El último barbero

El último barbero

Por Natalia Cabrini
Miguel Ángel Barnes no es un hombre cualquiera. Se toma su trabajo como un asunto personal. Está considerado el último de los barberos porteños y, desde hace más de veinte años, se juró no volver a tocar una Gillette en su vida. Por otra parte, nunca pero nunca se rasuró la quijada empleando una afeitadora eléctrica. Eso jamás. “Me hice barbero a los 35 años. Estaba pasando por un período oscuro de mi vida y decidí volcarme a la peluquería, que fue lo que siempre me gustó. A lo mejor no iba a hacerme rico, pero si hacía lo que tenía ganas no me importaba” cuenta.
Barnes atiende en la calle Guayaquil, en el barrio de Caballito. Así como no es un hombre cualquiera, su local, la barbería y peluquería La Época, no es cualquier local. Sin Ir más lejos, National Geographic lo consideró el museo viviente más importante del continente. Cuatro años atrás, hicieron un documental donde incluyeron una peluquería con espíritu rockero de Nueva York, una isleña en Jamaica y otra con un aire de época: el local de Barnes en Buenos Aires.
Pasan por aquíi.500 clientes al mes. Entre ellos, excursiones de colegios -70 escuelas al año lo visitan-, políticos en campaña -Mauricio Macri lanzó la suya aquí para jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires- y peregrinaciones de turistas que ponen sus mejillas para que el último barbero les dé, quizás, la única rasurada de su vida al viejo estilo. También lo filman, y le sacan fotos. Barnes abarrotó el lugar con más de ocho mil piezas de época, de modo tal que, no importa a dónde apunten las cámaras, siempre parecerán imágenes tomadas 100 años atrás. “De chico soñaba con ser arquitecto así que cada cosa que ves acá -Barnes hace un gesto con los brazos- la instalé yo, hasta las arañas. La gente cuando le digo que yo coloqué todo, no lo puede creer”.
Se podrá pensar que la pieza a la que más valor da Barnes es el sillón de esterillas de ratán de India, que data de fines del siglo XIX; o, tal vez, el gramófono de 1887, los sillones Luis XVI, la caja registradora con compartimentos ocultos, los toalleros antiguos o las polveras o el perfume Carlos Gardel; sin embargo, su objeto preferido es pequeño: una chapita atada con un alambre. “Ésta es la antigua bacía de barbero -dice-, que se usaba para poner en el cuello y extraer las muelas. Era el primer símbolo distintivo de los barberos. Es una reliquia”
La atención es también como de 100 años atrás. Barnes sienta a sus clientes y les da tres baños: caliente, tibio y frío. “Después hago dos rasuradas, una al derecho y otra al revés del pelo” explica. Como golpe final, les coloca crema y colonia, y salen así al mundo real, en pleno siglo XXI.
“Cuando vienen los chicos de las escuelas, les digo que deben seguir siempre su vocación. La plata es una conse­cuencia de seguir lo que a uno le gusta. Y les cuento también que, en los orígenes, el barbero no sólo te quitaba la barba y te cortaba el pelo, sino que además hacía operaciones menores, como quitar muelas y practicar sangrías para aquellos que llegaban con la presión alta” detalla Barnes, quien a cada rato debe interrumpir la charla para atender el teléfono, sumergido en una cabina antigua de los años’20. “Les daban esos trabajos a los barberos por la pericia con que manejamos las navajas. Durante varias décadas, los médicos pelearon para evitar que se hicieran cirugías en nuestros locales”
Pero ¿qué sensación tiene este hombre al ser último en lo suyo? ¿es opresiva o liberadora? ¿está lleno de orgullo? “Uf…” Barnes se frota la frente. Al igual que todo en su local, él también va vestido de época, por lo general, con tiradores y zapatos lustrados con esmero. Es el primer detalle que tuvo en cuenta a la hora de distinguirse del resto -que, si de barberos hablamos, no habría resto-. “Ser el último tiene una gran carga de responsabilidad. Pero es interesante acercar este oficio a las nuevas generaciones. Estoy inmerso en mi hobby. Mi peluquería es mi hobby. No colecciono estampillas o figuritas y se las muestro a mis amigos durante unos minutos. No aburro a nadie con esto. Al contrario. Éste es un hobby que puedo compartir. Y creo adeptos. Los vecinos traen a sus amigos. Los amigos traen a turistas. Y así se generó toda una ola que llegó hasta la presidencia de la Nación. Nos vino a visitar Daniel Scioli, cuando era vicepresidente, y cortaron las calles. Fue una cosa de locos”
Podrá pensar que el gran enemigo de los barberos, el motivo de su última erradicación, fueron las navajas descartables y las máquinas eléctricas, pero, según Barnes, que cita para el caso un libro de época, escrito por un colega, los propios barberos habrían sido motivo de su caída, retirada y ocaso. “En este libro contaba cómo los barberos se ponían a charlar y a tomar café y, cuando llegaba el cliente, lo primero que hacían era afilar la navaja y así el cliente perdía tiempo. ¿Por qué, se preguntaba el autor, no se afilaban las navajas con anterioridad para ganar tiempo y no faltarle el respeto al cliente?”
Lo descartable se impuso a lo artesanal. Lo eléctrico al pulso y la pericia. Pero hay cosas que escapan a las modas. Están encerradas entre vidrios, con cortinas bordadas al crochet. En lugares donde todo huele extrañamente remoto. Y la gente entra, pero el tiempo no.
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