Historias de amor escritas en Messenger

Historias de amor escritas en Messenger

Por Ariel Torres
Podías pasarte horas esperando que se conectara, y cuando lo hacía tenías que morderte los labios para no saludar enseguida, no fuera cosa que se diera cuenta de que habías estado horas esperando.
Pero qué tanto, que me hable primero, terminabas por murmurar, o qué soy, ¿su valet? Entonces te pasabas horas esperando que te saludara. Era una guerra de nervios. Tus nervios, a decir verdad. Porque 10 minutos más tarde veías el ignominioso aviso emergente en la esquina inferior derecha de la pantalla informándote que había cerrado sesión. ¡Sin saludarte, sin siquiera saludarte! Qué ruindad. Qué mala persona. Obvio, después de eso tu enganche se había vuelto incurable, y regresabas a esperar cada día o cada noche o cuando fuera que, pactado o no, hubiera más chances de un encuentro.
Pero después transcurrieron semanas enteras sin que apareciera por el Messenger . Vamos a ponerlo con más precisión. No veías si se había conectado. Pero eso no quería decir que no estuviera online. Era posible que te hubiera bloqueado y que estuviera chateando con otras personas. Hasta era probable que te viera en línea y se riera (o se compadeciera) de tu persistencia. ¿O te estaba probando?
Hoy tendrías mil formas de saber si está online. Porque puso algo en Facebook. Porque está twitteando. Hasta podrías saber en qué parte de la ciudad anda (o en qué ciudad del mundo) si usa Foursquare.
Una década atrás, cuando se conocieron e intercambiaron direcciones de MSN, las reglas del juego eran muy diferentes. Ni Otelo había conocido sospechas tan punzantes. Si no está entrando al chat, ¿es porque se fue de vacaciones, porque está sin conexión, porque se le cortó la luz? ¿O es que está chateando con alguien más? No porque sí se perpetraron estafas prometiendo métodos para averiguar si alguien te había bloqueado. Pamplinas, no había modo.
Pero un día no sólo ya estaba allí cuando entraste al Messenger , sino que, obsequio imprevisto de los cielos, te saludó espontáneamente y te confesó que te estaba esperando. Con tu presión arterial en valores jamás registrados por la literatura médica pensaste y repensaste qué contestarle, escribiste y borraste, ensayando, editando, tachando, hasta que notaste que en su ventana de chat apareció el mensaje de que también estaba escribiendo algo, así que dejaste de tipear, pero como ya había visto que vos estabas escribiendo, también se detuvo, ambos dejaron de teclear, y se hizo un largo silencio incómodo. Un silencio dentro del silencio.
Así que te pidió que le dijeras lo que le ibas a decir, porque sabía que vos sabías que sabía que estabas tipeando y porque sabía que habías dejado de hacerlo porque habías visto que también estaba escribiendo, y le respondiste no, no, no, adelante, por favor, faltaba más, y otra vez sobrevino el silencio incómodo, del que casi seguro salieron gracias a un emoticón. Una sonrisita. Siempre se empieza por una sonrisita. Los demás vienen después.
Se las arreglaron, luego de estos tropiezos, para entablar la casi siempre torpe conversación de una primera cita. Que no lo era, pero de algún modo lo era. ¡Te había empezado a dar bolilla en el chat! Por supuesto ya se lo estabas contando -por el Messenger , claro- a tus no menos sufridos confidentes.
Al principio medías cuánto tardaba en responderte. Si era mucho, significaba (podía significar) que se aburría con vos o que estaba hablando con otras personas; no, por ejemplo, que le había sonado el teléfono, y si suponías que le había sonado el teléfono entonces era porque ya tenía a alguien. Normalmente, la razón era mucho más trivial, como que había derramado el café o que el gato estaba a punto de almorzarse su almuerzo, pero el enamoramiento -no digo el amor, sino el enamoramiento- es así, un estado alucinatorio.
En cambio, si te respondía enseguida, te forzabas a contestar con menos presteza, no fuera a imaginarse que no tenías nadie más con quien chatear. El resultado no era de ninguna forma el que planeabas. Más bien le dabas la impresión de tener una mente algo lenta. Te lo diría muchos años después, cuando, ya casados y con dos hijos, recordaran aquellos primeros escarceos digitales. Que no parecías tener una mente muy rápida.
Y eso que tu mente volaba. ¿No estaré poniendo demasiados emoticones? No querías parecer excesivamente emocional. Ni tampoco mostrarte distante. Pero mirabas todo lo que habías escrito hasta ese momento y claramente dabas la impresión de necesitar terapia. Urgente.
