Adolfo Kaminsky, el buen falsificador

Adolfo Kaminsky, el buen falsificador

Por Dolores Curia
Julien Keller, George Vernet, Jules, Raphaël, Joseph. Todos esos nombres remiten a la misma persona: Adolfo Kaminsky, cuya biografía -que acaba de publicarse en la Argentina- parece no tener nada que envidiarle al más jugoso guión de Hollywood: la historia de un falsificador durante la Segunda Guerra, basada en hechos reales y sazonada con espionaje, clandestinidad e historias de amor varias. Kaminsky, un argentino que vivió acá hasta los cinco años, se pasó tres décadas falsificando documentos de todo tipo (pasaportes, actas de nacimiento, registros de conducir) para ayudar a escapar a perseguidos del mundo entero. La encargada de desempolvar sus anécdotas fue su hija, Sarah, y esto es lo que responde cuando se le pregunta sobre los productores que ya se relamen pensando en los derechos de su libro: “Hemos recibido varias ofertas de televisión y cine pero, por ahora, no aceptamos ninguna porque nos gustaría poder elegir nosotros al director”.
Autodeclarado pacifista, sus aportes a las causas que defendía nunca estuvieron del lado del fusil sino en las tareas artesanales, meticulosas: la técnica del engaño que adquirió a partir de sus primeras experiencias como tintorero adolescente y perfeccionó con sus estudios de química. Pero donde terminó de gestar su formación política fue en un campo de concentración -Drancy- del que logró escapar gracias a sus habilidades de artesano de la copia y su nacionalidad argentina. Durante la Segunda Guerra trabajó codo a codo con la Resistencia francesa y se estima que salvó del Holocausto a más de tres mil familias judías. Una vez que París fue liberada siguió trabajando para los aliados proveyendo documentos falsos a los soldados que se infiltraban en territorios controlados por los nazis. Después de la guerra, ayudó a los judíos sobrevivientes a emigrar con identidad falsa a Palestina. En la década del cincuenta se pasó a las filas de la descolonización y jugó un papel decisivo para el FLN (Frente de Liberación Nacional de Argelia). En simultáneo, iniciaba a combatientes antifranquistas en las técnicas de la falsificación. Les proporcionó documentos a quienes luchaban contra la dictadura instalada tras el golpe de Carlos Castillo Armas, en Guatemala. Y, también, ayudó a los griegos que resistían el régimen de la Junta de los Coroneles, dirigida por Georgios Papadopoulos.
El gran falsificador pasó años enteros sin salir de su laboratorio más que para lo indispensable. Sólo unos pocos conocían las coordenadas de su guarida, ni siquiera los capos de las organizaciones para las que trabajaba freelance. Se mudó infinidad de veces dentro de Europa con su taller y, fuera donde fuera, Adolfo conservaba la máquina Singer que había heredado de su padre sastre, con la que cosía los documentos. Kaminsky no pisa la Argentina desde 1930 pero, ahora que su historia se edita en estas tierras, él y su hija conversaron con Debate.

¿Cómo se enteró de la verdadera historia de su padre? ¿Había tenido pistas, sospechas?
Sarah Kaminsky: Durante mi infancia y adolescencia no lo supe. Sólo sabía que él había tenido alguna participación en la Segunda Guerra Mundial, lo que nos hacía suponer que había estado peleando como soldado. Por supuesto, en ese momento, yo no me imaginaba que había sido un falsificador. Aunque para mí y para mis hermanos era muy difícil imaginarlo en medio de una guerra porque habíamos crecido escuchándolo decir que era pacifista. No se hablaba de eso en mi casa, ni una palabra sobre esa época. Las únicas pistas que teníamos eran conversaciones de los adultos que a veces escuchábamos pero que no entendíamos demasiado. A los catorce empecé a tener mayores sospechas pero él seguía sin responder nuestras preguntas. La mayor traba que le impedía contarnos su historia era que no quería decir que había hecho cosas ilegales.

¿Y cómo lo convenció?
A mis veinte años, insistí mucho y me terminó diciendo que había falsificado documentos para ayudar a escapar a gente de los campos. Pero seguía sin querer darme detalles. Y frente a mi insistencia, él me contestaba: “Sarah, pienso escribir un libro con mi historia y cuando lo leas vas a saber todo”. Pero nunca lo escribía. Cuando yo tuve a mi primer hijo, mi padre ya había cumplido setenta y siete años, empecé a tener mucho miedo de que pudiera morirse sin haber respondido mis preguntas. Entonces, yo no iba a ser capaz de responder las futuras dudas de mi hijo cuando creciera. Le propuse a mi padre una solución: yo escribiría el libro a partir de entrevistas con él. Y aceptó. Fue muy difícil sacarle la información.

¿Porque había huecos, cosas de las que no se acordaba?
No. Al contrario: recordaba hasta el más mínimo detalle. Al principio, me contestaba con evasivas y repetía una y otra vez las mismas historias. Convencerlo llevó mucho tiempo, paciencia y negociación. Pero yo pude entenderlo: todas estas historias habían sido secretas durante tantos años que era muy duro para él verbalizarlas.

