasiado el origen social y nacional de propietarios, productores y con¬sumidores. Por lo tanto, es tendencialmente favorable a la distribución geográfica y social de la riqueza sin importar cuan avaros y monopolistas sean sus CEOs y sus corporaciones.
La ecología es otro de sus puntos fuertes. Al mejorar el cociente entre el valor producido y la energía y los materiales empleados, las tecnologías de la información y la comunicación (TICs) permiten disminuir el uso de recursos naturales y las emisiones contaminantes. Una economía postindustrial que crea KIDCIS y servicios asociados a los KIDCIS depende básicamente de la inteligencia humana y es intrínsecamente menos dilapidadora que una economía industrial que produce objetos y depende de la provisión de materias primas y combustibles fósiles. La inteligencia humana, por otra parte, es un recurso inagotable y no contaminante. Y dado que es intrínsecamente independiente de la tierra, la pérdida de la centralidad económica del territorio ha abolido el modelo de conflicto característico de las eras precedentes: la disputa armada por un territorio y sus recursos. Más allá de las críticas fisiocrático-ludditas, no parece casual que los países postindustriales no solamente sean los más ricos sino los que presentan una mejor distribución del ingreso. Una economía que depende de altos estándares educativos y de las capacidades asociativas de los ciudadanos crea las bases sociales indispensables para el sostenimiento de los procesos democráticos de los que depende la distribución de la riqueza.
Exactamente lo opuesto sucede en las economías en las cuales la extracción de materias primas desempeña el rol central. En todos los países petropolíticos que dependen de recursos no renovables, los procesos sociales son de tipo suma cero, ya que la apropiación por parte de un agente excluye a todos los demás. Las economías de suma-cero tienden a abolir la cooperación y a agudizar las disputas, y a generar visiones paranoicas disfrazadas de astucia real-política. Consecuentemente, la mayor parte de los esfuerzos sociales se aplica a la disputa por el botín y no a su ampliación y extensión; y la dependencia de la producción respecto del territorio hace que tiendan inevitablemente al militarismo y los conflictos. Dado que la intervención humana en la generación de la riqueza es pequeña, el bienestar general y la capacidad de trabajar cooperativamente resultan irrelevantes a los fines de la producción. Por eso la democracia no se desarrolla en donde no existía y se marchita donde era incipiente. La riqueza queda en manos de unos pocos propietarios corporativos y de autoridades políticas especializadas en incrementar su patrimonio, y parte de esas enormes ganancias son usadas para convertir a los miembros de la sociedad en clientes. Más allá de la retórica religioso-conservadora islámica o político-revolucionaria latinoamericanista con que se encubra la realidad, las sociedades petro-políticas desarrollan una pirámide de poder vertical y autocrática por la que se asciende en base a sumisión y obsecuencia. Donde la petropolítica domina, la exasperación y el conflicto reemplazan al diálogo y el consenso, la sociedad se divide en “nosotros” y “ellos” y se polariza entre “amigos” y “enemigos”, el territorio y la disputa por su control adquieren un valor meta-físico, y los extranjeros son presentados como una banda deseosa de saquear recursos que las élites nacionales consideran parte de su propiedad personal según el modelo patrimonialista descripto por Weber. La cultura del trabajo y el esfuerzo no logra surgir, o es destruida, ya que es el mismo modelo productivo el que lleva a considerar la riqueza como un don otorgado por la naturaleza o la divinidad. A pesar del abuso de la retórica nacionalista, la unidad nacional suele ser puesta bajo fuertes tensiones por la lucha por los recursos y los conflictos distributivos entre incluidos y excluidos por el régimen. Los fundamentalismos de todo tipo predominan en el universo petropolítico, cuyas sociedades tienden a dividirse en aliados incorporados a la reproducción del poder existente y enemigos destinados a ser simbólicamente destituidos o físicamente aniquilados.
El único sector en el cual la revolución tecnológica no ha cumplido ninguna de sus promesas ha generado un núcleo de atraso preindustrial y tribal-nacionalístico que se ha extendido y potenciado junto con la subida de los precios de la energía. El mayor exportador de petróleo es hoy Arabia Saudita, un país dominado por una monarquía absolutista aliado a los Bush y en cu¬ya periferia nació Bin Laden. El segundo es una Rusia aún dominada por el ex jefe de la KGB Vladimir Putin, que amenaza con apropiarse del Antartico y reeditar la Guerra Fría. El cuarto es Irán, liderado por Mahmoud Ahmadinejad, cuya negación del Holocausto ofende la conciencia civil del mundo, cuya manipulación de los resultados electorales provocó una pequeña guerra civil y cuyos planes nucleares amenazan la estabilidad de una región ya suñcientemente inestable. El quinto es la Venezuela liderada por el Coronel Chávez, que ha desaprovechado una década de precios récord del petróleo sin disminuir las terribles desigualdades y atrasos de la sociedad venezolana y se sigue orientando a una peligrosa alianza nuclear y armamentista con Irán y Rusia. En el sexto lugar los feudales Emiratos Árabes; séptimo es del dinástico Kuwait; el octavo, la devastada Nigeria controlada por esos criminales que se esconden bajo el nombre de Hermanos Musulmanes; el undécimo es el Irak que fuera de Saddam Hussein y el duodécimo es la Libia que fuera de Muhamar Kadaffi.
