17 Dec Las Flores, monumento a la fe
Por Pablo Gallo
Ayer, la ciudad de Santa Fe amanecía con su atmósfera cargada. O tensa. Una suerte de calma chicha del cielo dominical. Y hacia el mediodía, cuando el Nuevo Hipódromo de Las Flores ya se estaba vistiendo de gala con una afluencia impresionante de aficionados, los primeros rayos cruzaban el cielo y el clima comenzaba a tornarse preocupante por su inestabilidad.
De golpe, algunas ráfagas frías que sólo parecían traer atisbos de polvo y tierra fueron el presagio de gotas de lluvia pesadas, espaciadas, y sonoras en el techo de la carpa donde los invitados dialogaban en el cocktail de recepción. Pero allí el viento empezó a soplar con más y más fuerza, en contados segundos se transformaba en un furioso vendaval de lluvia, y toda la gente buscaba refugio en las viejas tribunas porque era el único lugar que la tempestad no conseguía penetrar.
Árboles arrancados de cuajo, otros partidos literalmente al medio, ramas y lonas volando por los aires, ventanales que estallaban y desperdigaban millones de cristales, temor, incertidumbre generalizada, y el escenario levantado para los shows que también se iba despedazando a girones, indefenso ante los embates del huracán. Se cortó la luz. Las pistas eran ya pequeños riachos por donde navegaban, a la deriva, las miradas de miles de burreros estupefactos. Por ahí se escuchó un estruendo: había caído un paredón exterior. Y muchos amigos, por celular, reportaban que en localidades cercanas de la provincia se estaban sufriendo similares consecuencias. En medio de ese verdadero caos, el “Bichi” Fuertes seguía posando para sus fanas en la semi-penumbra del gigantesco recinto, regalando simpatía, abrazando a los pequeños y repartiendo mensajes de fe. Un crack con mayúsculas.
Al cabo de una hora y media, el singular fenómeno cesó y el público se fue dispersando con precaución. Había quienes aún esperaban por los caballos, incrédulos de la cancelación de la jornada al observar las primeras caricias del sol. Saliendo al exterior vimos autos aplastados por los árboles, pedazos de manpostería dispersados por todas partes, carteles destrozados, y otras esquirlas de una batalla desigual: la librada por un escenario que algo conoce de estos asuntos.
El chofer del doble piso, con asombro, nos decía: “Pensé que el viento me lo tumbaba al micro, estaba parado y lo levantaba de un lado y del otro, creo que no lo volteó porque tiene muy buena suspensión”. Nos íbamos con los pies mojados y la ropa empapada; agotados, sorprendidos, preguntándonos en voz alta si lo vivido había sido cierto o irreal.
Y recordé aquella devastadora inundación del viejo Hipódromo de Las Flores, devenido por entonces en una laguna gigante y condendo, casi, a la desaparición. Se recuperó, con enorme esfuerzo, y poco a poco se puso de pie. Y comprendí que este tornado, arrasador del jardín primitivo del Turf de la Patria Grande, era sólo una prueba más del destino, una corteza interpuesta en la búsqueda de la miel. Imponderable y acaso cruel, como todo designio de la tierra. Menos doloroso, no obstante, que los obstáculos levantados por la insensatez de los hombres.
PURA HIPICA