19 Sep Vértigo y reclamos en la vida bajo tierra
Por Leonardo Tarifeño
En el subte de Buenos Aires viajan un millón y medio de personas por día, y una de ellas es una chica ciega, Patricia, a quien la marea humana de la estación Carlos Pellegrini amenaza con devorar. Patricia baja del tren, se mete en un pasillo, avanza como puede a golpe de bastón y justo antes de que la turba de la hora pico la arrastre, surge un señor canoso que la toma del brazo y se ofrece a acompañarla. Ella dice que en el subte la ayuda tarda, pero llega, como la justicia divina, y que siempre alguien aparece porque los ciegos llaman mucho la atención. Quienes no llaman la atención son los trabajadores que se ganan la vida en vagones, quioscos, puestos y negocios, auténticos seres invisibles a quienes la multitud tiende a evitar a fuerza de auriculares, lecturas de todo tipo o liso y llano embotamiento mental. Para quienes viven bajo tierra, los ciegos son todos los demás, el millón y medio de personas incapaces de recordar una cara, una voz o algún rasgo de esos vendedores, mozos, quiosqueros, músicos y niños que, sin embargo, ven todos los días, a la misma hora y en el mismo lugar.
La tarde del 2 de agosto pasado, uno de esos personajes invisibles del subte murió mientras cruzaba las vías de la estación Malabia de la línea B. Era un violinista de pelo enrulado, que tocaba canciones de heavy metal con arreglos de música clásica. “Yo lo conocía, era muy popular”, recuerda Marco, un saxofonista de tiernos 18 años que toca en la estación L. N. Alem. Marco vive en La Plata, estudia música en el Conservatorio de su ciudad y todos los días se instala en los andenes para tocar junto con su amigo Fermín, guitarrista que ni siquiera es mayor de edad. “El subte es un mundo, nos impresiona todo el tiempo -cuenta Fermín-. La otra tarde tocábamos una canción de Frank Sinatra y se nos acercó un chiquito de los que piden dinero. Y cuando terminamos de tocar, mientras la gente se iba, el nene nos dio todas las monedas que había ganado ese día. A nosotros nos sorprendió muchísimo, no supimos qué hacer. Y al final entendimos que esos chicos, por más ladroncitos que puedan ser o llegar a ser, no dejan de ser niños. Esas son las cosas que uno aprende si anda por el subte con los ojos bien abiertos.”
Para el quiosquero Gustavo, de la estación Pueyrredón, ganarse la vida en el subte es duro porque a los dudosos modales de la gente hay que sumarle la indiferencia de quienes deberían proporcionar mejores condiciones de trabajo. “El único ventilador que tengo cerca no funciona desde febrero. ¡Pedí cinco veces que lo arreglen, y nadie me hizo caso!”, se lamenta. Con aspecto de faquir y mirada desconfiada, Gustavo es un veterano del subte: hace 14 años que trabaja a cuatro pasos de un tren que lo visita casi 20 veces por hora, es decir, en 180 ocasiones de su jornada laboral. “Pero lo peor no es el ruido del tren, ni el que roba las revistas de crucigramas, ni el mal humor de la gente: lo realmente insalubre es la falta de mantenimiento. Un ejemplo son las cucarachas: yo vengo todos los días con mi aerosol, pero ¿qué puedo ganar con eso?”, remata.
La población flotante del subte porteño duplica la permanente de ciudades como Mar del Plata, y por eso en sus entrañas hay de todo: restaurantes y cafeterías, entretenimiento gratuito, escenas de romance y casos de violencia. Y oportunidades de trabajo. “Yo soy radióloga, pero por ahora esto es lo que conseguí” apunta Cecilia, la chica que vende medias en la tienda Cocot de la estación Callao. Cecilia es de Azul y llegó a la capital convencida de que aquí podría encontrar trabajo. Por ahora, a pesar de que las medias no son lo suyo, está contenta. Poco después de las 20, cierra las persianas del negocio, baja al andén y regresa a su casa. En el camino se calza un par de auriculares para empezar a relajarse. Si no los tuviera puestos, escucharía la advertencia que el conductor del tren ensaya desde los altavoces: “Por favor, señores pungas, permitan el libre cierre de las puertas”.
LA NACION
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