Leonardo Favio: el último creador popular

Leonardo Favio: el último creador popular

Por Marcelo Stiletano
Luego de luchar contra una sucesión de problemas de salud que limitaron en los últimos años la continuidad de su extraordinaria obra artística, que se destacó sobre todo en el cine, Leonardo Favio falleció en las primeras horas de la tarde de ayer en el sanatorio Anchorena, de esta capital. Tenía 74 años y permanecía internado allí desde septiembre último a raíz de un cuadro de neumonía. Es velado desde anoche en el Senado de la Nación.
Favio deja como máximo legado un puñado de películas que están entre las más vistas y estudiadas de la historia del cine nacional. Con profunda sensibilidad poética y visibles apuntes autobiográficos, supo retratar en sus mejores obras desde la poesía y el realismo la vida de seres marginales, perdedores y antihéroes que trataban de encontrar su lugar en el mundo. Viajando entre el realismo y la alegoría, construyó como director una obra que incluyó en los años 70 dos de los más grandes éxitos de taquilla de todos los tiempos para la pantalla grande local, Juan Moreira y Nazareno Cruz y el lobo . Esa misma obra fílmica, iniciada en 1964 con Crónica de un niño solo y culminada en 2008 con Aniceto , dejó una influencia enorme en cineastas de distintas generaciones.
El otro gran logro artístico de la carrera de Favio tuvo que ver con la música, lugar al que decía regresar cada vez que se sentía agobiado por las exigencias del cine. Fue uno de los representantes más exitosos de la balada romántica, tan popular entre las décadas de 1960 y 1970, y con algunos de sus hits propios (“Fuiste mía un verano”, “Ella… ella ya me olvidó”) y versiones de éxitos como “Chiquillada” y el “Tema de Pototo” vendió millones de discos, además de recorrer en multitudinarias giras casi toda América latina.
Abrazó con fervor el ideario peronista desde muy joven y ese compromiso ideológico también está a la vista en buena parte de su obra, en especial en el ambicioso y extenso documental Perón, sinfonía de un sentimiento . En 2010 fue designado embajador de la cultura argentina y, en agosto último, en medio de una sucesión de homenajes y tributos, recibió de la Cámara de Diputados el Diploma de Honor Néstor Kirchner. De hecho, su última obra fue el corto La buena gente , que hizo para los festejos del Bicentenario.
De habérselo propuesto en forma deliberada, Leonardo Favio jamás hubiese alcanzado el lugar de privilegio que ocupa desde hoy y para siempre en la mejor historia del espectáculo argentino, con su obra cinematográfica ubicada en el punto más alto. Ese hombre que nunca dejaba de flagelarse cada vez que hacía un autorretrato logró, seguramente mejor que nadie en sus películas, una síntesis poderosa, intensa, casi mágica entre la expresión intuitiva del saber popular y la búsqueda estética más profunda, abierta inclusive a la experimentación. La obra fílmica de Favio (de las más estudiadas de toda la historia del cine nacional) es el resultado de una fascinante alquimia, fácil de comprender porque quienes se expresan a través de ella son ante todo seres de intransferible sencillez. Pero al mismo tiempo, sus historias aparecen envueltas, por lo general, en una escenografía recargada, ampulosa, cargada de artificios y desmesuras, como si su creador pidiera permiso para que esos protagonistas sencillos y llanos de sus historias pudiesen vivir, una y otra vez, episodios vitales de alcances extraordinarios.
En verdad, cada personaje de esta magnífica obra cinematográfica no hace otra cosa que exhibir a plena luz algún retazo, conocido u oculto, de la vida del propio Favio. Que no es una sola, sino varias y extraordinarias vidas reunidas en una sola persona, como el propio artista le confesó a Adriana Schettini en un fascinante libro de conversaciones ( Pasen y vean, la vida de Favio ), imprescindible para conocer a la figura que acaba de dejarnos.
Favio tuvo el raro privilegio en los años 70 de haber alcanzado cifras descomunales en las dos actividades que le brindaron éxito, fama, popularidad y reconocimiento. Ninguna película argentina superó hasta hoy la convocatoria (casi cuatro millones de espectadores) alcanzada en 1975 por Nazareno Cruz y el lobo , y muy pocas llegaron a los 2.400.000 de Juan Moreira , un año antes. Esos triunfos como director no hicieron más que darle continuidad a la impresionante repercusión que en los años previos había alcanzado como figura decisiva de la canción romántica en nuestro medio. Fuiste mía un verano , título de la canción y del álbum más exitoso de su carrera como cantante, también entregó cifras récord. Fue el long play más vendido en una sola edición (605.000 copias, de las que llegó a vender más de 11.000 por día).
