El drama de enfermarse en la pobreza

El drama de enfermarse en la pobreza

Por María Ayuso
Esa noche, Eduardo tuvo la certeza de que se estaba muriendo, solo, apoyado sobre un banco de la estación de ómnibus de Retiro donde se había acomodado para tratar de dormir un poco. No puede precisar la fecha exacta, pero sí que era invierno porque hacía tanto frío que no sentía los pies. Se los cubrió como pudo con unos diarios y se imaginó cómo sería la muerte. “¡Por lo menos iba a dejar de toser como un perro! y en una de esas, chau sufrimiento”, reflexiona hoy, a los 26 años, mientras retuerce nerviosamente unos hilos que cuelgan de la manga de su camisa.
Un año antes, Eduardo había dejado la casa donde vivía con su familia, en Hudson -al sur del Gran Buenos Aires-, para mudarse a la Capital. Necesitado de conseguir droga fácil se instaló en la villa 31 de Retiro hasta que, al poco tiempo, tuvo que refugiarse en la estación “por una pelea entre banditas”.
Aquella noche de invierno zafó. “A la mañana siguiente, una doñita que me conocía de andar por la villa me vio que estaba para atrás y me ofreció ir a la salita”, recuerda. Cuando la médica le explicó que tenía tuberculosis (TBC) y que el tema era delicado se asustó.
Es que la TBC pertenece a las denominadas enfermedades de la pobreza, patologías cuya aparición y propagación se relacionan directamente con condiciones de vida precarias, mala alimentación y falta de hábitos saludables, controles médicos y conductas preventivas producto de la desinformación y la dificultad para acceder al sistema de salud. Chagas, dengue, sífilis, afecciones en la piel y desnutrición son algunos nombres de las más paradigmáticas.
Más allá de éstas existen otras enfermedades cuyas causas no se vinculan necesariamente con una situación de marginalidad, pero que cuando los afectados son personas de los estratos socioeconómicos más desprotegidos, la recuperación o el tratamiento paliativo son muy difíciles. En las historias que recoge esta nota se advierte un común denominador: la dificultad en acceder a los servicios de atención a la salud hace que enfermarse siendo pobre sea un verdadero infierno.
Para la médica Zulma Ortiz, especialista en salud de Unicef y jefa de Docencia e Investigación del Centro de Investigaciones Epidemiológicas, existe una estrecha relación entre la salud de las personas y sus condiciones de vida, ya que un ambiente de pobreza y miseria está atestado de factores que ponen en riesgo de forma permanente la salud. No sólo son estructurales (como falta de agua potable, cloacas o alimentos); existen otros factores como el escaso conocimiento y la adopción o no de conductas preventivas (desde el lavado de manos hasta el saneamiento de las viviendas y sus alrededores), y los obstáculos en el acceso y la utilización de los servicios de salud. Muchas veces se da además un desconocimiento de las señales de alarma ante una “situación de peligro desde el punto de vista físico o biológico”.
Dentro de las llamadas enfermedades de la pobreza, Ortiz señala que los casos de tuberculosis y Chagas en la Argentina “están por encima de los valores esperados”. Y concluye: “Si estaban controladas, el hecho de que recrudezcan definitivamente tiene que ver con una falla del sistema de salud”. Según la médica, un ejemplo de que “el sistema no está preparado para ir a buscar a las personas” son las fallas en el modo de distribución de medicamentos para la TBC (por lo general, se reparte en lugares determinados donde el individuo debe esperar horas para que se lo entreguen).
“Me dijeron que tenía que ir todos los días a buscar los medicamentos. Fui algunas veces porque no quería morirme, pero al poco tiempo dejé de ir”, cuenta Eduardo. ¿Por qué? “Porque vivo en la calle”, contesta.
Aligio Angel Juárez es bioquímico y trabaja en el Hospital Enrique V. de Llamas en Charata, Chaco, una de las provincias con mayor índice de infestación. “En nuestra zona, el Chagas es una enfermedad endémica”, confirma Juárez. “Hemos detectado porcentajes de cantidad de infectados en zona rural muy altos: generalmente son familias de muchos integrantes, con viviendas muy pobres, hechas de barro y paja, ranchitos donde el techo y las hendiduras no están bien revocadas, y allí se meten las vinchucas”, afirma.