¿Entrevistó a otras personas?
Sí, sobre todo al principio. Contacté a muchos de los que trabajaron con él durante su vida clandestina. A los que están vivos, por supuesto. Toda la información que aparece en el libro es verdadera. No hay ni un sólo detalle inventado, con excepción de algunos nombres que mi padre me pidió que no diera. Todos esos testimonios lograron darme una idea de quién es él. Me contaron cosas que yo jamás podría haber imaginado. Por momentos, tenía la sensación de que hablaban de otra persona, no de él. Lo describían como alguien extremadamente disciplinado, rígido, malhumorado, siempre abocado a su trabajo. Todo lo contrario de lo que yo conocía de mi padre.

¿Y el aspecto legal?
Eso también era algo que nos preocupaba. Porque, en Francia, cuando uno es un falsificador, la condena puede ser larga. Pero descubrimos, después de consultar a varios profesionales, que la actividad de falsificar deja de ser imputable después de treinta años de haberla dejado. Como mi padre la dejó en 1971, los delitos prescribieron.
Adolfo Kaminsky: ¡Así que estamos seguros de que no me van a meter preso!

Usted no tenía contacto directo con los destinatarios de los documentos. Siempre mediaba alguien de las diferentes organizaciones. A partir de la publicación del libro, ¿hubo gente que se enteró de que había sido ayudada por usted y se acercó?
Nos llegaron muchísimos mensajes. Sobre todo de nietos e hijos de sobrevivientes de la Segunda Guerra que lograron salvarse mediante documentación falsa. Pero es muy difícil saber con seguridad si era yo porque, por supuesto, no era el único que lo hacía. Cuando el libro salió en Francia organizamos una presentación y entre la gente que se acercó a saludarnos había una mujer muy mayor que me dijo: “Joseph, ¿te acordás de mí?”. Joseph había sido uno de mis seudónimos. Yo no me acordaba. Ella sacó de su cartera un documento de identidad francés, un permiso de manejar suizo, un pasaporte belga, como cuatro documentos de distintas nacionalidades y con distintos nombres. Nos contó que ella era una de las seis mujeres del FLN que se escaparon de la cárcel durante la guerra de Argelia. Después de la fuga, había podido exiliarse gracias a los documentos que yo había hecho.

En el libro, su hija cuenta que usted pasó muchas necesidades económicas durante y después de la guerra, ¿nunca pensó en cobrarles a las diferentes organizaciones por su trabajo?
En caso de haber cobrado por lo que hacía, había estado ligado a cualquiera de esas organizaciones mucho más allá de lo que yo quería. Cobrarles hubiera significado trabajar para ellos, entonces, no podría haber tenido la libertad de decir que no cuando yo quisiera. No cobrarles me causaba muchos problemas económicos. Tenía, también, otros trabajos. Fueron treinta años durante los que casi no dormí. Pero podía trabajar para diferentes organizaciones que, aunque estuvieran enemistadas entre ellas, peleaban por una misma causa. También me permitía no brindar mi ayuda en misiones con las que yo no estuviera de acuerdo o no me parecieran éticas, por ejemplo, cuando se trataba de atentados terroristas contra civiles. Todos los documentos que fabriqué fueron para ayudar a escapar a la gente que estaba en situaciones de opresión. Y en los casos en los que tuve dudas siempre dije que no.

Llama la atención que en el libro casi no aparezcan menciones directas sobre el Mayo Francés, sobre todo teniendo en cuenta que usted estuvo en Francia durante esa época.
Estuve muy atento a los sucesos y, por supuesto, me hubiese encantado participar. Estaba de acuerdo con las reivindicaciones pero no podía manifestarme en las calles junto a la gente. Y le digo más: antes de la década del ochenta, jamás participé de ningún tipo de manifestación. Era muy peligroso que alguien me reconociera o me fotografiara. Era imprescindible que yo ocultara mis opiniones políticas hasta con la gente que más quería. Vivía en la clandestinidad literalmente, usaba muchos nombres distintos y debía tener un cuidado excesivo para que nadie descubriera dónde estaba el laboratorio.

Todo lo que aparece relatado en el libro es anterior a que conociera a la madre de Sarah…
Ella era una militante del movimiento de descolonización de África. Nos conocimos en Argelia. Ella sabía de mis ideas políticas y de mi apoyo activo a los movimientos anticoloniales pero no conocía todo mi pasado. Hacía ya mucho que vivíamos juntos, compartíamos todo, habíamos tenido dos hijos y recién cuando ella estaba embarazada de la tercera, que es Sarah, yo me atreví a contarle sobre mi participación en la Segunda Guerra. Hasta le diría que hay detalles de mi vida que mi mujer se enteró hace muy poco, leyendo este libro.
REVISTA DEBATE