A lo largo de su vida, hizo muchos viajes de idas y venidas entre el cine y la música. Cuando perdía estímulos e interés en una de esas facetas, regresaba a la otra. También había necesidades menos espirituales en esos avances y retrocesos: recurría al canto para obtener o recuperar los ingresos que le exigía su obsesiva y muy personal manera de filmar.
En verdad, toda la existencia de Favio fue un viaje accidentado hacia adelante con el crónico y permanente deseo del regreso soñado al punto de partida. Había nacido en Mendoza, el 28 de mayo de 1938 como Fuad Jorge Jury, y desde muy chico conoció privaciones, necesidades y una permanente tensión entre el afecto y el abandono. Creció muy rápido, casi siempre en la calle y rodeado de personas sencillas o marginales que nunca dejó de reivindicar e incluir, a modo de apunte autobiográfico, en cada una de sus películas. Era hijo de una actriz de radioteatro y un padre que apenas conoció, y su crianza se la repartieron algunos parientes cercanos en una casa muy humilde de Luján de Cuyo (que siempre fue para él la imagen ideal de un hogar y el sueño de la morada final) y los celadores de varios albergues para menores, tanto en Mendoza como en Buenos Aires. Invariablemente se escapaba de esos lugares para volver al mundo de los amigos, de las pequeñas escaramuzas delictivas, de las noches interminables de aprendizaje en la calle. Compensaba con ese voraz apetito por las experiencias vitales y la religiosidad popular (nunca dejó de acopiar estampitas) la falta de educación formal: no pasó de segundo grado. Aprendía de lo visto y escuchado en el radioteatro, el sainete criollo y el circo, ámbitos que supo reflejar en esa gran trilogía integrada por Juan Moreira , Nazareno Cruz y el lobo y Soñar, soñar (1976).

En busca de la luz
Antes, su primera obra cinematográfica (otra trilogía) mezclaba apuntes autobiográficos y las inquietudes estéticas propias de los años 60, siempre en compañía de su hermano mayor, Zuhair Jury, guionista de toda su obra. Sus primeras películas, propiciadas por el impulso que le dio su gran amigo Leopoldo Torre Nilsson, parecían dialogar a la distancia con los ecos del neorrealismo y la Nouvelle v ague. Debutó con Crónica de un niño solo (1965), retrato casi autobiográfico de un chico dentro de un hogar para menores, y siguió con Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y unas cuantas cosas más (1966) y con El dependiente (1968), para muchos su obra más consumada. En ellas comenzaba a mostrar su depurada búsqueda visual (la luz es esencial en las películas de Favio) y también el doloroso y poético paso por la vida de sus protagonistas.
Con el tiempo potenció esos rasgos y sus películas más populares resultaron, a la vez, poderosas, atrapantes y hasta desmesuradas en su concepción visual y simbólica, lo que llevó a algunos críticos a encontrar semejanzas entre su obra y la visión de artistas como Fellini, sobre todo en el caso de Nazareno Cruz . Con ese marco, Favio tal vez buscaba, seguramente a pura intuición, una síntesis entre el gran cine popular argentino y los cambios estéticos llegados en los 60 desde el exterior.
Su conocimiento del cine le llegó de antes. Había debutado en El ángel de España (1957) y se consagró en títulos clave de fines de esa década, junto con los dos directores que más marcaron las primeras líneas de su futuro estilo, Torre Nilsson ( El secuestrador ) y Fernando Ayala ( El jefe ). Su figura se hizo familiar como actor en algunos de los más importantes títulos de los años 60 en adelante: La mano en la trampa, La terraza, Fin de fiesta, El ojo que espía, En la ardiente oscuridad, Paula cautiva .