Otra cosa: ¿por qué daba tanto trabajo hacer que se riera? Tus chistes eran bastante buenos, o eso creías. También te enterarías mucho después que se reía siempre con vos, sólo que no lo decía en el chat. Maldito chat. Bendito chat.
Eso sí, ni tu velocidad mental ni tu buen humor alcanzaron esa noche que iniciaste el diálogo con un requiebro equívoco y un guiño cómplice (te había llevado una semana reunir el coraje) y, del otro lado, te respondieron: “Hola, soy la mamá, ¿me explicás cómo cerrar esto?”
Obediente, le suministraste un minucioso tutorial. Hiciste bien. Habría de convertirse en tu madre política. Además, recientemente divorciada, había conocido poco antes a un señor y habían quedado en encontrarse esa noche en el Messenger , programa que nunca había usado, tu futura suegra, y tuviste a bien proveerle algunos trucos del oficio, además de ayudarla a recuperar su contraseña de Hotmail, que hacía meses que no usaba. Todavía hoy te lo agradece. Todavía hoy te resulta embarazoso recordar lo que habías puesto en la ventanita del chat. Y encima el guiño.
El acontecimiento tuvo una consecuencia indeseada, sin embargo: sostuvieron la primera discusión por chat. Aquel altercado fue un curso acelerado en malentendidos. Una pésima experiencia. Cosa rara. O sorprendente. Para todo lo demás, el Messenger era fantástico. Pero pelearse online era como explicar la teoría de cuerdas usando mímica. Era, también, una carrera por ver quién exponía su argumento más rápido, como si acaso eso fuera a cambiar algo, ambos tipeando a velocidad Warp mientras veían que el otro también escribía alocadamente.
Al final, sin verle ningún sentido a ese descoyuntado intercambio de frases mal escritas (por la airada prisa), cortaste. La táctica acaso funcionara en la adolescencia y con el teléfono. O no, pero era diferente. Descubriste que no se podía cortar por Internet. Porque regresaban las preguntas. ¿Estaría ahí todavía? ¿Ahora sí te habría bloqueado?
Intentaste volver a conectarte con tanta premura que la contraseña te salió mal las dos primeras veces, y como la tercera era la vencida la escribiste de nuevo con la precaución de un orfebre.
¡Estaba todavía online! Pero ninguno de los dos cedió. Miraban la ventanita del chat con los ojos entrecerrados de furia esperando no ya que apareciera un mensaje de disculpa, sino la información de que el otro estaba tipeando. Porque si lo estaba haciendo, aunque no apretara Enter , significaba que su voluntad flaqueaba. Al final te preguntó por qué habías cortado. Y no tuviste mejor idea que dar la excusa más gastada del último cuarto de siglo: “Me caí”, mentiste. Claro que te habías caído. Habías caído bajo.
Todo el asunto había sido una verdadera tontería, así que lo superaron con cierta facilidad -por chat- y se reconciliaron, como corresponde, offline. Con el tiempo la relación se formalizó, el amor empezó a echar raíces y, parte en el mundo real y parte en el sempiterno Messenger , traspusieron esa difusa línea limítrofe que convierte a dos tórtolos en pareja. Pareja que luego germinó en familia. Y que fructificó.
Mirando atrás podían decir, sin temor a equivocarse, que se habían conocido en el chat, y también que se habían conocido a sí mismos en el trayecto. El historial de conversación era un retrato de la deliciosamente compleja evolución de cualquier relación humana.
Es que el Messenger había sido testigo de casi todo, en las buenas y en las malas. Allí planearon viajes, se ayudaron, aconsejaron y animaron con sus respectivos empleos, organizaron cumpleaños y confesaron esas cosas que en persona habría sido mucho más difícil admitir; se dieron noticias, de las felices y de las otras, que no podían esperar a la noche y, aun sin decir palabra, el tenerse en el Messenger les daba la sensación de estar un poco más cerca. Prefirieron no volver a discutir por chat y aprendieron a detectar hasta la más mínima sutileza de redacción, advirtiendo si el otro estaba de mal humor u ocupado o contento; se dieron cuenta de que un okay significa lo contrario de oki, y, sobre todo, descubrieron que buena parte de lo que interpretamos en las palabras ajenas es obra de nuestros miedos, obsesiones y anhelos.
Por eso, no es raro que cuando el querido mensajero de Microsoft, el Messenger , deje de funcionar, dentro de unos pocos meses, una parte de nuestras historias se marche con él.
Nada. Sólo vine hoy aquí a decirle adiós.
LA NACION