Incesto: la biología también lo rechaza

Incesto: la biología también lo rechaza

Por Laura Castaño
A pesar de que en la civilización que vivimos no hay ya casi nada que pueda asustarnos, es muy difícil que la palabra incesto nos deje fríos. La presente tolerancia en materia sexual no lo incluye. De hecho, si los medios de comunicación informan de algún caso, éste despierta horror e indignación en la mayoría de la gente. La violación del tabú del incesto sigue tocando la fibra sensible de nuestra sociedad. ¿De dónde proviene la prohibición del trato carnal con hermanos, hermanas, padres o madres? Si la vergüenza de cometer una acción semejante fuese un instinto natural, no tendría por qué vetarse. Sin embargo, se produce una y otra vez: padres que violan a sus hijas; madres que quieren demasiado a sus hijos; hermanas y hermanos que comparten el mismo lecho. El afán de aparearse con miembros de la misma familia es, según los psicoanalistas, un fuerte impulso sexual. Sigmund Freud, el padre del psicoanálisis, ha basado su teoría sobre el complejo de Edipo en esta premisa. El etnólogo y psicólogo de Zurich (Suiza) Norbert Bischof, ha recopilado en su libro El enigma de Edipo los últimos descubrimientos sobre el tema, investigando a fondo el comportamiento sexual de animales y hombres, y según los resultados obtenidos, es difícil creer que nuestros antepasados de la prehistoria practicasen el sexo en familia. Psicólogos y sociólogos empiezan a replantearse sus antiguas teorías.
En primer lugar, podríamos observar qué sucede entre los animales. A primera vista, el incesto parece una de las cosas más naturales del mundo. Un gato joven cubre sin ningún pudor a su propia madre, una oveja copula con su padre y una yegua con su hermano. Pero los gatos, las ovejas y los caballos son animales domésticos y su conducta puede engañarnos, llevándonos a la falsa conclusión de que los animales salvajes se aparean también con miembros de su propia familia. Sin embargo, se puede afirmar que la naturaleza, con la excepción de ciertos tipos de parásitos, evita el incesto. Incluso llega a desarrollar extrañas estrategias para impedir el apareamiento entre familiares en primer grado de consanguinidad.
En el caso de animales que viven solitarios, como las liebres, las ardillas o los erizos, la madre los echa de su madriguera antes de alumbrar la siguiente carnada. Los jóvenes hermanos se evitan entre sí y cada cual sigue su camino. Más tarde, cuando llega la época de celo, tienen relaciones con el primero que encuentran. Por supuesto que podría tratarse de su madre o de su hermana, pero las probabilidades son muy escasas.
Podríamos pensar que los machos jóvenes que permanecen en las manadas se aparean con hermanas, tías y primas del mismo clan, pero no es así. A veces son expulsados por los jefes y otras se marchan voluntariamente y se suman a grupos de machos menos fuertes o solteros. Esto es muy frecuente entre los rumiantes y los ungulados, aunque también ocurre entre los elefantes, los coatíes y algunas especies de monos. Siempre hay dos tipos distintos de manadas: las familiares, con la madre y sus cachorros, y las netamente masculinas, que deambulan por los montes y han perdido total¬mente la pista a sus hermanas.
¿Pero qué ocurre con las hijas de un harén? ¿Permanecen en el clan materno para engrosar el serrallo del jefe? En absoluto. La curiosa historia de las cebras de la sabana es un ejemplo de por qué no lo hacen. En este caso, los machos jóvenes deciden por voluntad propia formar otras manadas, mientras que las hembras de corta edad permanecen junto a su padre. Y
antes de que éste pueda acercarse a ellas con aviesas intenciones, han sido ya seducidas en toda regla. La historia se repite una y otra vez: las hembras púberes se comportan con auténtico descaro, mientras que las adultas son mucho más recata¬das. Las primeras se abren de patas con el rabo bien levantado para llamar claramente la atención, sobre todo cuando pasa algún grupo de solteros por allí. Después, el destino se limita a seguir su curso natural: los machos extraños al clan se abalanzan sobre la familia que, amedrentada, intenta escapar. El jefe sale en defensa de su harén, pero, además de que sólo puede tener a un único rival en el punto de mira, el agresor-no se plantea una lucha abierta, sino que emprende la huida. El cabeza de familia lo sigue durante un buen trecho, y regresa para ahuyentar al siguiente competidor. No obstante, mientras está persiguiendo a uno de los atacantes, el otro logra apartar de la manada a la hembra elegida. Entonces el seductor raptor se ve obligado a defender su conquista frente a los propios compañeros y, con frecuencia, tiene que cedérsela a un rival más fuerte. Es bastante duro ser una cebra macho, pues debe cumplir la misión diaria de proteger su harén, y cuando su hija entra en la pubertad recomienza el juego.
Otro modo para evitar el incesto no tiene nada que ver con el cortejo amoroso: se ahuyenta por la fuerza al jefe del clan, y la manada pasa a estar bajo la tutela de un competidor más joven y fuerte. Tanto en el caso de los leones como en el de los langures -una especie de pri¬mate-, los jefes viejos son destronados antes de que las hijas puedan aparearse con su padre.

