09 Nov El compañero de asiento, ¿cuánto sabés de él o ella?
Por Ana Peré Vignau
Ya guardó el bolso de mano. Acaba de hundirse en el asiento, y mientras manotea el cinturón de seguridad y espera a que todos aborden empieza a pispear a los demás pasajeros. “Que no sea él, que no sea él, por favor”, “Ojalá aquella se siente al lado mío”. Pero por mucho que se piensen esas cosas, la suerte es la que decide.
Podemos elegir ventanilla o pasillo, más cerca o más lejos de la cabina; pero lo que no se puede decidir cuando se viaja solo es quién tocará de vecino de asiento.
En su caso, ¿cuánto sabe de la persona que tiene sentada al lado? O mejor: ¿a qué tipo de pasajero pertenece su azaroso compañero? Los hay bien diferentes. Está el que tiene unas ganas locas de hablar y saluda desde el primer encuentro cuando el otro aún batalla en el pasillo, y el que sobre la marcha decide si le interesa o no charlar con aquel desconocido. El que se aferra al asiento como una garrapata y se persigna un minuto antes del aterrizaje. Muchos duermen o tratan de dormir aún antes de que el avión empiece a carretear. Nunca faltan los que visitan el baño cada dos por tres. Otros devoran aperitivos y cenas en tiempo récord. Algunos se estiran tanto como les permite su asiento, otros se derrumban contra la ventanilla y no paran de roncar, y varios se desparraman sobre el hombro de su acompañante, sea quien fuere. Unos pocos, incapaces de pegar un ojo en el avión, escuchan música de sus auriculares o leen ediciones de bolsillo, y ni intentan dedicar tiempo y esfuerzos a socializar con el de al lado. Cultivan el estilo huraño: esquivan preguntas, roces, miradas. En cambio, están quienes se vuelven mejores amigos o terminan en romance. Estas vecindades azarosas muchas veces forman parte del catálogo de anécdotas de un viaje. Aquí van algunas.
El gran conversador
No hay como los que se lanzan a la aventura de encontrar un amigo. Miran con cara de ‘¿Hay alguien ahí?’. Tocan uno y otro tema con tal de generar algún pique. Desde los más intrascendentes y socorridos, como el clima o la película que están pasando, hasta otros más complejos, como el libro que estamos leyendo, el trabajo, nuestros países o incluso la coyuntura política de nuestra sociedad. Y a tal punto llega la charla que los compañeros de asiento se hacen “confidentes” en pocas horas de vuelo. Eso le pasó a Natalia, licenciada en marketing, mientras iba de Buenos Aires a San Martín de los Andes. “Él es gastroenterólogo y empecé a comentarle que yo tenía una úlcera y terminamos contándonos hasta cómo conocí a mi novio. Fue sentarnos y empezar a decirnos todo, como si hubiéramos sido amigos de toda la vida. Se generó algo muy íntimo, pero que no iba por el lado de la seducción, sino de la complicidad. De entrada, él me despertó confianza y terminamos haciéndonos
confesiones muy fuertes. Y así nos pasamos la hora y media de viaje: desahogándonos. No podía creer lo bien que me había sentido al hablar con un extraño total de cosas tan fuertes”.
Cita a ciegas
Chico y chica quedan sentados uno al lado del otro. No se conocen. El viaje se transforma, de pronto, en una cita a ciegas. El amor también surge entre compañeros de vuelo. Jorge -médico- y Alejandra -maestra de música- quedaron sentados en la parte posterior del avión, exactamente detrás del ala. Él ocupa el asiento de la ventana y a ella le toca junto a él. Unos diez minutos después de salir de Madrid se disponían a servir bebidas y ya se oía el tintineo de las botellas. “Para cuando llegó la azafata con el carro de bebidas ya sabíamos desde el nombre hasta el color preferido del otro. Era un argentino y eso me hizo sentir un arrebato de nostalgia hogareña. Durante los últimos doce días había estado viviendo en habitaciones de hotel y comiendo en restaurantes. Volvía a Buenos Aires después de un viaje de meses por Europa. Hicimos buenas migas desde el principio; el viaje fue largo, así que tuvimos tiempo de conocernos y demás. La cosa es que cuando llegamos, seguimos viéndonos y ahora vivimos juntos y vamos a casarnos”.
No molestar
Ay, los huraños son multitud. Hacen ley aquel consejo que da William Hurt en su papel de escritor de guías en “El turista accidental” (Lawrence Kasdan): “Lleve siempre consigo un libro para protegerse de los extraños”. Cualquier tipo de intercambio los ahuyenta y se sumergen en el ostracismo sin haber dicho ni “Hola”. “Odio que me hablen cuando vuelo, entonces me pongo a leer un libro o me hago la dormida, aunque no tenga sueño”, advierte Luciana, paisajista.
Es cierto que hay ciertos vecinos que es mejor ignorar. Como los que se descalzan y se retuercen en el asiento, luego sacan la bolsa de papas fritas y la devoran a toda velocidad sin siquiera mirarte, y, finalmente, se tumban a dormir roncando estrepitosamente.
También están los compañeros de viaje que, sin ser tan antipáticos, no afrontan su mejor momento. “Recuerdo una vuelta en la que fui una molestia para mi pobre vecino de asiento. Fue un viaje en primera clase Buenos Aires-Miami -detalla Claudia, traductora-. El día de la partida mi fiebre no bajaba de 40 grados debido a una gripe monumental; aún así el viaje no podía postergarse. Provista de una dosis de pastillas antigripales, aspirinas, antibióticos y jarabes para combatir los virus de un ejército entero, abordé el avión envuelta en un abrigo digno de la Rusia imperial (ideal para el verano de esa época del año en el norte), y en un abotargamiento tal que bien podría haber subido al mismísi¬mo Titanic sin siquiera enterarme. Durante todo el viaje me lo pasé temblando, estornudando, tosiendo, y sonándome la nariz cada minuto con una parva de pañuelos descartables que, para horror de mi vecino de asiento, se acumulaban sin cesar en la bolsa provista por la aerolínea para otras emergencias. El pobre hombre me echaba furtivas miradas de reojo cada tanto y procuraba alejarse de mí lo más posible, como si estuviese al lado de un verdadero alien, y las anchas proporciones de la primera clase no alcanzaran para mantenerlo a salvo del peligro de peste que sin dudas se cernía sobre su existencia. En un momento nuestras miradas se cruzaron e intenté sonreír entre la pesadez de mis párpados afiebrados, a fin de aliviar el malestar de semejante situación, pero no obtuve más que una expresión de serio fastidio de su parte. Fue el peor viaje de mi vida, y eso que una de las azafatas se desvivió por atenderme. A esas alturas, en plena madrugada, luego de haber despertado con la tos a todo el mundo, andando por los pasillos del avión sin desprenderme de mi abrigo ruso como una homeless desquiciada, no me quedaban dudas: si hubiese existido un premio al peor compañero de asiento del año, seguro me lo daban a mí”.
Fin de viaje
¿Pasillo o ventana? Consultan en el check in, y ahí termina el cuestionario. Nadie pregunta “¿al lado de quién quiere sentarse?”. Puesto a elegir: ¿qué pediría si tuviera la oportunidad de seleccionar a sus vecinos de asiento? Tal vez, resulta tanto mejor y más divertido entregarse a esta tómbola, donde cualquier cosa puede pasar.
Ya casi está por tocar tierra el avión. Es el momento de los suspiros profundos. La mayoría aterriza con historias diferentes que contar. Y nos reintegramos a las vidas que detuvimos por un espacio de tiempo que se nos pasó volando.
REVISTA CIELOS ARGENTINOS