01 Nov Repensar el sistema penitenciario nacional
Por Adolfo Javier Christen
El trágico suceso ocurrido en la provincia del Chaco, además de mostrar el interés desmedido de algunos medios de comunicación en presentar como protagonista casi excluyente al juez de ejecución que incorporara al régimen de libertad condicional a Juan Ernesto Cabeza –acusado de abusar sexualmente y asesinar a Tatiana Kolodziey–, debería brindar el escenario adecuado para reflexionar sobre el sistema penitenciario en la República Argentina.
La lectura de la resolución de fecha 26 de septiembre del corriente, firmada por el juez de ejecución penal Axel López, no presenta imperfecciones jurídicas y es una ventana, de las tantas que nos brinda la realidad, que nos permite advertir cómo el régimen legal de la ejecución de la pena y las instituciones penitenciarias en la República Argentina son prácticamente obsoletos.
En el caso, Juan Ernesto Cabeza, quien fue incorporado al régimen de la libertad condicional a la luz de la decisión ahora cuestionada, ya se encontraba transitado la etapa previa en la ejecución de su condena –salidas transitorias– desde el 2 de abril de 2008, mediando propuesta penitenciaria y consentimiento fiscal, habiendo cumplido satisfactoriamente las normas de conducta que le fueran fijadas en aquel entonces.
A pesar de que desde el 2 de abril del corriente año Cabeza se encontraba en condiciones de incorporarse al régimen de libertad condicional (cfr. art. 13 del Código Penal), recién en junio de este año los integrantes del Consejo Correccional de la Unidad 7 del Servicio Penitenciario Federal propiciaron su ingreso en el régimen de libertad condicional. El consejo hizo hincapié en que registraba conducta ejemplar y concepto muy bueno, aclarándose en tal sentido que se desempeñó satisfactoriamente en el programa específico para condenados por delitos de agresión sexual (CAS) concluyendo que “su reinserción social en la actualidad se vislumbra como favorable, no constituyendo a la fecha un riesgo para sí ni para terceros”.
En cuanto al informe médico psiquiatra que indicara, respecto de Cabeza, que existían factores personales de riesgo de reincidencia, vale aclarar –tal como lo hiciera el juez López– que en dicho dictamen no se informó sobre las técnicas utilizadas para establecer el diagnóstico, ni la bibliografía utilizada para fundamentar dicha conclusión, lo que la torna en una opinión prácticamente inatendible desde el aspecto jurídico.
Para finalizar, no está de más aclarar que, a pesar de la oposición del fiscal a la incorporación de Cabeza al régimen de la libertad condicional, la decisión del juez “podía no sólo ser recurrida por las partes intervinientes, sino que además la decisión referida no impedía sino que imponía a los demás actores involucrados a adoptar las medidas de control pertinentes”, lo que no sucedió.
Como corolario al breve relato sobre la decisión del juez, se debe añadir que la resolución fue notificada a un fiscal subrogante y a un defensor ad hoc, lo que da cuenta de que no se han cubierto a la fecha –a través de concurso de antecedentes y oposición, como lo indica la Constitución Nacional– la totalidad de los cargos creados por ley para la justicia de ejecución, lo que es una muestra del (des)interés de nuestra sociedad sobre el modo en que la Justicia se ocupa de las personas que el mismo Estado decide privar de su libertad.
Por otra parte, tal como lo indicara el juez de ejecución en su resolución, la ley 24.050 –sancionada hace casi veinte años– preveía la creación de un gabinete interdisciplinario conformado por profesionales de distintas ciencias con el objeto de asesorar a la Justicia en cuestiones que exceden “lo jurídico”, el cual jamás fue puesto en funcionamiento.
A esto, corresponde añadir que la República Argentina no cuenta, a nivel federal, con oficinas que abandonen el vetusto sistema del “patronato de liberados”, y que se especialicen exclusivamente en el seguimiento y control de las reglas de conducta que jueces o fiscales imponen a los justiciables en el marco de un proceso penal.