Vivir en la villa
Después de buscar por la parada del colectivo a seis de sus siete hijos recién llegados del colegio, Silvana Maza se acerca cargando media docena de mochilas. Al llegar a la plaza donde la Fundación El Pobre de Asís sirve la merienda, en la villa 31, Retiro, se deja caer en un banco y cuenta en voz baja a los nenes que corren hacia la hamacas. Suspira aliviada. “Están todos”, murmura para sí misma.
Tiene 32 años y hace ocho que vino con su marido, Antonio, desde San Pedro, Jujuy, para instalarse en la villa porteña. Viven con sus hijos -de entre 2 y 11 años- en una casilla a metros de las vías del San Martín, con piso de tierra, techo de chapa y sin cloacas. “Tengo un dormitorio y un lugarcito que funciona de cocina, comedor y lavadero: todo junto en un solo lugar, el baño también”, cuenta Silvana. Y agrega que, cada vez que llueve, “el pozo ciego rebalsa e inunda toda la casa”.
Tanto ella como dos de sus hijos sufrieron infecciones en la piel por la contaminación del ambiente en el que viven. “Hace dos meses me salió un forúnculo arriba del labio y la hinchazón me desfiguró toda la cara”, dice Silvana; que se dejo estar varios días porque le era difícil hacerse un tiempo para ir al hospital teniendo que cuidar a sus hijos. Cuando no pudo aguantar más del dolor se acercó a la guardia del hospital Fernández. “Me dijeron que se debía a la suciedad, a la arena que constantemente hay en la villa, porque la gente acá construye mucho”, relata.
Días atrás, a Eduardo Francisco, su hijo de 2 años, le salió un forúnculo en la mejilla. Cuando la hinchazón llegó a cerrarle completamente un ojo lo llevó al hospital Gutiérrez. “Como le picó un mosquito, de rascarse y rascarse con las manos sucias se le infectó y se le expandió para el ojo. El doctor me dijo que tenía riesgo de perderlo”, cuenta la madre. Contra las indicaciones de los médicos, al tercer día de internación, a Silvana no le quedó más opción que volver con su nene a casa. “Tengo seis hijos más y debía atenderlos”, dice.
Según explica Daniela Divola, médica y jefa del Centro de Salud y Acción Comunitaria (Cesac) Nº 35, de la villa 21-24 de Barracas, en los asentamientos pobres, “las patologías ambientales son importantes: infecciones de piel, respiratorias, mordeduras de ratas, parasitosis, gastroenteritis? Todo eso tiene que ver con malas condiciones de vida, polución ambiental, mala alimentación y falta de acceso al agua potable”. Sobre la situación particular de la villa 21-24 -que, con sus más de 40 mil habitantes es una de las dos más grandes de la ciudad- agrega: “Por otro lado, en el barrio hay casas construidas hasta 30 centímetros del Riachuelo, por lo cual hay gran cantidad de viviendas que están en condiciones ambientales terribles”.
Para Luciana Bercovich, abogada y coordinadora del programa Derechos y Construcción Comunitaria en Villas de la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ), uno de los múltiples factores que ponen en riesgo la salud de los vecinos de las villas es la ausencia de agua potable. Dívola coincide: “Un problema es que si bien hay agua corriente muchos no tienen una conexión segura, ya que ésta no la hace AySA, sino los mismos vecinos al caño maestro, a veces con mangueras”. Las conexiones informales suelen tener filtraciones y estar expuestas a factores de contaminación.
Las villas y los asentamientos tampoco cuentan con servicio de red cloacal. Mantienen sistemas de descarga sanitaria a pozo ciego (ubicados generalmente en el interior de las viviendas, de los centros comunitarios o en las calles), desagotados por camiones atmosféricos. “Cuando llueve se rebalsan y hay materia fecal por todos lados”, apunta Bercovich.

Sin cobertura de salud
Según el Diagnóstico de la Situación Social de la Ciudad de Buenos Aires elaborado por la UIMyE del Ministerio de Salud porteño, en 2010 “uno de cada cuatro (27,7%) niños de hasta 5 años que viven en la ciudad de Buenos Aires” no contaban con “ningún tipo de cobertura de salud ni de obras sociales (incluyendo PAMI), planes de emergencia, mutuales ni prepagas”. En los niños pertenecientes al primer quintil, más de la mitad (58,3%) no poseía cobertura de obra social. Con respecto a los adolescentes y jóvenes, una cuarta parte (25,5%), no contaba con cobertura de salud.
“Las personas en las villas tienen una dependencia absoluta al sistema público de salud. Justo en la zona que más lo necesitan es donde es más deficitario: la ambulancia no entra, hay deficiencias estructurales en los Cesac, los medicamentos muchas veces no llegan, hay muchas problemáticas como adicciones y desnutrición”, asevera Bercovich.

Luchar por un turno
“A veces pienso que porque soy extranjero o porque no tengo documento no me quieren atender”, dice con voz queda Efraín González Ricalde. Oriundo de Potosí, Bolivia, tiene 33 años y un problema de várices muy avanzado, sobre todo en su pierna izquierda. “Me duele cuanto duermo, cuando estoy parado y también sentado. Todo el tiempo. Algunos días estoy hasta sin comer para poder conseguir un turno en el hospital”, afirma.
Efraín vive en Loma Alegra, uno de los barrios de la villa 21-24, donde alquila una piecita por 400 pesos al mes. Como muchos de los habitantes de la villa se atiende en el hospital Penna, donde asegura que ya perdió tres turnos para flebología porque no lo quisieron atender.
En Florida Oeste, Vicente López, Mirta Rojas protagoniza una lucha similar cada vez que tiene que conseguir un turno en el Hospital Belgrano para alguno de sus 14 hijos. Con 45 años, es madre de Naiara, de 10, que padece desnutrición crónica. Se la diagnosticaron hace tres años, en el centro que la Asociación ACER tiene en Vicente López.
Cada mes, Mirta se las rebusca con lo que cobra por la pensión para madres de siete (o más) hijos y el Plan Más Vida -en total menos de 2000 pesos para mantener a nueve de sus hijos que viven con ella-, y la ayuda en alimentos que le brinda ACER.
Todos los años, el pediatra y la nutricionista del equipo de ACER le recetan a Naiara una serie de estudios médicos de control. “Pero en el Hospital Belgrano, si la orden o derivación no es de un médico del partido de San Martín no te la aceptan”, explica Mirta. “Conseguir un turno ahí con una nutricionista es casi imposible: te ponen en lista de espera porque son demasiados los chicos que hay”, revela.
El desafío para que disminuyan significativamente estas dolencias, surgidas desde o en la pobreza, radica, entonces, en impulsar una modificación de hábitos y prácticas de sectores de la población a menudo indefensos por sus propios desconocimientos o propensiones al riesgo.
LA NACION