24 Oct Elogios que sí ayudan a crecer
Por Maritchu Seitún
¿Conviene elogiar a nuestros chicos? ¿O no es bueno para ellos? Eventualmente? ¿cuánto? ¿Y de qué modo? Son dilemas alrededor de los cuales se tejen muchas teorías.
Recientemente fue The New York Times el escenario de un fuerte debate sobre la conveniencia o no de elogiar a nuestros hijos, a partir de un estudio de Carol Dweck, psicóloga de la Universidad de Stanford, que la nacion reflejó el 19 de agosto en una columna de Juana Libedinsky.
Observamos que algunas alabanzas, que hacen creer a nuestros hijos chiquitos que son unos “genios”, no los ayudan a sentirse capaces, fuertes y con esperanza de logro. Ni los ayuda a tolerar frustraciones o a aprender a esforzarse. ¿Pero esto significa que no hay que elogiarlos? De ninguna manera.
Cuando Juancito arma su castillo de arena en la playa, podríamos decirle: “Sos un campeón”, “¡Qué buen castillo!”, “¡Es espectacular!”, “¡Qué hábil que sos!”. Esos elogios podrían convencerlo de que “sopla y hace botellas”, pero se va a desanimar cuando eso no se repita de la misma forma, o podría temer que, habiendo logrado ese máximo tan alto, quizás ya no pueda volver a hacerlo y entonces prefiera ni intentarlo.
Cuando alabamos el resultado, empiezan dos tipos de problemas: a) en el caso de que el elogio sea real, porque el chico puede sentirse valioso sólo a partir de sus logros y no siempre va a tener los que busca, por mucho que se esfuerce; b) en el caso de que no sea verdadero, porque puede creernos y después frustrarse cuando sus resultados no sean tan exitosos o cuando no resulten tan notables para otros (amigos, maestros, primos, etcétera) como para sus padres.
En cambio, podríamos elogiarlo diciendo: “¡Qué buena idea tuviste!”, “¡Cuánto trabajaste!”, “Valió la pena el trabajo que te tomaste”. En estos ejemplos, hablamos del esfuerzo, la idea, el proyecto, la voluntad, el tiempo que dedicó a la tarea, el entusiasmo, y con eso sí ayudamos al fortalecimiento de sus personas y de sus recursos.
Hoy esto es especialmente importante, ya que la sociedad y la cultura favorecen y estimulan los resultados, independientemente del esfuerzo realizado, lo que lleva a los chicos a desanimarse, rendirse, incluso a hacer trampa para alcanzar, aunque sea así, el resultado deseado, o tomar atajos que no les sirven para sentirse realmente capaces y tener confianza en sí mismos y en sus posibilidades.
John Gottman, en Los mejores padres , cuenta sus conclusiones de una experiencia que hizo observando a padres jugar con sus hijos a un juego electrónico. Descubrió que los padres que favorecen el desarrollo de las habilidades de sus hijos son los que usan una técnica que él llamó andamio: primero hacen al hijo un elogio real, un comentario positivo específico (en nuestro caso podría ser: “¡Qué fuertes se ven las paredes de tu castillo!”), para luego agregar una recomendación, que, al estar el chico trepado a ese “andamio” (estoy orgulloso de lo que me dijo mi papá) le permite escuchar el señalamiento que le hace el padre sin derrumbarse, y así seguir intentando mejorar.
¡Qué poco usamos los padres el andamio! Incluso cuando nuestro hijo llega con una buena nota, porque hizo cuatro cuentas bien y una mal, casi todos vamos de cabeza a la cuenta mal hecha, para ver en qué se equivocó (hasta podríamos agregar algún comentario “educativo”/ destructivo como: “Yo te dije que no sabías las tablas, ¿cómo querés hacer bien las cuentas?”), en lugar de armar ese “andamio” mirando primero las que hizo bien, para luego, ya con un hijo más seguro y fortalecido por nuestros comentarios (“esa cuenta era larga y muy difícil de encolumnar, y lo lograste!”), hablar de lo que ahora sí está listo y dispuesto para escuchar: en qué se equivocó, tratar de entender juntos por qué le ocurrió. Incluso, hasta podría tener ganas de rehacerla…
LA NACION