Sobre este tópico, no se debe soslayar que el juez de ejecución no sólo dispuso que Juan Ernesto Cabeza debía cumplir las condiciones previstas en el art. 13 del Código Penal sino que, también, ordenó que debía “realizar un tratamiento psicoterapéutico en una institución pública, abstenerse de conducir vehículos de alquiler –remises o taxímetros– y prohibición de ausentarse, siquiera momentáneamente, de la provincia del Chaco, así como también de contactarse, por cualquier medio, con ninguna de las víctimas o sus familiares, bajo apercibimiento de suspender y/o revocar su soltura”.
La cuestión sobre el control de las reglas de conducta impuestas y la necesidad de oficinas especializadas al respecto no es menor, cuando la legitimidad del sistema de justicia penal se encuentra en juego frente al cumplimiento o incumplimiento de las decisiones de los magistrados.
En este contexto debe ponerse de relevancia que, a la luz del régimen legal vigente, el trámite vinculado con la ejecución de la pena es escrito. Es decir que, en este caso, contamos con una evaluación del Consejo Correccional que evaluó positivamente la evolución de Cabeza en la cárcel, con un informe del médico psiquiatra, y con un dictamen del fiscal que se limita a oponerse a la concesión de un derecho.
Todo este sistema de producción de información, que dice tener relación con lo escrito, lo secreto, lo ritualista, es propio de las técnicas o herramientas procesales utilizadas varios siglos atrás.
En la actualidad, no hay dudas de que el modo más adecuado para debatir una cuestión tan sustancial como la libertad de quien se encuentra sometido a un proceso penal debe hacerse en audiencia oral y pública, concentrando la información y a todos los interesados frente al juez que tomará la decisión.
De este modo, es el juez quien atiende en primera persona los reclamos y los fundamentos jurídicos de los interesados, a la vez que las partes pueden rendir sus pruebas y examinar –así como también rebatir– aquella información que se vuelca en la audiencia ante el juez.
Éste es el único modo en que el juez puede cotejar la validez, legitimidad y consistencia de los argumentos expuestos en la audiencia y, de tal modo, elevar el estándar de su decisión.
Como ejercicio mental, en este caso en concreto, hubiera sido interesante contar en una misma audiencia con el testimonio del médico psiquiatra y el del representante del Consejo Correccional, ante lo contradictorio de la información que volcaran en sus informes escritos. Es que esta posibilidad de examinar y contraexaminar –en audiencia– no hace otra cosa más que depurar la información y, claramente, mejorar la calidad de las decisiones judiciales.
Además, la incorporación de la oralidad, no sólo en la etapa de ejecución de la pena sino también durante todo el proceso penal, garantiza la publicidad, que constituye un límite natural a posibles arbitrariedades y, consecuentemente, determina la vía por excelencia a través de la cual se concreta el control social de los actos de gobierno.
Es decir, si queremos saber qué resuelven los jueces y los motivos por los cuales resuelven como resuelven, se debe oralizar el proceso penal en todas sus etapas (investigación-juzgamiento-ejecución de pena).
Sistema penitenciario. Respecto de la coyuntura carcelaria argentina –extremo que inevitablemente debe ser abordado, ya que estamos frente a una persona, Juan Ernesto Cabeza, que estuvo catorce años privada de su libertad– se debe recordar que el Protocolo Facultativo de la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, ratificado por nuestro país a finales del 2004, entró en vigencia en junio del 2006, obligando al Estado argentino a establecer o designar el o los mecanismos nacionales independientes para la prevención de casos de tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanas o degradantes en lugares de encierro, extremo al que, al día de la fecha, no se ha dado cumplimiento, lo que genera una mora a nivel internacional por parte de la República Argentina.
La implementación de este compromiso redundará en una mejora sustancial de las distintas instancias de monitoreo de los lugares de detención, a la vez que elevará el piso de las capacidades estatales y sociales existentes y, así, aportará un plus o valor agregado que contribuirá a visibilizar las condiciones en las que las personas privadas de la libertad cumplen su condena.
Todas estas reflexiones concluyen en la imperiosa necesidad de no perder esta lamentable oportunidad haciendo reclamos sobre la conducta de una o dos personas, sino que debe ser aprovechada para pensar, de modo sensato, el actual funcionamiento del sistema penitenciario nacional y comenzar a trabajar seriamente en tal sentido.
BAE