04 Dec A 100 años del último asesinato en la serie del “Petiso Orejudo”
Por Jorge Londero
De haber cometido uno sólo de sus tantos crímenes en nuestro tiempo, Cayetano Santos Godino, más conocido como “el Petiso Orejudo”, tal vez hubiera terminado sus días como un enfermo mental internado en un centro de rehabilitación, pero quien fue el primer asesino serial de la historia argentina no tuvo esa suerte. Se presume que murió linchado en la terrible cárcel de Ushuaia. Ayer se cumplieron 100 años de su último homicidio y hoy, un siglo de su detención.
Su tenebrosa personalidad fue forjada a base de terribles palizas, las que le propinaba con frecuencia su alcohólico padre, un inmigrante catalán llamado Fiore, quien no sólo le pegaba hasta hacerlo sangrar, sino que también fue capaz de la mayor crueldad contra un hijo: denunciarlo ante la Policía porque había maltratado a unos pájaros de la familia. Por ese hecho, Cayetano, aún pequeño, quedó detenido dos días en un calabozo plagado de pulgas.
La sociedad, y en especial los niños, fueron el objeto de su venganza. Asesinó a cuatro pequeños e intentó matar a otros siete, algunos de los cuales quedaron con serias marcas. También mató a varios animales y provocó grandes incendios en Boedo, Almagro y Parque Patricios, la zona donde residía en un Buenos Aires que, por entonces, se estaba desarrollando y le proporcionaba baldíos y obras en construcción como escenarios ideales de sus cuantiosas atrocidades.
El último asesinato. En la mañana del 3 de diciembre de 1912, “el Petiso Orejudo”, que por entonces tenía 16 años, salió de su casa para evitar un nuevo enfrentamiento con su padre. Quería matar, y la víctima sería el primer niño que se le cruzara. Cerca de su casa encontró a la pequeña Marta Pelossi, de sólo 2 años, pero la niña se asustó con su imagen anormal y logró entrar a su casa a tiempo. Furioso, Cayetano Godino siguió en busca de una muerte que lo aliviara. De pronto, descubrió a un grupo de niños jugando en un baldío. Se les acercó, y ellos lo dejaron participar, sin temor a lo que podía pasar. Y era lo peor.
A los pocos minutos, anunció que se iba a comprar caramelos y pidió a uno de los niños que lo acompañara. El pequeño Jesualdo Giordano, de sólo 3 años, le dijo que a él le gustaban los de chocolate y que sabía dónde comprarlos. Fueron juntos hasta un almacén de la calle Progreso (hoy Cátulo Castillo) y compraron dos centavos de esos caramelos. El asesino le dio uno solo al niño y le dijo que a los demás se los daría si lo acompañaba. El pequeño entró en el juego mortal. Una niña, llamada Olimpia Moggi, los siguió de cerca con la intención de obtener también caramelos, pero cuando vio que “el Petiso Orejudo” maltrataba a Jesualdo para que entrara en la Quinta Moreno, lugar al que ella le temía, desistió y corrió a contarle a su madre, con lo que posiblemente salvó su vida.
Ya en el interior de la quinta, Godino redujo al pequeño y comenzó un ritual que conocía muy bien: se sacó el cordón que utilizaba como cinto y lo enrolló lentamente en el cuello de Jesualdo. El mismo homicida confesaría luego que contó 13 vueltas y luego procedió a estrangularlo. No obstante, el niño no murió, por lo que obligó al victimario a atarlo de pies y manos. Al ver que el cordón no le alcanzaba para ultimarlo, el alienado salió a la calle para buscar algún elemento que le permitiera hacerlo. Allí se topó con el padre del niño, quien, avisado por la madre de la pequeña Olimpia había ido a buscar a su hijo. El hombre le preguntó si lo había visto. Con frialdad, el asesino le dijo que no, y le recomendó que fuera a la Policía a hacer la denuncia.
Liberado de la “visita”, Godino encontró un clavo oxidado de cuatro pulgadas (unos 10 centímetros) y corrió a rematar a su víctima. Se lo hundió en la sien y luego lo martilló con un ladrillo. La autopsia determinó que el clavo no mató al niño. Ya había muerto antes.
Velorio y detención. En la noche de ese mismo 3 de diciembre, hace 100 años, “el Petiso Orejudo” comete otra locura más. Se presenta en el velorio del pequeño, se asoma para verlo en el cajón y se retira del lugar llorando.
El primer asesino serial de la historia argentina cerraba un año terrible, que había comenzado el 25 de enero, con el asesinato de Arturo Laurora, un niño de 13 años al que ahorcó con el mismo cordón.
En la madrugada del 4 de diciembre, mientras Cayetano Godino dormía, luego de asistir al velorio de su última víctima, la Policía irrumpió en su casa y encontraron pruebas irrefutables de su culpabilidad, como una parte del cordón con el que lo había ahorcado. El victimario no se resistió. Poco después confesaría todos sus crímenes, incluso la autoría de sus aventuras incendiarias. “Me gusta ver a los bomberos en acción, y me gusta mucho verlos caer en el fuego”, declararía al respecto.
Absuelto, pero preso. Dos años después, en noviembre de 1914, el juez Ramos Mejía, con base en todos los informes de especialistas que lo daban por insano, demente y alienado, resolvió absolver a Cayetano Santos Godino por considerarlo “inimputable”. Lo trasladaron entonces al pabellón de delincuentes de un hospicio, pero enseguida atacó a otros internos y, al considerar que allí no podían contenerlo, lo derivaron a una cárcel local.
Nueve años más tarde, lo trasladaron a la Cárcel del Fin del Mundo, en Ushuaia, donde falleció a los 48 años de edad, el 15 de noviembre de 1944. Si bien el reporte oficial da cuenta de que murió por una enfermedad, la versión más creíble es que fue linchado por otros internos, quienes no le perdonaron sus “maldades”, entre las que se contaba el haber matado al gato que tenían como mascota.
Las orejas malditas. Una de las tantas “locuras científicas” que se cometieron antes de la primera mitad del siglo 20 tuvo como “víctima” a Cayetano Santos Godino, cuando un grupo de médicos del penal de Ushuaia, basándose en las teorías del criminólogo italiano Cesare Lombroso, determinaron que la terrible personalidad de este asesino serial se debía a la deformación de sus orejas. En consecuencia, decidieron hacer algo para que el “Petiso” no fuera tan malo: operarle las orejas. Le hicieron entonces lo que podría llamarse una cirugía estética, mediante la cual le achicaron los pabellones. El propio Cayetano demostraría con sus actos posteriores que las ideas de Lombroso no servían para nada.
LA VOZ DEL INTERIOR