21 Jan Cómo adelgazar sin dietas
Por Andrea Gentil
Las estadísticas de la Organización Mundial de la Salud (OMS) muestran que hay cerca de 1.600 millones de personas con sobrepeso y obesidad en el planeta. Alrededor del 44% de las mujeres y del 29% de los hombres adultos hacen dieta, y un 80% de mujeres dicen estar disconformes con el tamaño y las proporciones de sus cuerpos. Solamente en los Estados Unidos las personas gastan casi 60.000 millones de dólares anuales en todo tipo de dietas para adelgazar, incluyendo el consumo de alimentos y bebidas light.
Lo paradójico es que los resultados de semejante esfuerzo no saltan a la vista, a juzgar por el hecho de que el 35% de la población estadounidense tiene serios problemas con su peso. Esa proporción, en la que alrededor de 1 de cada 3 personas está excedida, se mantiene en la Argentina y en buena parte de los países de Occidente, mientras que una enorme cantidad se convierte en dietante crónica, saltando de uno a otro programa de adelgazamiento, en un constante subibaja.
Así las cosas, es más que válido preguntarse si las dietas sirven realmente para algo más que para bajar algunos kilos (difíciles de no recuperar) en las primeras semanas. ¿Es factible depositar la confianza en dietas que prometen resultados rápidos y espectaculares pero que nunca hablan del largo plazo? Dietas que resumen su filosofía en un “cerrar la boca y los ojos a la tentación” de ciertos alimentos “prohibidos”, diabolizados, terribles. Chocolatín que me hiciste mal, ¿evitarte resuelve todos mis problemas?
Cada vez más, diferentes investigaciones científicas en el mundo dicen que no. Que las dietas que limitan y restringen no sirven. Que contar calorías solo empeora la obsesión por comer una vez que el “período de abstinencia” impuesto por la dieta se termina. Que evitar el placer de comer solo reprime las ganas hasta que un día, liberado, como un dique que acaba de romper, arrasa con todo. Un todo que no es otra cosa que los kilos que el abnegado dietante logró perder en unos meses, y que no solo se recuperan sino que se acrecientan poco más tarde.
En la Argentina, la médica nutricionista Mónica Katz, directora del curso del posgrado de Nutrición Clínica de la Universidad Favaloro, es contundente: “Les digo no a las dietas tradicionales de cerrar la boca, de prohibir ciertos grupos de alimentos. No a las dietas típicas del siglo XX que ponen a los seres humanos en el rol de máquinas termodinámicas en las que solo entra y sale y cuentan calorías. Porque somos seres deseantes, no es posible excluir el placer que tiene lo sabroso. Lo que sí se necesita es entrenar a esa persona que precisa bajar de peso para que coma sanamente y logre tener el peso corporal que le permita sentirse bien, sin privarse de disfrutar del placer del alimento”. Con este enfoque, su libro de reciente aparición “No Dieta” apuesta a dar pautas acerca de cómo encarar un cambio en el estilo de vida y en la alimentación, sin dietismo.
Los antecedentes científicos le dan argumentos. Una extensa revisión de estudios científicos hecha en la Universidad de California (UCLA, Estados Unidos) y publicada en la revista de la Asociación Americana de Psicología. Dice, lisa y llanamente, que las dietas no sirven para tratar la obesidad. “En un primer momento, las personas que hacen dieta pueden llegar a perder entre el 5% y el 10% de su peso original, pero los kilos vuelven –resume la psicóloga y obesóloga Traci Mann, a cargo de la investigación–. Analizando estudio por estudio comprobamos que la mayoría de las personas recuperan su peso y lo superan; las dietas no resultan en una pérdida sostenida de peso o en beneficios para la salud”.
El sondeo muestra que, en promedio, luego de dos años de hacer dieta estricta, un 23% de los dietantes superó su peso original. Pasados los 24 meses, el 83% de esas personas en dieta había engordado.
Mann va por más en su rechazo a las dietas estrictas: “Es factible que el efecto rebote de las dietas, el perder y ganar kilos, lleven a padecer problemas de salud; las investigaciones indican que está asociado a un aumento en el riesgo de infarto de miocardio, accidente cerebrovascular y diabetes”.
Por qué comemos
Los humanos, como especie, estamos sufriendo una alteración corporal. Se calcula que hacia el año 2030 viviremos en un mundo de personas gordas. ¿Podría ser esto un cambio evolutivo? Difícil, porque ser más gordos no trae más ventajas, sino más problemas, teniendo en cuenta la cantidad de enfermedades y trastornos de salud serios que provoca.