Las hembras de gorila no quieren saber nada de padres ni hermanos
Entre los gorilas, son las hembras las que eligen a su pareja. Están al acecho hasta que encuentran a un macho atractivo y, sin más preámbulos, se abalanzan sobre él. Luego, cuando se aburren con la pareja, se buscan otra nueva. No quieren saber nada ni de su padre ni de sus hermanos. De forma diferente se comportan las chimpancés. Mientras son adolescentes, coquetean con sus propios hermanos, pero cuando la cosa se pone seria, se despiden de ellos sin compasión y van al encuentro de algún extraño más apetecible.
Algunos animales -como el tití de penachos blancos o la rata común- viven en grandes grupos familiares con miembros adultos que llevan tiempo formando parte del clan. En teoría, en estos grupos tendrían que establecerse relaciones incestuosas entre hermanos y, sin embargo, no se dan. Sólo puede reproducirse una única pareja, la que llamaremos pareja alfa. El resto de los integrantes del grupo está psíquicamente castrado, aunque ya estén en plena madurez: no muestra ningún interés sexual. Hasta que no se alcanza el límite máximo de miembros, no se va de casa el hijo mayor para fundar su propia familia. Aparentemente no hay ninguna influencia externa que impida el incesto entre los pájaros. Pero, aunque los hermanos vivan juntos de pequeños, se separan en cuanto llegan a la edad adulta. Al convivir con un miembro del sexo opuesto desde que se nace, se llega a un grado tan alto de confianza que no hay ningún estímulo sexual.
El hacinamiento también obstaculiza el placer en el caso de los seres humanos. Es raro que niños que hayan crecido juntos formen luego una pareja, aunque no exista parentesco entre ambos. Esto se ha comprobado en los kibbuz israelíes: los jóvenes no se casan casi nunca con sus compañeros de juegos en la pandilla.
Otro ejemplo lo encontramos en el matrimonio Sim-Pua, muy extendido en China hasta los años veinte. Los padres de un chico adoptaban a una niña recién nacida y la educaban desde el principio para convertirla en su esposa. Los niños crecían juntos, pero con frecuencia sus matrimonios eran mucho más desgraciados que aquellos en los que los novios no se habían visto nunca antes de la boda.
La naturaleza desconoce la voz de la sangre, no hace diferencias entre familiares y extraños, y se deja engañar. Los gansos, por ejemplo, siguen al primer ser con el que se topan en cuanto salen del huevo y, aunque suele ser la madre, bien puede ser también un científico si el huevo está siendo incubado en un laboratorio. En el caso de los seres humanos la reacción es comparable: unos hermanos que no se conocen hasta la edad adulta pueden llegar a enamorarse, mientras que los compañeros de infancia no suelen formar un buen matrimonio.
Sin embargo, a lo largo de la historia humana siempre se ha evitado el incesto en todos los niveles de la civilización. No hay datos de que se produjesen acoplamientos voluntarios en la época de las cavernas, y mucho menos en las sociedades formadas por familias nucleares. Aun así, el comienzo de todos los mitos es el incesto divino: la diosa madre se empareja con su hijo para crear con él el mundo y todos sus seres vivos, lo mismo sucede con con Gaia y Urano, la diosa de la tierra y el dios del cielo de los griegos. Cuando cae la gran diosa, son parejas de hermanos los que comienzan a dirigir la corte celestial: Zeus y Hera en el Olimpo; Isis y Osiris en Egipto; o Wotan y Freya entre los germanos. Y lo que era legal para los dioses, también debía serlo para los reyes-dioses. En algunas dinastías egipcias lo habitual era que el faraón se casase con su hermana. La calidad sobrenatural de la sangre real se protegía de impurezas mediante el incesto, un motivo antiquísimo que permanece vivo entre la alta aristocracia de todo el mundo.
Efectivamente, la justificación del incesto para mantener la pureza de la sangre ha llegado a estar muy extendida en la historia humana y se ha mantenido a través de los tiempos. Así lo ponía claramente de manifiesto el decreto de un soberano inca del antiguo Perú: «Yo, el inca, ordeno que nadie puede contraer matrimonio con su hermana, madre, prima, tía, nieta, pariente o madrina de sus hijos. En caso contrario le serán arrancados los ojos como castigo. Únicamente al inca le está permitido tomar como esposa a su hermana.»

