El último romántico, Mouras llevaba el TC y una marca en el alma

El último romántico, Mouras llevaba el TC y una marca en el alma

Por Daniel Maissner
Aunque las victorias y los títulos que supo acumular en serie forjaron una leyenda que no necesitaría más argumentos para ser tal, su historia se embandera con un fantástico plus de desinteresada fidelidad. Es que la de Roberto José Mouras, de cuya desaparición se cumplen hoy 20 años, fue una vida dedicada casi exclusivamente al vértigo, desatendiendo siempre las palabras triunfalistas y los gestos exultantes aun en las horas de mayor gloria. Esa conducta parsimoniosa y serena que escapaba de los flashes casi de modo inconsciente nunca logró ser asaltada por ademanes ampulosos. No era su estilo.
Orgullo de Carlos Casares, su estampa perdura en el corazón de quienes aman el automovilismo, pero muy especialmente en el de los hinchas de Chevrolet, marca de la que se enamoró muy joven y a la que regresó por pedido de su propio sentir cuando era casi invencible arriba de una Dodge. Por esa y otras razones, Mouras fue un emblema de la última etapa genuina del Turismo Carretera. La que vivía embebida en las pruebas en ruta, la que comulgaba inexorablemente con un pueblo detrás del auto y un gentío en las banquinas, la que sostuvo la mística de los nombres que la historia guarda en letras de oro.
Introvertido, respetuoso al extremo de llevar la credencial de piloto al cuello hasta minutos antes de largar y estudioso de los ambientes y sus circunstancias, apareció sobre un modesto Torino allá por 1969. Sin resultados que lo acompañasen para poder golpear con convicción las puertas de potenciales patrocinadores, pudo llegar a una cupé Chevy a comienzos de 1974 gracias a la desinteresada ayuda de Carlos Marincovich. Para Roberto, el Toro de Casares, fue amor a primera vista: desde entonces, todo lo que hizo fue por la marca que le robó los sentimientos. El público lo entendió enseguida y lo adoptó sin retaceos. Vio en él a un hombre como los de antes: adalid de la palabra inquebrantable , amante del taller y su liturgia, profesional al extremo, ídolo por derecho propio.
Peleó en soledad contra el poderoso equipo Ford que comandaba José Miguel Herceg en los setenta y consiguió hilvanar seis éxitos en fila en 1976 con el emblemático “7 de Oro”, récord aún no igualado en la categoría, pero no pudo ganarle ese año el título a Héctor Luis Gradassi, ni en los dos sucesivos a Juan María Traverso. A medida que la aerodinámica fue cobrando peso, las Dodge comenzaron a dominar el TC y -con todo el dolor del mundo- Roberto debió dejar a “su” marca para volver a ser competitivo. Entonces, reafirmó lo que todos sabían de él: que sobre una buena máquina pocos podían seguirle el ritmo. Tricampeón (1983/84/85) y estrella consular a fuerza de victorias, se subió al olimpo para codearse con los hermanos Gálvez, los Emiliozzi, Di Palma, Pairetti y sus viejos rivales, Gradassi y Traverso, talentos que ya no eclipsaban su apellido a la hora de pasar revista a los elegidos.
La gloria jamás lo empalagó. Al contrario. Llegó a sentirse culpable -sin admitirlo- por ganar con otra camiseta. Su espíritu chacarero le pedía una vuelta a los orígenes afectivos. “¿Y si armamos un Chevrolet?”, les propuso a sus preparadores, Omar Wilke y Jorge Pedersoli, en el pináculo de su campaña. No pudieron decirle que no. Los nombres de sus rivales (Castellano, Angeletti, Satriano, Bessone, Aventin, Morresi) eran otros. Las exigencias, también. Le costaba más ganar, pero cada éxito lo disfrutaba el doble.
El 22 de noviembre de 1992 marchaba primero en el semipermanente de Lobos, con 30/100 de ventaja sobre el Chueco Romero. En la vuelta 10, salió a fondo de la última curva antes de empalmar la ruta 205, de la que alcanzó a completar un kilómetro y medio antes de que el reventón de un neumático descontrolara su andar. El Chevrolet N° 9, sin el férreo pulso de su piloto en condiciones de domarlo ante la difícil circunstancia, impactó de lleno contra un talud que, a un costado del asfalto, esperaba con maliciosa paciencia. La violencia del impacto empezó a sembrar dudas que se redoblaron cuando se detuvo la carrera con bandera roja. A los pocos minutos, el silencioso llanto que dominaba el bucólico paisaje de arboledas y alambrados presagió el final que nadie quería aceptar.
“Fractura de vértebras cervicales”, fue el parte oficial leído un par de horas después para aclarar lo injustificable. Roberto tenía 44 años. La sinrazón disfrazada de tragedia la redondeaba el caprichoso reglamento, que dibujaba su última mueca macabra al decretarlo ganador, al contabilizarse el giro anterior al de la detención de la prueba para la clasificación final. Sin podio ni champaña y sin la posibilidad de regalarles a los hinchas su habitual media sonrisa, la victoria de Mouras pasaba a ser una triste anécdota que cumplía un rol ceremonialmente correcto, el de despedirlo desde el lugar en el que se lo recordará siempre: la punta de una carrera. Dos días más tarde, el otro vencedor de aquella competencia, su acompañante Amadeo González, sin poder recuperarse de las heridas sufridas en el accidente, lo acompañaba a su nuevo sitio de eternidad.
Tiempo después, se supo de su obra solidaria en comedores comunitarios y escuelas necesitadas, de las que jamás hizo mención pública. Fue el último acto de conducta de quien se había inmolado en la caprichosa búsqueda del título sobre una Chevy. Ese que nunca llegó, pero que a la vez nadie le reclamó para venerarlo como lo merece, gracias a su admirable calidad conductiva.
LA NACION