Vivía el cine con pasión, pero hablaba de esa cualidad en un sentido crístico. También como presión, sufrimiento, sacrificio. “El cine me agobia y la música es mi bálsamo, la frescura”, solía decir. Por eso, cuando se sentía abrumado por el cine, siempre volvía a ese mundo de canciones sencillas y románticas que descubrió un día de la mano de Eduardo Bergara Leumann, empeñado en lograr que Favio les pusiera música a sus propios versos. Cuando encontró la adhesión del público, decidió ir más lejos y forjó una carrera de temas famosos (“O quizás simplemente le regale una rosa”, “Fuiste mía un verano”, “Ella… ella ya me olvidó”, “Mi tristeza es mía y nada más”) aquí y en muchos países de habla hispana. Con ellos, vendió millones de discos y llevó adelante innumerables giras. Algunos de esos destinos (Colombia, por ejemplo) llegaron a convertirse en residencias permanentes, forzadas por exilios u otras necesidades personales.
En el escenario era inconfundible, de camisa floreada, jeans, zapatillas y un colorido pañuelo anudado (con el tiempo reemplazado por gorros y pasamontañas) cubriéndole toda su cabeza. “Los uso porque me gusta y por prescripción médica, porque estoy haciendo un tratamiento capilar”, llegó a decir. Cantaba con voz fuerte, viril, marcada por las frases cortas y la proyección de las vocales, un repertorio de baladas propias (“temas beat con algún dejo folklórico o de milonga”) y versiones de temas de otros creadores, en un amplio rango que iba desde Aznavour y Zitarrosa hasta el Paz Martínez y Sandro, su “rival” musical en los años 60 y 70, con quien tuvo un vínculo muy amigable y fecundo.
Pero el refugio esencial para los dolores de una vida cargada de heridas muy profundas (“tengo una timidez espantosa, una terrible inseguridad, una vida hipotecada, la presión me sale de mí mismo”, confesó una vez) lo encontraba en sus amigos de la infancia mendocina, a los que retrató en un memorable diálogo con Rodolfo Braceli, publicado el 17 de noviembre de 2007, en ADN Cultura de LA NACION. Allí acompañaba esa vuelta a los orígenes y a sus afectos más genuinos con sus búsquedas espirituales, cargadas de auténtica piedad por los pobres y necesitados (con los que cada vez más decía identificarse) y de temor a la vejez y a la muerte. También recorría allí su inquebrantable vínculo con el peronismo, al que adhería con un fervor casi religioso desde la infancia y definía como “un acto de amor al prójimo”.
Nunca ejerció cargo público alguno, pero sí un gran protagonismo durante la luctuosa jornada del 20 de junio de 1973, cuando se ocupó de armar el montaje escenográfico y artístico de lo que él imaginaba una fiesta por el regreso de Perón (antes había integrado el pasaje del famoso avión chárter que lo trajo de vuelta al país tras el exilio) y concluyó en una de las mayores tragedias de aquellos tiempos. Cada vez que se le preguntó a Favio de allí en adelante sobre el episodio dijo que hizo todo lo posible por tranquilizar al público y por evitar las peores consecuencias de aquel feroz y cruento enfrentamiento entre grupos peronistas antagónicos. Más adelante, logró durante el gobierno de Menem un suculento apoyo económico para el rodaje de (“La parábola de un país entero, de la felicidad a la ruina”) y de la gestión bonaerense de Eduardo Duhalde el apoyo para su monumental Perón, sinfonía del sentimiento , un retrato didáctico, apasionante, desmesurado y visualmente impactante del fundador del peronismo. Había acopiado 120 horas de película, resumidas en casi seis. En los últimos años, respaldó con entusiasmo y el compromiso de siempre la experiencia kirchnerista.
La despedida del cine llegó con Aniceto (2004), suerte de remake de su segunda película en clave de ballet y, según propia confesión, un regreso completo a las fuentes. A las visiones de su infancia rural mendocina y a la magia pródiga en artificios del cine de Meliés. Siguió hasta el fin repartiendo su tiempo de homenaje en homenaje y soportando complicaciones de salud cada vez más duras (dolores permanentes en el tórax y la cadera, además de dificultades crecientes para moverse). Se quedó con las ganas de llevar al cine otros recuerdos de infancia en una nueva película ( El mantel de hule, que iba a protagonizar Graciela Borges) y de contar a su manera la vida de Cristo. “Veo a la muerte como una hermana que ya va a venir -le contó a Braceli-. Sólo le temo a la humillación de la decrepitud. No le pido ni un minuto más ni un minuto menos, que venga. Eso sí, con dignidad quiero irme.” Cerca de la despedida, el hombre que en un momento parecía sentir la vida como un padecimiento encontró ese consuelo tan ansiado y tan buscado. Su apasionada existencia se cerró en paz.
LA NACION