La religión y la magia se han empleado para justificar el incesto
En África han existido múltiples variantes del incesto dinástico. Todavía en los años sesenta, entre las clases superiores de los bantúes tomaban por esposas a sus propias hermanas. Pero estas relaciones eran inimaginables para el pueblo llano y se veían obligados a desafiar a los espíritus más poderosos. Entonces había que justificarlas utilizándolas como hechizos. Así, la religión y la magia se convirtieron también en aliados de las costumbres incestuosas. Algunas tribus del lago Niasa están convencidas de que aquel que se atreve a acostarse con su madre o hermana se hace invulnerable. Una comunidad al norte de Zimbawe utiliza el incesto entre hermanos y hermanas como remedio contra las picaduras de serpiente, siempre que se realice al mediodía y en la plaza del poblado. Las relaciones incestuosas se utilizan también como filtro amoroso, para alargar la vida o para perpetuar los poderes mágicos.

El deseo de ascenso social favoreció matrimonios entre hermanos
Pero también existen razones culturales y económicas que, a lo largo de la historia de la humanidad, han tenido asimismo mucho peso a la hora de justificar el incesto. Durante los primeros siglos de la era cristiana, era común entre el pueblo llano de Egipto y Persia que se celebraran matrimonios entre hermanos, ya que se consideraba una condición importante para el ascenso social. Presuponemos que las razones de esta curiosa costumbre residían en que en ambos casos se trataba de culturas en decadencia en las que, tras la caída de la clase dominante, primero la aristocracia y luego la burguesía asumieron los hábitos de los soberanos. Las recientes excavaciones nos han permitido saber que en aquella época, los burgueses egipcios acaudalados se hacían enterrar como los antiguos faraones. Y es fácil pensar que, si los imitaban en la muerte, también los emularían en la vida. Los matrimonios entre hermanos eran, por lo tanto, señal de distinción. Además, las leyes egipcias los favorecían, porque los hombres y las mujeres tenían los mismos derechos a la hora de heredar, y de esta manera el patrimonio familiar permanecía intacto.
Las causas en Persia eran muy similares. Los escritos de los sacerdotes zoroástricos alababan también los enlaces consanguíneos como forma perfecta de unión y como método valioso para destruir al demonio y ganar un premio en el cielo.
Los fundamentos de esta propaganda eran más bien de naturaleza terrenal: con el surgimiento del cristianismo, los sacerdotes temieron perder su poder. Al consentir la boda entre hermanos, impedían el matrimonio entre personas de distinta religión, preservando la antigua.
Países incestuosos y con elevadas culturas, como Egipto y Persia, desmienten a etnólogos de la fama del francés Claude Lévi-Strauss, para quien la prohibición del Incesto representa la transición de la naturaleza a la cultura. Lo contrario es lo correcto: la naturaleza pone barreras al incesto, mientras que la cultura las transponen.
¿Qué sentido tiene entonces este tabú en realidad? ¿Es cierto que la consanguinidad crea seres mentalmente débiles, enanos, sordomudos e hidrocefálicos? Veamos qué nos dice la genética. En todo ser humano dormitan predisposiciones naturales de carácter recesivo de las que él, por lo general, ni siquiera es consciente. Estas predisposiciones pueden ser positivas, pero con frecuencia son las negativas las que permanecen almacenadas.

La sexualidad sobraría si la naturaleza buscara la uniformidad
Si un individuo se empareja con una persona que tiene las mismas predisposiciones recesivas -por ejemplo, un hombre con su hermana-, éstas afloran inevitablemente. El hijo de ambos puede nacer con una enfermedad hereditaria que no había aparecido en la familia desde varias generaciones atrás. La prolongación de las relaciones consanguíneas hace salir a flote todas las predisposiciones hereditarias ocultas, lo que acaba suponiendo una limpieza radical para la familia afectada. Muchos de estos niños mueren, y con ellos los genes enfermos. Los que quedan rebosan salud. Por esta razón, los faraones y los incas cuidaban tanto de que sus genes familiares no se mezclasen con otros.
¿Es la consanguinidad el punto clave de la selección genética? Seguro que no. Los dueños de cuadras de caballos de carreras no cruzan a sus animales con parientes muy cercanos, ya que, aunque nazcan potros de pura raza que rinden en el hipódromo, sufren importantes desventajas, pues no se adaptan fácilmente ni tienen un buen sistema inmunológico.
La mezcla constante de distintos factores genéticos es la que favorece la diversidad biológica. Si el objetivo fuera la uniformidad, sobraría un sistema tan complicado como la sexualidad. Son muchos los ejemplos de reproducción unisexual o partenogénesis, pero la mayoría se extingue en algún momento, porque en cuanto la naturaleza se modifica -y lo hace constantemente- estos seres ya no son capaces de adaptarse. Sólo cuando se encuentran dos sexos la vida se torna diversa y adquiere sentido. La evolución es inimaginable sin la sexualidad. A través de la consanguinidad los factores hereditarios llegan a igualarse demasiado deprisa. ¿Y qué es la relación incestuosa sino una partenogénesis a dúo?
La naturaleza trata de impedir el apareamiento entre parientes con un instinto del que también nos ha dotado, pero es difícil escuchar una llamada tan primitiva.
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