Además, el genoma (esto es, la secuencia de genes que guarda nuestros rasgos hereditarios) no parece haber cambiado demasiado en miles de años. Aunque algo sí varió, y es la manera de vivir. Algo que involucra el modo en el que las personas compran la comida, la distribuyen, la preparan, la comen; y también las formas en las que la gente trabaja, se divierte, se transporta, descansa, se climatiza, se relaciona, se emociona. No son los genes los que se están modificando, sino el estilo de vida como un todo. Y eso tiene consecuencias sobre el propio cuerpo.
Además, comer no es tan solo un abrir y cerrar la boca. Una cascada de sustancias se pone en marcha en el organismo, incluso, ante el solo hecho de pensar en comida, y todo un sistema que existe en pos de garantizar algo primario, instintivo, básico: alimentarse para subsistir. Son tres los sistemas que interactúan en el proceso: el de balance de la energía, el del placer y el de las emociones y el estrés.
El control de todo el proceso del balance de energía del cuerpo está en el cerebro, y sustancias como la insulina, la leptina y la grelina van regulando la presencia o ausencia de hambre para que la persona coma y por lo tanto ingrese energía al cuerpo antes de que el nivel de reservas del combustible interno del organismo se vea afectado. Porque el hambre es eso: una sensación corporal que ocurre cuando el cerebro detecta que hay que recargar baterías para seguir subsistiendo. Cuando el hambre llega, se ingiere lo que hay a mano, es una pulsión, violenta y primitiva.
Pero también está el apetito, una conducta aprendida, una necesidad emocional que se va construyendo. “A lo largo de la vida, lo que ingerimos refuerza y recompensa el acto de comer. Lo hace de tal forma que luego buscaremos comida o bebida solo para obtener ese placer memorizado. Al consumirlas nos sentiremos gratificados. Nuestro cerebro aprende a asociar esa recompensa que otorga comer a las circunstancias que la anticipan. Se aprende que el comportamiento de ingerir es gratificante y se memoriza. Luego, todo lo que hemos asociado con la comida será estimulado en sí mismo, aun sin la presencia de ella”, dice Mónica Katz.
Desde otro punto de vista, Any Krieguer explica que “desde la perspectiva del psicoanálisis, durante el primer año de vida el contacto del bebé con la mamá es puro placer en torno al pecho. Freud habla de la etapa oral, cuando se realza todo ese placer y satisfacción que siente el bebé humano en los labios y en la boca. La relación entre un adulto y la comida puede rastrearse en el primer encuentro entre el bebé y el pecho. Es la búsqueda de esa primera fusión”.
Queda todavía un tercer punto: comer disminuye el estrés. Experimentos hechos con ratas muestran cómo el animal estresado come sin parar, para tratar de frenar su ansiedad emocional. Y lo mismo hacen las personas, buscan alimentos que las reconforten, que las hagan sentir mejor, que las protejan del estrés cotidiano.
Hambre, placer, apetito, el círculo de relaciones que hace tan difícil bajar de peso cuando hay obesidad. ¿Cómo comer lo que otra persona nos sugiere comer, aunque no nos guste y por ende no nos gratifique? ¿Cómo alimentarse con apenas un puñado de calorías, cuando el cuerpo pide más? ¿Y qué hacer con el hambre emocional, con el estrés que busca ser satisfecho a través de la comida?
En esa falta de respuestas está la razón por la que las dietas restrictivas fracasan. Porque, dicen los especialistas de la corriente del no dietar, van contra dos características humanas: la necesidad de comer para sentirse energizados y biológicamente bien, y la búsqueda de placer y gratificación que se asocia con la comida. Además, fomentan el estrés, que empuja a las personas a comer para bajar los niveles de ansiedad.
Martín Viñuales, médico especialista en nutrición y responsable de la cocina del restaurante Magendie es contundente: “La dieta es el mayor predictor de obesidad. Así de simple. El genoma humano no se modificó en los últimos 50.000 años y reacciona de la misma manera cuando falta el alimento. Si no comemos, el cuerpo se prepara para la hambruna; no piensa que estamos a dieta sino que no conseguimos comida. Una dieta restrictiva despierta en el cerebro mecanismos contrarregulatorios que son más fuertes que uno mismo y aseguran la recuperación del peso, el fracaso de esa dieta”.
REVISTA NOTICIAS