La larga lista de los reinos y dominios petropolíticos concuerda con los más grandes conflictos bélicos de las últimas décadas y con los regímenes más autoritarios y militaristas del mundo. Y muestra también a los Estados Unidos en el tercer lugar y al Reino Unido en el decimotercero, lo que es demostrativo del poder de la petropolítlca en todos los escenarios existentes, como los resultados de doce años de gobierno de la dinastía petropolítica de los Bush han demostrado también. Estas dos naciones, cuyas compañías petroleras son líderes hegemónicas en el mercado global, lideraron la invasión de Irak y garantizaron el control de la segunda reserva petrolera mundial al mismo tiempo que gene¬raban las condiciones para un incremento vertical del precio de la energía. Ambas circunstancias permitieron la acumulación de rentas sin precedentes por parte de las corporaciones energético-petroleras y permitieron que el sector extractivo vuelva a ocupar un puesto entre los más poderosos del planeta en pleno siglo XXI.
También el escenario sudamericano se ha visto pola¬rizado por la irrupción de la petropolítica, representada por un grupo integrado por el Coronel Chávez [Venezuela] y sus aliados, los presidentes Morales (Bolivia) y Correa (Ecuador). Nada causalmente, Chávez, Morales y Correa, tres líderes de características bien diferentes pero unánimemente populistas y autoritarios, presiden las tres naciones sudamericanas en las cuales el petróleo y el gas son los recursos económicos predominantes, y tienen en el gobierno kirchnerista de la Argentina, cuyo modelo se originó en una provincia petrolera, un importante aliado. El reino de la petropolítica incluye lo corporativo. Hasta el carácter nacional de las empresas, resto anacrónico de tos tiempos nacional-industriales para la mayor parte de los sectores económicos, es una característica generalizada en el petrolero. Las mayores corporaciones energéticas tienen una clara composición nacional: BP del Reino Unido; Chevron, Conoco-Phillips y Exxon-Mobil de los Estados Unidos; y Total de Francia. También Repsol (España), PDVSA (Vene¬zuela) y Petrobras (Brasil) son corporaciones nacionales. La binacional anglo-holandesa Royal Dutch Shell es el máximo de cosmopolitismo que las big oü han alcanzado. ¿Cuántos millones de dólares han gastado todas estas compañías en financiar campañas de desinformación que desmentían el calentamiento climático y presentaban a los bio-combustibles y el hidrógeno como tecnologías de ciencia-ficción, y cuántos en la investigación de fuentes alternativas? ¿Y qué decir de su cerrada oposición a una tasa global sobre los combustibles fósiles que permitiría redireccionar recursos hacia la investigación, el desarrollo y el uso de fuentes no renovables ni contaminantes de energía?
Las teorías victimistas del tercermundismo que atribuían limpiamente el subdesarrollo al bajo precio de las materias primas derivado de los “intercambios desiguales” han demostrado ser inexactas. Después de décadas de ascenso de los precios del petróleo y de un flujo inconmensurable de dinero hacia los países de la OPEC no se ha verificado ningún cambio real en las condiciones de vida de la mayoría de sus habitantes. El rol ambiguo de las riquezas naturales en términos de progreso no solo ha hecho obsoleta la teoría de los intercambios desiguales sino que ha originado nuevas hipótesis, contradictorias respecto a esta, que consideran que los recursos naturales pueden ser más una maldición que una ventaja comparativa.
La “maldición de los recursos naturales” contradice el sentido común instalado en épocas de escasez, en las cuales todo recurso fácilmente obtenible favorecía la supervivencia. Sin embargo, la idea parece estar bien fundamentada para una sociedad de postescasez en la que países como Japón han sido capaces de desarrollar una sociedad rica e igualitaria mientras que quienes basan sus economías en las ventajas natura¬les parecen condenados a la pobreza y la inequidad. Latinoamérica es el continente cuyos recursos naturales por habitante son los más grandes del planeta y el de mayores desigualdades sociales. Y África, donde el peso de los recursos naturales en el producto bruto es el más alto del mundo, se ha convertido en un reducto regional de la barbarie. Tampoco parece accidental que Medio Oriente, donde la suma del PBI no-petrolero de todos sus países es menor que la facturación de una sola compañía de teléfonos finlandesa, se haya transformado en el centro de la inestabilidad política, el terrorismo fundamentalista y la litigiosidad internacional mundiales.
La tensión entre un petro-industrialismo de tipo paleo-nacionalista y la sociedad global del conocimiento, la información y la comunicación es hoy la polaridad política mundial determinante, aun más que las tensiones entre China y los Estados Unidos o entre las naciones avanzadas y las del BRIC, las cuales entre muchas dificultades avanzan en una negociación pacífica y racional de sus intereses. Los jeques petropolíticos de todo el mundo se enfrentan hoy a una coalición débil de fuerzas cuyos elementos destacados son la Unión Europea, Japón y Canadá, y a la que parecen haberse unido los Estados Unidos liderados por Obama. Se trata de una alianza global flexible y frágil que, más allá de su falta de unidad y liderazgo y de las contradicciones entre principios e intereses, es moderadamente favorable a acuerdos de regulación ecológica y financiera globales, apoya el desarrollo de instituciones jurídicas supranacionales, comienza a abrir la discusión sobre la democratización de las Naciones Unidas y descarta el unilateralismo y el militarismo como principios reivindicables. De que predominen los unos o los otros, de que en los países desarrollados asuman el liderazgo sus sectores avanzados y no los Bush, que abundan, y de que se pase de las declaraciones a los hechos, depende
buena parte del destino del planeta.
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