La vida en doble, una autobiografía intelectual

La vida en doble, una autobiografía intelectual

Por Ana María Vara
La autobiografía intelectual de Marc Augé comienza con sus primeras experiencias “de campo” como gendarme en Argelia. Apenas egresado de la Escuela Normal Superior, en 1962 fue enviado a formarse como oficial de reserva, en las postrimerías de la guerra de liberación, a Orán, la tierra de Camus, pero vista a la sombra del quepis y con el fusil en la mano.
Entre escaramuzas y trampas de los “halcones”, destinadas a desencadenar la represión a pocos días de los acuerdos de Evian que señalarían el fin del conflicto, Augé escribe como una “paloma” que apenas tiene conciencia de qué lugar ocupa en la historia. De manera insólita, este comienzo militar no desencadena en el autor ninguna reflexión sobre la antropología como parte de la empresa colonizadora. Y, sin embargo, está todo ahí: lleva en la mochila El pensamiento salvaje de Lévi-Strauss.
La vida en doble. Etnología, viajes, cultura se propone como una nueva visita a los lugares donde todo comenzó y una indagación de la relación entre etnología y escritura. En la combinación de ambos gestos, Augé se revela como representante de una antropología marcada por el giro lingüístico, crítica de una presunta objetividad científica y atenta a los deslices etnocéntricos, pero alegremente desinteresada de la política.
Tras el primer capítulo en la aridez argelina, Augé relata su formación como etnólogo en el oeste de África, en Costa de Marfil, donde estudió al pueblo alladian en los años sesenta. De esa cultura toma la expresión “actuar en doble”, que da título al libro: la capacidad de desdoblarse para influir con sus poderes sobre los otros. Privilegio de brujos y de escritores, que le permite separarse analíticamente y a la vez sentir empatía por sus observados.
Augé traslada tempranamente su aprendizaje metodológico sobre pueblos exóticos a sus semejantes. Son muy sutiles sus apuntes sobre los cambios de comportamiento que trajo el Mayo del 68 en la comunidad de investigadores que integraba en África, todos miembros del Orstom, la oficina francesa de investigaciones científicas “de ultramar”. “Esta etapa nos marcó. En el fondo, éramos unos privilegiados y no teníamos reivindicaciones radicales en el plano profesional. Pero la palabra se había liberado”, resume. Disfruta especialmente el cambio de perspectiva, de observadores a observados, que experimentan los profesores franceses ante los marfileños. El etnólogo se convierte en informante de sus colegas locales: “No se informaban solamente por la prensa; nosotros aportábamos nuestras competencias, nuestras ilusiones y nuestras decepciones”.
En el mismo sentido, mientras relata sus viajes académicos, incluye comentarios sobre una prematura gira por universidades norteamericanas, solventada por el Ministerio de Relaciones Exteriores de su país, que evidencian su capacidad para verse con los ojos del otro: “Comprendí que en un país que valora decidir por sí mismo qué significa la excelencia, y en el que se considera que todo trabajo merece un salario, la decisión de los servicios culturales franceses de proponer a las universidades los servicios gratuitos de algunos profesores elegidos a dedo no aumentaría el prestigio de esos académicos”.
Su teoría sobre los “no lugares” (los subtes, los aeropuertos, es decir, las áreas anónimas donde no puede afincarse ninguna identidad ni relación, y, sin dudas, su aporte más celebrado) ocupa relativamente poco espacio en el libro. Con perplejidad, cuenta su transformación en estrella académica de renombre internacional: “Sentí que había cometido una especie de intrusión conceptual en la vida privada de otras disciplinas. Pero no me guardaban rencor, todo lo contrario. Gracias a una expresión clave, una contraseña, me transformé en un amigo de la familia, en realidad, de varias familias: arquitectos, artistas, literatos?”
Es muy revelador su relato sobre el origen de esa indagación, que no fue la demorada partida de un avión, como podría imaginarse, sino un recorrido por los llanos de Apure, en Venezuela: el contacto con el grupo familiar de un chamán lo llevó a una reflexión sobre la relación con el espacio, el aferrarse a ciertos vínculos y los intentos desesperados por mantenerse fuera del alcance de las fuerzas dispersoras de la globalidad.
Augé no es impasible frente a los sujetos que observa, pero tampoco se apasiona. Casi sobre el cierre del libro, se describe como un “antropólogo del mundo global” que es, a la vez, su propio informante. Incluso en esta etapa de su trabajo en que observador y observado se funden, prevalece la mirada ligeramente distante del estudioso, capaz de hacer predicciones tremebundas sin indignarse, sin exclamar, sin proponer alternativas: “El planeta del futuro, que ya podemos ver y leer, estará dividido en tres clases: la oligarquía de los que rodean al poder, la riqueza y el saber; la masa de consumidores más o menos pasivos, motores del sistema; y la masa todavía más importante de excluidos del poder, de la riqueza y del saber”.
¿O será que descree de sus propios, ominosos augurios? En una huida final de las cosas hacia las palabras, Augé se define como un “itinerante”, y establece un paralelismo entre viaje y escritura en que sus expectativas sobre lo que vendrá no resultan de temer: ambos recorridos se parecen, para él, dado que suponen no sólo el interés por paisajes inéditos sino también la “necesidad de regresar en la que se experimenta al mismo tiempo el recuerdo y la espera, la tentación del pasado y la urgencia del porvenir”.
LA NACION

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